Las Grandes Novelas de Joseph Conrad. Джозеф Конрад
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Las Grandes Novelas de Joseph Conrad - Джозеф Конрад страница 7
»“Olvidas, querido Charlie, que el obrero es merecedor de su salario”, dijo ella, con expresión radiante. Es curioso lo lejos de la realidad que están las mujeres. Viven en un mundo propio, nunca ha habido nada parecido y nunca lo podrá haber. Es demasiado bonito y, si lo fueran a construir, se vendría abajo antes de la primera puesta de sol. Algún hecho maldito con el que los hombres hemos vivido resignados desde el día de la creación se alzaría y lo echaría todo por tierra.
»Después me abrazó, me dijo que vistiera de franela, que le asegurara que le escribiría a menudo, etc., y me fui. En la calle, no sé por qué, me asaltó la extraña sensación de que era un impostor. Es extraño que yo, acostumbrado a partir para cualquier parte del mundo en un plazo de veinticuatro horas, pensándomelo menos que la mayoría de los hombres el cruzar una calle, tuviera un momento, no diré de duda, sino de perplejidad ante este banal asunto. La mejor forma en que puedo explicároslo es diciendo que, por uno o dos segundos, me sentí como si en vez de ir al centro de un continente estuviera a punto de partir para el centro de la tierra.
»Zarpé en un vapor francés que atracó en todos los malditos puertos que los franceses tienen allí, con la única finalidad, que yo sepa, de desembarcar soldados y empleados de aduanas. Observaba la costa. Observar una costa mientras se desliza ante el barco es como pensar en un enigma. Allí está ante ti, sonriente, ceñuda, insinuante, grandiosa, mezquina, insípida o salvaje, y siempre muda, con aire de estar susurrando: “Ven y descúbreme”. Ésta en particular era casi informe, como si aún estuviera en proceso de formación, con un aspecto de inexorable monotonía. El borde de una jungla colosal, de un verde tan oscuro que era casi negro, orlado de blanca espuma, era tan derecho como una línea trazada con regla, lejos, muy lejos, a lo largo de un mar azul cuyo brillo empañaba una neblina reptante. El sol era feroz, la tierra parecía refulgir y chorrear vapor. Aquí y allá manchas de un gris blanquecino aparecían arracimadas dentro de la blanca espuma; a veces sobre ellas ondeaba una bandera. Asentamientos de hace varios siglos y aún no más grandes que cabezas de alfiler en la extensión intacta del trasfondo. Avanzábamos pesadamente, parábamos, desembarcábamos soldados; seguíamos, desembarcábamos empleados de aduana para recaudar impuestos en lo que parecía un lugar dejado de la mano de Dios, con un cobertizo de hojalata y un asta de bandera perdidos en él; desembarcábamos más soldados, para que se encargaran de los empleados de aduana, es de suponer. Oí decir que algunos se ahogaron con el oleaje, pero, se ahogaran o no, el hecho es que nadie pareció preocuparse por ello. Eran arrojados del vapor, y nosotros proseguíamos nuestra marcha. Cada día la costa parecía la misma, como si no nos hubiéramos movido; pero pasamos por diversos lugares (centros de comercio) con nombres como Gran’Bassam, Little Popo; nombres que parecían pertenecer a una sórdida farsa representada ante un siniestro telón. El ocio de un pasajero, mi aislamiento entre todos esos hombres con los que no tenía un solo punto de contacto, el mar lánguido y aceitoso, la sombría uniformidad de la costa, parecían mantenerme alejado de la realidad de las cosas, dentro de la fatiga de una decepción quejumbrosa y sin sentido. La voz de las olas de vez en cuando era un verdadero placer, como la conversación de un hermano. Era algo natural, que tenía su razón, que tenía un significado. De vez en cuando una embarcación de la costa nos proporcionaba un contacto momentáneo con la realidad. La remaban unos negros. Se podía ver brillar el blanco de sus ojos desde lejos. Gritaban, cantaban; sus cuerpos chorreaban sudor; las caras de aquellos hombres eran como máscaras grotescas; pero tenían hueso, músculo, una vitalidad salvaje, una intensa energía de movimientos que era tan natural y verdadera como el oleaje de sus costas. No necesitaban ninguna razón para estar allí. Era un gran consuelo mirarlos. Durante algún tiempo sentía que aún pertenecía a un mundo de hechos sencillos, pero la sensación no duraba mucho. Algo surgía que la ahuyentaba. Recuerdo que una vez nos encontramos con un barco de guerra anclado frente a la costa. No había ni un cobertizo allí, y estaban bombardeando la maleza. Al parecer los franceses estaban enzarzados en una de sus guerras por aquel lugar. El estandarte colgaba lánguido como un trapo; las bocas de los largos cañones de seis pulgadas asomaban por todo el bajo casco del barco; el oleaje grasiento y viscoso lo levantaba perezosamente y lo dejaba caer, meciendo sus delgados mástiles. Allí estaba, en la vacía inmensidad de tierra, cielo y agua: incomprensible, disparando contra un continente. ¡Pum! Disparaba uno de los cañones de seis pulgadas; una pequeña llama asomaba y se desvanecía, una pequeña nube blanca desaparecía, un diminuto proyectil producía un débil chirrido y no ocurría nada. No podía ocurrir nada. Había algo de insensato en toda la maniobra; una sensación de lúgubre bufonada en el espectáculo, que no se disipó porque alguien a bordo me asegurara seriamente que había un campamento de indígenas (¡los llamaba enemigos!) oculto en alguna parte.
»Le dimos su correspondencia (oí que los hombres en ese solitario barco morían de fiebre a razón de tres por día) y continuamos. Atracamos en algunos lugares más con nombres ridículos, donde la alegre danza de la muerte y el comercio continúa en una atmósfera telúrica, inmóvil como la de una catacumba caldeada, a lo largo de la informe costa orlada de peligroso oleaje, como si la misma Naturaleza hubiera tratado de mantener alejados a los intrusos; entrando y saliendo de los ríos, corrientes de muerte en vida, cuyas orillas degeneraban en barro, cuyas aguas, espesas hasta convertirse en lodo, invadían los contorsionados manglares, que parecían retorcerse de dolor ante nosotros, en el extremo de una desesperación impotente. En ninguna parte nos detuvimos lo suficiente como para recibir una impresión detallada, pero la sensación general de prodigio vago y opresivo creció en mí. Era como un duro peregrinar en medio de indicios de pesadillas.
»Pasaron más de treinta días antes de que viera la desembocadura del gran río. Anclamos frente a la sede del Gobierno. Pero mi trabajo no comenzaría sino unas doscientas millas más adelante. Así que, tan pronto como pude, partí hacia un lugar treinta millas más arriba.
»Hice el viaje en un pequeño vapor de altura. Su capitán era un sueco, y al saber que yo era marinero me invitó a subir al puente. Era un hombre joven, enjuto, rubio y hosco, con pelo lacio y andares renqueantes. Cuando abandonamos el pequeño y miserable muelle sacudió la cabeza indicando despectivamente la costa. “¿Ha estado ahí?”, preguntó. “Sí”, contesté. “Buena cuadrilla estos chicos del gobierno, ¿no? —continuó, hablando en inglés con gran precisión y considerable amargura—. Es curioso lo que algunas personas son capaces de hacer por unos cuantos francos al mes. Me pregunto qué les ocurre a este tipo de gente cuando se adentran en el país”. Le dije que esperaba verlo pronto. “¡Biee-e-n!”, exclamó. Cruzó de un lado al otro renqueante, mirando al frente con ojo vigilante. “No esté demasiado seguro —continuó—. El otro día recogí a un hombre que se ahorcó en la carretera. Era sueco también”. “¡Se ahorcó! ¿Por qué, en nombre de Dios?”, grité. Él siguió mirando atentamente. “¿Quién sabe? Demasiado sol para él, o el país, quizá”.
»Por fin se abrió ante nosotros una gran extensión de agua. Apareció un promontorio rocoso, montículos de tierra removida junto a la orilla, casas en una colina, otras con techo de hierro, entre un desierto de excavaciones o colgando de un declive. Un ruido continuo de las cascadas de más arriba se cernía sobre esta escena de habitada devastación. Un montón de gente, la mayoría negra y desnuda, iba de un lado a otro como las hormigas. Un espigón se adentraba en el río. A veces una luz cegadora ahogaba todo esto en un repentino recrudecimiento de resplandor. “Ahí está la estación de su compañía —dijo el sueco, señalando tres construcciones de madera con aspecto de barracas sobre la ladera rocosa—. Enviaré sus cosas allí arriba. ¿Dijo cuatro cajas? Bien. Adiós”.
»Me topé con un caldero caído entre la hierba; luego encontré un sendero que subía colina arriba y se desviaba para evitar las rocas y también un pequeño vagón de ferrocarril que yacía boca abajo con las ruedas al aire. Le faltaba una. El objeto parecía tan muerto como los restos de algún animal. Encontré más piezas de maquinaria deteriorada, un montón de rieles oxidados. A la izquierda un grupo de árboles formaba un lugar sombreado, donde parecían agitarse débilmente cosas oscuras. Parpadeé, el camino era