Las Grandes Novelas de Joseph Conrad. Джозеф Конрад
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»No tenía la menor idea de por qué se mostraba amistoso, pero mientras estábamos charlando allí se me ocurrió de pronto que aquel tipo estaba intentando algo: en realidad, sonsacarme. Aludía constantemente a Europa, a la gente que se suponía que yo conocía allí, haciendo preguntas encaminadas a descubrir quiénes eran mis conocidos en la ciudad sepulcral y cosas por el estilo. Sus pequeños ojos brillaban de curiosidad como láminas de mica, aunque trataba de conservar una cierta altivez. Al principio me produjo asombro, pero muy pronto me entró una enorme curiosidad por averiguar qué conseguiría de mí. No podía en absoluto imaginar que hubiera algo en mí que mereciera su atención. Era muy divertido ver lo engañado que estaba, pues en realidad mi cuerpo estaba lleno sólo de escalofríos, y no había nada en mi cabeza excepto aquel maldito asunto del vapor. Era evidente que me había tomado por un perfecto y desvergonzado embustero. Al fin se enfadó y, para ocultar un gesto de furiosa irritación, bostezó. Yo me levanté. Entonces descubrí un pequeño boceto al óleo en una tabla, que representaba a una mujer, en ropaje y con los ojos vendados, llevando una antorcha encendida. El fondo era oscuro, casi negro. El movimiento de la mujer era majestuoso, y el efecto de la luz de la antorcha sobre la cara era siniestro.
»El cuadro me llamó la atención, y él permaneció de pie cortésmente, sosteniendo una botella de champaña de media pinta (remedios medicinales) vacía, con una vela metida en ella. A mi pregunta contestó que el señor Kurtz lo había pintado —en esa misma estación hacía más de un año— mientras esperaba el medio para trasladarse a su puesto comercial. “Por favor, dígame —le pregunté—, ¿quién es ese señor Kurtz?”.
»“El jefe de la Estación Interior”, respondió con sequedad, mirando hacia otro lado. “Muy agradecido —dije riendo—. Y usted es el fabricante de ladrillos de la Estación Central. Eso lo sabe todo el mundo”; guardó silencio durante un rato. “Es un prodigio —dijo al fin—. Es un emisario de la compasión, de la ciencia, del progreso y el diablo sabe de cuántas cosas más. Queremos —empezó a declamar de repente— mayor inteligencia, mayor comprensión, dedicación exclusiva para dirigir la causa que nos ha sido confiada, por así decirlo, por Europa”. “¿Quién dice eso?”, pregunté. “Muchos de ellos —contestó—. Algunos incluso lo escriben; y así él, un ser especial, como debería usted saber, viene aquí”. “¿Por qué debería yo saberlo?”, le interrumpí, realmente sorprendido. No me hizo caso. “Sí. Hoy día es el jefe de la mejor estación, el próximo año será ayudante de dirección. Dos años más y… Pero apuesto a que usted ya sabe lo que será dentro de dos años. Usted es del nuevo grupo. Del grupo de la virtud. La misma gente que le envió a él le recomendó a usted expresamente. Oh, no diga que no. Me fío de lo que veo con mis propios ojos”. De repente lo vi todo claro. Los influyentes conocidos de mi querida tía estaban produciendo efectos inesperados en aquel joven. Estuve a punto de soltar la carcajada. “¿Lee usted la correspondencia confidencial de la compañía?”, pregunté. No pudo decir palabra. Fue muy divertido. “Cuando el señor Kurtz —continué con seriedad— sea director general, no tendrá usted oportunidad de hacerlo”.
»De repente apagó la vela y salimos. Había salido la luna. Negras figuras deambulaban indiferentes, echando agua sobre el fuego, de donde salía un sonido sibilante; el humo ascendía bajo la luz de la luna; el negro apaleado gemía en alguna parte. “¡Qué escándalo arma ese animal! —dijo el infatigable hombre de los bigotes, apareciendo junto a nosotros—. Le está bien empleado. Falta, castigo, ¡bang! Sin piedad, sin piedad. Es la única forma. Esto evitará futuros incendios. Le estaba diciendo al director…”. Notó la presencia de mi acompañante y se quedó cabizbajo de inmediato. “Todavía levantado —dijo, con una especie de jovialidad servil—; es tan natural. ¡Oh! El peligro, la agitación”. Se esfumó. Me acerqué a la orilla, y el otro me siguió. Llegó a mi oído un murmullo hiriente. “Montón de inútiles, ¡venga!”. Se podía ver a los peregrinos gesticulando y discutiendo en grupo. Varios de ellos llevaban todavía sus cayados en la mano. Creo realmente que se acostaban con ellos. Al otro lado de la valla se levantaba espectral el bosque a la luz de la luna, y a través de la ligera agitación, a través de los confusos sonidos de aquel patio melancólico, el silencio de la tierra se le adentraba a uno en el mismísimo corazón: su misterio, su grandeza, la asombrosa realidad de su vida oculta. El negro herido se lamentaba débilmente en algún lugar cercano, y luego lanzó un profundo suspiro que hizo que mis pasos tomaran otra dirección. Sentí que una mano se introducía bajo mi brazo. “Mi querido señor —dijo el hombre—, no quiero ser malentendido, y especialmente por usted, que va a ver al señor Kurtz mucho antes de que yo pueda tener ese placer. No me gustaría que él se hiciera una idea falsa de mi disposición…”.
»Dejé continuar a aquel Mefistófeles de cartón piedra y me pareció que, si lo intentaba, podría atravesarle con mi dedo índice y no encontraría nada en su interior más que un poco de suciedad suelta, tal vez. Él, como podéis ver, había estado planeando convertirse pronto en ayudante de dirección bajo el hombre actual, y pude ver que la llegada del tal Kurtz les había trastornado un poco a los dos. Hablaba precipitadamente y no traté de detenerle. Yo tenía la espalda apoyada contra los restos de mi vapor, remolcado pendiente arriba como el cadáver de un gran animal de río. El olor del fango, del fango primitivo, ¡por Júpiter!, estaba en mis narices; y ante mis ojos, la profunda quietud del bosque primitivo; había manchas brillantes en la negra ensenada. La luna había tendido una fina capa de plata sobre todas las cosas —sobre la exuberante hierba, sobre el fango, por encima del muro de espesa vegetación que se levantaba a una altura mayor que el muro de un templo, por encima del gran río que yo veía brillar a través de una brecha oscura, brillar a medida que fluía en toda su anchura, sin un murmullo—. Todo esto era grandioso, expectante, mudo, mientras aquel hombre farfullaba acerca de sí mismo. Yo me preguntaba si la quietud en la faz de la inmensidad que nos miraba a los dos significaba una llamada o una amenaza. ¿Qué éramos nosotros que nos habíamos extraviado allí?, ¿podríamos dominar aquella “cosa” muda o nos dominaría ella a nosotros? Sentí lo grande, lo malditamente grande que era aquella “cosa” que no podía hablar y que tal vez era también sorda. ¿Qué había allí dentro? Podía ver salir de ella un poco de marfil y había oído decir que el señor Kurtz estaba allí. Había oído ya bastante sobre todo ello, ¡Dios es testigo! Sin embargo, por alguna razón no me sugería imagen alguna, igual que si me hubieran dicho que allí había un ángel o un demonio. Lo creí de la misma forma que alguno de vosotros podría creer que hay habitantes en el planeta Marte. En una ocasión conocí a un fabricante de velas de barco escocés que estaba seguro, absolutamente seguro, de que había habitantes en Marte. Cuando se le preguntaba acerca del aspecto que tenían y de cómo se comportaban, musitaba tímidamente algo sobre “caminar a cuatro patas”. Si se te ocurría siquiera sonreír, él, un hombre de sesenta años, se mostraba dispuesto a desafiarte. Yo no hubiera llegado a luchar por Kurtz, pero por él estuve