Las Grandes Novelas de Joseph Conrad. Джозеф Конрад
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Permaneció un rato en silencio.
—… No, es imposible; es imposible transmitir la sensación de vida de una época cualquiera de la propia existencia; lo que le confiere veracidad y significado, su esencia sutil y penetrante. Es imposible. Vivimos igual que soñamos: solos.
Hizo una nueva pausa, como si estuviera reflexionando; después continuó.
—Por supuesto, vosotros, amigos, veis más ahora de lo que yo podía ver entonces. Vosotros me veis a mí, y ya me conocéis…
La oscuridad se había hecho tan profunda que nosotros, los que escuchábamos, podíamos apenas vernos unos a otros. Desde hacía ya bastante tiempo, él, sentado aparte, no era para nosotros más que una voz. Nadie pronunció una sola palabra. Los otros tal vez estuvieran dormidos, pero yo estaba despierto. Escuchaba, escuchaba atentamente a la espera de la frase, de la palabra que me ayudara a comprender la lánguida inquietud que inspiraba esta narración, que parecía tomar forma, sin la ayuda de labios humanos, en el aire denso de la noche sobre el río…
—Sí; dejé que continuara —Marlow comenzó de nuevo— y que pensara lo que le viniera en gana sobre los poderes que estaban detrás de dormí. ¡Lo hice! ¡Y no había nada detrás de mí! No había nada aparte de aquel vapor viejo destrozado y miserable en el que estaba recostado, mientras él hablaba ininterrumpidamente acerca de «la necesidad de que cada uno siga adelante…». «Y cuando uno viene aquí, usted comprenderá no es para contemplar la luna». El señor Kurtz era un «genio universal», pero incluso para un genio sería más fácil trabajar con «instrumentos adecuados: con hombres inteligentes». Él no fabricaba ladrillos. ¿Por qué? Existían impedimentos físicos, como había podido constatar; y si trabajaba como secretario para el director era porque «ningún hombre sensato rechaza alegremente la confianza de sus superiores». ¿Lo comprendía yo? Lo comprendía. ¿Qué más quería? Lo que realmente quería yo eran remaches. ¡Santo cielo!, remaches para proseguir con mi trabajo, para tapar el agujero. Quería remaches. ¡Había cajas llenas de ellos en la costa, cajas amontonadas, reventadas, rotas! Tropezabas con remaches sueltos a cada paso que dabas en el recinto de aquella estación de la colina. Los remaches habían rodado hasta la arboleda de la muerte. Hubieras podido llenarte los bolsillos de remaches sin más molestia que la de agacharte, y en cambio no se encontraba ni uno donde había necesidad de ellos. Teníamos planchas que podían servir, pero nada con qué fijarlas. Y cada semana el mensajero, un negro solitario, partía de nuestra estación hacia la costa con la cartera al hombro y el cayado en la mano. Y varias veces por semana llegaba una caravana procedente de la costa con productos comerciales: un calicó horriblemente lustroso que con sólo mirarlo daba escalofríos, abalorios de cristal de a penique el cuarto, horribles pañuelos de algodón estampado. Y ningún remache. Tres porteadores podrían haber traído todo lo que necesitábamos para poner a flote aquel vapor.
»Empezaba a hacerme confidencias, pero me imagino que mi actitud poco receptiva le debió exasperar al fin, ya que juzgó necesario informarme de que él no temía ni a Dios ni al diablo y mucho menos a un simple hombre. Le dije que ya me había dado cuenta de eso, pero que lo que yo quería era una determinada cantidad de remaches; y que lo que el señor Kurtz realmente quería eran remaches, aun sin saberlo. Todas las semanas se mandaban cartas a la costa… “Mi querido señor —gritó—, escribo al dictado”. Yo pedía remaches. Existía una forma… para un hombre inteligente. Él cambió su actitud; se mostró muy reservado y, de repente, empezó a hablar acerca de un hipopótamo; se preguntaba si no me había molestado nada mientras dormía a bordo del vapor (yo me obstinaba noche y día en mi salvamento). Había un viejo hipopótamo que tenía la mala costumbre de salir a la orilla y vagar de noche por los terrenos de la estación. Los peregrinos solían salir todos en masa y descargar sobre él cuantos rifles estuvieran a su alcance. Algunos habían incluso pasado noches en vela por él. No obstante, toda esa energía había sido desperdiciada. “Ese animal está encantado —dijo—, pero en este país sólo se puede decir eso de las bestias. Ningún hombre, ¿me entiende?, ninguno de estos hombres está encantado”. Permaneció un momento allí de pie, a la luz de la luna, con su delicada nariz aguileña un poco torcida y sus ojos de mica brillando sin pestañear; después, con un brusco “Buenas noches”, se alejó a grandes zancadas. Pude observar que estaba molesto y considerablemente intrigado, lo cual me hizo sentirme más esperanzado de lo que había estado en muchos días. Sentí gran alivio al dejar a aquel hombre para volver a mi influyente amigo, el apaleado, torcido y arruinado vapor de hoja de lata. Subí a bordo. El barco crujía bajo mis pies como una caja vacía de galletas Huntley & Palmers a la que se hiciera rodar a puntapiés por un canalón; su estructura no era tan sólida y su forma era bastante más fea, pero le había dedicado tanto trabajo como para amarle. Ningún amigo influyente me habría sido de mayor utilidad. Me había deparado la oportunidad de revelarme un poco, de descubrir lo que era capaz de hacer. No, no me gusta el trabajo. Prefiero holgazanear mientras pienso en todas las cosas buenas que podrían hacerse. No me gusta el trabajo, a nadie le gusta, pero me gusta lo que hay en el trabajo; la oportunidad de encontrarse a uno mismo. Tu propia realidad (para ti mismo, no para los demás), lo que ningún otro hombre puede llegar a saber jamás. Ellos sólo pueden ver la representación, pero no pueden nunca saber lo que significa en realidad.
»No me sorprendió ver que había alguien sentado a popa en la cubierta, con las piernas colgando sobre el fango. Yo prefería mantener una relación estrecha con los pocos mecánicos que había en aquella estación, a los que los otros peregrinos, naturalmente, despreciaban, supongo que a causa de la rudeza de sus modales. Éste era el capataz, calderero de profesión, un buen trabajador. Era un hombre flaco, huesudo, de tez amarillenta y ojos grandes e intensos. Tenía aspecto de estar preocupado, y la cabeza tan calva como la palma de mi mano; pero sus cabellos, al caer, parecían haberse adherido a la barbilla y haber medrado en su nuevo emplazamiento, pues la barba le llegaba a la cintura. Era viudo y tenía seis hijos pequeños (los había dejado al cuidado de una hermana suya para venir aquí); la pasión de su vida eran las palomas mensajeras. Era un entusiasta y un experto. Desvariaba cuando hablaba de las palomas. Después de su jornada de trabajo solía venir, a veces, desde su cabaña para hablar de sus hijos y de sus palomas; cuando tenía que trabajar arrastrándose en el fango bajo el casco del vapor, ataba su barba en una especie de toalla blanca que traía con esa finalidad, y que tenía unas lazadas con las cuales se la sujetaba detrás de las orejas. Al atardecer se le podía ver agachado en la orilla, aclarando con sumo cuidado aquel envoltorio en la corriente y extendiéndolo después solemnemente sobre los arbustos para que se secara.
»Le di una palmada en la espalda y grité: “¡Vamos a tener remaches!”. Se puso en pie con dificultad y exclamó: “¡No! ¡Remaches!”, como si no pudiera dar crédito a sus oídos. Después dijo en voz baja: “¿Usted…, eh?”. No sé por qué nos comportábamos como locos. Coloqué un dedo sobre una de las paredes de mi nariz y moví la cabeza enigmáticamente. “¡Bravo!”, gritó, y chasqueó los dedos sobre su cabeza, levantando un pie. Probé a bailar. Hicimos cabriolas en la cubierta de hierro. Un estruendo horroroso salió de aquel casco, y la selva virgen, al otro lado de la corriente, lo devolvió en un redoble atronador sobre la estación soñolienta. Aquello debió hacer