Las Grandes Novelas de Joseph Conrad. Джозеф Конрад
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»Al atardecer del segundo día juzgamos que estábamos a unas ocho millas de la estación de Kurtz. Yo quería seguir adelante, pero el director adoptó una expresión grave y me dijo que la navegación a partir de aquel punto era tan peligrosa que sería aconsejable, puesto que el sol estaba ya muy bajo, esperar donde estábamos hasta la mañana siguiente. Por otra parte, subrayó que, si había que seguir la advertencia de acercarse con precaución, deberíamos hacerlo a la luz del día, no cuando oscurece, ni en plena oscuridad. Aquello era bastante sensato. Ocho millas significaban cerca de tres horas de navegación para nosotros y además yo podía ver pequeñas ondas sospechosas en el extremo superior del tramo. A pesar de todo, estaba contrariado hasta lo indecible por el retraso, y de la manera más irracional, puesto que después de tantos meses una noche más poco podía importar. Como teníamos leña en abundancia y el lema era precaución, eché el ancla en medio del río. El tramo era angosto, recto, con altos bordes, como terraplenes de ferrocarril. El crepúsculo fue deslizándose sobre él antes de que el sol se hubiera puesto. La corriente fluía mansa y rápidamente, pero una muda inmovilidad cubría las márgenes. Los árboles vivientes, aprisionados por las enredaderas y por cada uno de los arbustos vivientes de la maleza, podrían haber sido convertidos en piedras, hasta la rama más delgada, hasta la hoja más liviana. No era sueño; aquello parecía innatural, como un estado de trance. No podía oírse ninguna clase de ruido, ni aun el más débil. Uno miraba pasmado y empezaba a sospechar si no estaría sordo. En esto se hizo la noche repentinamente, y nos dejó también ciegos. Hacia las tres de la madrugada saltó un gran pez, y el fuerte choque del agua me hizo brincar como si un arma hubiera sido disparada. Cuando salió el sol había una niebla blanca, muy cálida y pegajosa, y más cegadora que la noche. Ni se movía ni avanzaba, simplemente estaba allí, rodeándole a uno como algo sólido. A las ocho o a las nueve, tal vez, se levantó como se levanta una persiana. Pudimos echar una ojeada a la multitud de altísimos árboles, a la inmensa y enmarañada selva sobre la que estaba suspendida la resplandeciente bola del sol, todo en perfecta quietud; y entonces la blanca persiana cayó de nuevo, suavemente, como escurriéndose por rieles engrasados. Ordené que la cadena, que habíamos comenzado a halar, fuera arrojada de nuevo. Antes de que terminara de correr, con su sordo rechinar, un grito, un grito muy fuerte, como de desolación infinita, se fue elevando lentamente en el aire opaco. Cesó. Un clamor quejumbroso, modulado en salvajes disonancias, llenó nuestros oídos. Lo inesperado de aquel grito hizo que el cabello se me erizara bajo la gorra. No sé qué impresión les causó a los demás; a mí me pareció como si la propia bruma hubiera gritado, tan repentinamente había surgido aquel ruido tumultuario y luctuoso, procedente, al parecer, de todas partes a la vez. Culminó en un estallido precipitado de chillidos excesivos y casi insoportables que al poco tiempo cesaron, dejándonos paralizados en una variedad de estúpidas posturas, y escuchando obstinadamente el silencio, casi igual de excesivo y espantoso. “¡Dios mío! ¿Qué significa…?”, balbució a mi lado uno de los peregrinos, un hombrecillo grueso, de pelo rubio y patillas pelirrojas, que llevaba botas con suela de goma y un pijama de color rosa remetido en los calcetines. Otros dos permanecieron boquiabiertos durante todo un minuto, y después se abalanzaron hacia la pequeña cabina, para volver a salir precipitadamente y sin control al instante y quedarse de pie lanzando miradas asustadas, apuntando con los Winchesters. Lo único que lográbamos ver era el vapor sobre el que nos hallábamos, su contorno borroso, como si estuviera a punto de disolverse, y una franja brumosa de agua, de quizá dos pies de anchura, a su alrededor; y eso era todo. El resto del mundo no estaba en parte alguna por lo que a nuestros ojos y oídos se refería. En parte alguna. Se había esfumado, desaparecido; había sido barrido sin dejar detrás ni un susurro ni una sombra.
»Me adelanté y ordené que acortaran la cadena, de forma que estuviéramos preparados a levar el ancla y poner el vapor en movimiento de inmediato, en caso de que fuera necesario. “¿Atacarán?”, susurró una voz atemorizada. “Harán una carnicería en nosotros con esta niebla”, murmuró otra voz. Los rostros se crispaban por la tensión, las manos temblaban ligeramente, los ojos ni siquiera pestañeaban. Tenía gran curiosidad por ver el contraste entre las expresiones de los hombres blancos y las de los muchachos negros de nuestra tripulación, que desconocían aquella parte del río tanto como nosotros, si bien su hogar se hallaba sólo a ochocientas millas de distancia. Los blancos, naturalmente muy desconcertados, tenían además el curioso aspecto de estar angustiosamente sobresaltados ante tan escandaloso tumulto. Los otros tenían una expresión expectante, de natural interés; pero sus rostros estaban esencialmente tranquilos, incluso el de aquellos —uno o dos— que sonreían mientras halaban la cadena. Algunos intercambiaban frases cortas refunfuñando, lo que parecía resolver el asunto a su gusto, Su jefe, un joven y fornido negro, austeramente ataviado con telas ribeteadas de color azul oscuro, con feroces aberturas nasales y el pelo hábilmente arreglado en grasientos bucles, estaba de pie junto a mí. “Ajá”, dije yo, como mera muestra de camaradería. “Cójales —contestó bruscamente, al tiempo que sus ojos se dilataban como inyectados en sangre y relampagueaba su afilada dentadura—, cójales. Dénoslos”. “A vosotros, ¿eh? —pregunté—; ¿y qué haríais con ellos?”. “Comérnoslos”, dijo secamente, y apoyando el codo sobre la barandilla dirigió su mirada hacia la niebla en una actitud solemne y profundamente pensativa. Yo, indudablemente, me habría quedado totalmente horrorizado de no haber pensado que tanto él como sus muchachos debían estar muy hambrientos, que su hambre debía de haber ido en aumento durante todo el último mes, por lo menos. Se les había contratado por seis meses (no creo que ninguno de ellos tuviera una idea clara del tiempo, como la tenemos nosotros, después de innumerables siglos. Ellos pertenecían todavía a los comienzos del tiempo; no habían heredado una experiencia que les enseñara, por decirlo de alguna forma). Y, por supuesto, mientras hubiera un trozo de papel escrito río abajo de acuerdo con una u otra clase de ley absurda, a nadie se le pasaba por la imaginación preocuparse de cómo vivían. Bien es verdad que ellos habían traído consigo un poco de carne de hipopótamo podrida, que de todas formas no podría haberles durado mucho, aunque los peregrinos no hubieran tirado por la borda buena parte de ella en medio de una lamentable algarabía. Parecía una forma de proceder despótica, pero en realidad se trataba de un caso de legítima defensa. No se puede estar oliendo a hipopótamo muerto al despertar, mientras se duerme, mientras se come, sin perder el precario apego a la existencia. Además de eso, ellos les habían venido dando cada semana tres trozos de alambre de latón, de unas nueve pulgadas de longitud cada uno, y se suponía que tenían que comprar sus provisiones con esa moneda en los poblados de la ribera. Os podéis imaginar cómo funcionaba aquello. O bien no había tales poblados, o la gente les era hostil, o el director, que como el resto de nosotros se alimentaba de conservas y, ocasionalmente, de algún cabrito de propina, no quería detener el vapor por una razón más o menos recóndita. De modo que, a menos que ellos se tragaran el alambre mismo o fabricaran lazos con ellos para atrapar a los peces, no veo de qué les podía servir ese extravagante salario. Debo decir que se les pagaba con una regularidad digna de una compañía mercantil grande y honorable. Por lo demás, la única cosa de comer (aunque no tenía el menor aspecto de ser comestible) que vi en su poder eran unos cuantos trozos de una sustancia parecida a una pasta medio cocida, de un color de lavanda sucia, que conservaban envueltos en hojas, y de los que de vez en cuando engullían un trozo, tan pequeño que parecía haber sido hecho más por la apariencia del objeto que con intención seria de sustento. Cuando ahora pienso en ello, me asombra por qué, en nombre de todos los atormentantes demonios del hambre, no nos atacaron (eran treinta contra cinco) y se dieron un buen atracón, aunque sólo fuera por una vez. Eran hombres corpulentos y vigorosos, sin demasiada capacidad de sopesar las consecuencias, con valor, con fuerza, incluso entonces, aunque su piel había dejado de ser lustrosa y sus músculos habían perdido su dureza. Y yo vi que alguna inhibición, alguno de esos secretos humanos que desafían la probabilidad, había entrado en juego allí. Yo les miré con un repentino aumento de interés, no porque pensara que podía ser devorado por ellos sin que pasara mucho tiempo, aunque confieso que sólo entonces me di cuenta (bajo una nueva luz, por así decirlo) del aspecto tan poco saludable