Las Grandes Novelas de Joseph Conrad. Джозеф Конрад

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Las Grandes Novelas de Joseph Conrad - Джозеф Конрад biblioteca iberica

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otro zapato voló hasta aquel endemoniado río. Pensé “¡Por Júpiter! Todo ha terminado. Llegamos demasiado tarde; él ha desaparecido; el don ha desaparecido por obra de alguna lanza, flecha o maza. Nunca oiré hablar a ese hombre, después de todo”. Y mi pesar tenía una emoción asombrosamente extravagante, tan grande como la que había observado en la ululante aflicción de aquellos salvajes entre los matorrales. En cierto modo no habría podido sentir mayor soledad y desolación si me hubieran despojado de una creencia o no hubiera alcanzado mi destino en la vida… ¿Por qué suspiras de esta forma atroz, quienquiera que seas? ¿Qué es absurdo? Bueno, es absurdo. ¡Santo Dios! ¿Acaso un hombre no debe nunca…? Eh, dadme un poco de tabaco…

      Hubo una pausa de profunda quietud, después una cerilla llameó, y el delgado rostro de Marlow apareció, fatigado, hundido, surcado por arrugas de arriba abajo y con los párpados caídos, con un aspecto de atención concentrada; y mientras daba vigorosas chupadas de la pipa, parecía avanzar y retroceder en la noche con el rítmico aleteo de la minúscula llama. La cerilla se apagó.

      —¡Es absurdo! —gritó—. Esto es lo peor de intentar contarlo. Aquí estáis todos, cada uno con dos buenas amarras, como un casco con dos anclas: con un carnicero en una esquina y un policía en la otra; excelente apetito y temperatura normal, ¿oís?, normal durante todo el año. Y decís ¡absurdo! ¡Al demonio con vuestro absurdo…! ¡Absurdo! Queridos compañeros, ¿qué podéis esperar de un hombre que acababa de arrojar por la borda un par de zapatos nuevos en un ataque de nervios? Ahora que pienso en ello, es sorprendente que no llorara. Estoy, en conjunto, orgulloso de mi entereza. Me aterraba la idea de haber perdido el inestimable privilegio de escuchar al tan dotado Kurtz. Por supuesto, estaba equivocado. El privilegio me estaba esperando. Oh sí, oí más que suficiente. Y tenía razón también. Una voz. Él era poco más que una voz. Y le oí… a él… a ello… esa voz… otras voces —todas ellas apenas si eran más que voces… y el recuerdo de aquella época persiste a mi alrededor, impalpable, como la agonizante vibración de un inmenso torrente de palabras, estúpido, atroz, sórdido, salvaje, o simplemente mezquino, sin ninguna clase de sentido. Voces, voces… incluso la misma chica… ahora…

      Permaneció en silencio durante un largo rato.

      —Al final conjuré el fantasma de su talento con una mentira —comenzó de repente—. ¡Chica! ¿He mencionado a una chica? Oh, ella está al margen de todo aquello por completo. Ellas (me refiero a las mujeres) están al margen de aquello, o deberían estarlo. Debemos ayudarlas a que permanezcan en su bello mundo, no sea que el nuestro empeore. Oh, ella tenía que estar al margen de aquello. Deberíais haber oído al cuerpo desenterrado de Kurtz diciendo: «Mi prometida». Entonces habríais percibido de forma directa hasta qué punto ella estaba al margen de aquello. ¡Y el altanero hueso frontal del señor Kurtz! Dicen que el pelo continúa creciendo a veces, pero este espécimen estaba impresionantemente calvo. La selva le había pasado la mano por la cabeza y, ¡ya veis!, quedó como una bola, una bola de marfil; le había acariciado y, ¡ahí le tenéis!, se había marchitado; la selva le había cautivado, le había amado, le había abrazado, había penetrado en sus venas, consumido su carne y unido su alma a la suya, por medio de inconcebibles ceremonias de algún rito de iniciación demoníaca. Él era su consentido y mimado favorito. ¿Marfil? Me imagino que sí. Montones, pilas de marfil. El viejo cobertizo de barro estaba lleno hasta los topes. Uno pensaría que no quedaba ya un solo colmillo sobre o bajo tierra en todo el país. «En su mayoría fósil», había observado el director desdeñosamente. No era más fósil de lo que pueda serlo yo; pero ellos lo llaman fósil cuando tienen que desenterrarlo. Parece ser que esos negros entierran a veces los colmillos; pero, evidentemente, no pudieron enterrar esta partida a suficiente profundidad como para salvar al dotado señor Kurtz de su destino. Nosotros llenamos de marfil todo el vapor y tuvimos que amontonar una buena cantidad en la cubierta. Así pudo verlo y disfrutar mientras lo podía ver, porque el aprecio de esta predilección le había acompañado hasta el final. Le deberíais haber oído decir: «Mi marfil». Oh, sí, yo le oí: «Mi prometida, mi marfil, mi estación, mi río, mi…», todo le pertenecía. Me hizo contener la respiración esperando que la selva estallara en estruendosas carcajadas, capaces de hacer temblar a las estrellas fijas. Todo le pertenecía, pero eso era una insignificancia. La cuestión era saber a qué pertenecía él, cuántos poderes de las tinieblas le reclamaban como suyo. Ésa era la reflexión que le hacía a uno estremecerse de arriba abajo. Era imposible, y tampoco era bueno, tratar de imaginárselo. Él se había colocado, literalmente, en un alto sitial entre los demonios de la tierra. No lo podéis entender, ¿cómo podríais entenderlo vosotros, que tenéis los pies sobre el sólido pavimento, que estáis rodeados de amables vecinos dispuestos siempre a prestaros ayuda o a caer sobre vosotros, que camináis delicadamente entre el carnicero y el policía, bajo el sagrado terror del escándalo, la horca y los manicomios? ¿Cómo podéis vosotros imaginaros a qué precisa región de los primeros tiempos pueden conducir a un hombre sus pies sin trabas, impulsados por la soledad (soledad absoluta, sin un solo policía), por el silencio (silencio absoluto, donde no se oye la voz consejera de amables vecinos susurrando acerca de la opinión pública)? Estas pequeñas cosas son las decisivas. En el momento en que desaparece, uno tiene que recurrir a su propia fuerza innata, a su capacidad de lealtad. Por supuesto, se puede ser demasiado estúpido para equivocarse; ser demasiado obtuso incluso para saber que los poderes de las tinieblas te están asaltando. Estoy seguro de que ningún insensato ha vendido jamás su alma al diablo: el insensato es demasiado insensato, o el diablo es demasiado diablo; no sé cuál de las dos cosas. O bien puede que se sea una criatura tan tremendamente exaltada como para ser completamente ciega y sorda a todo lo que no sean visiones y sonidos celestiales. En estos casos la tierra no es para uno más que un lugar donde estar; y no voy a pretender decidir si ser así es un inconveniente o una ventaja. Pero la mayoría de nosotros no somos ni una cosa ni otra. La tierra es, para nosotros, un lugar donde vivir, donde tenemos que soportar visiones, sonidos y también olores, ¡por Júpiter! Tenemos que respirar hipopótamo podrido, por así decirlo, sin contaminarnos. Y es ahí, ¿os dais cuenta?, donde entra en juego la fuerza, la fe en la propia capacidad de cavar discretamente agujeros donde enterrar la sustancia: el poder de dedicación, no a uno mismo, sino a una empresa oscura y agotadora. Y eso ya es suficientemente difícil. Creedme, no estoy tratando de disculpar, ni siquiera de explicar; estoy intentando entender al… señor Kurtz…, a la sombra del señor Kurtz. Ese fantasma surgido de detrás de la Nada me honró con su asombrosa confianza antes de desaparecer por completo. Y lo hizo porque podía hablar en inglés conmigo. El Kurtz original había sido educado en parte en Inglaterra, y, como él mismo era capaz de admitir, sus simpatías se hallaban en el lugar adecuado. Su madre era medio inglesa, su padre medio francés. Toda Europa contribuyó a hacer a Kurtz; y más tarde me enteré de que la Sociedad Internacional para la Supresión de las Costumbres Salvajes le había confiado, muy acertadamente, la redacción de un informe que les sirviera de guía en el futuro. Y además lo había escrito. Yo lo he visto. Lo he leído. Era elocuente, vibrante de elocuencia, pero era demasiado tenso, creo yo. ¡Había encontrado tiempo incluso para escribir diecisiete apretadas páginas! Pero esto debió de hacerlo antes de que sus nervios, digamos, le fallaran y le llevaran a presidir ciertas danzas nocturnas que terminaban en indescriptibles ritos, que, según pude colegir de mala gana en varias ocasiones, se le ofrecían a él, ¿entendéis?, al propio señor Kurtz. Pero se trataba de un hermoso escrito. Sin embargo, el primer párrafo me resulta ahora ominoso a la luz de ulteriores informaciones. Comenzaba con el argumento de que nosotros, los blancos, desde el nivel de desarrollo que hemos alcanzado, «tenemos, necesariamente, que parecerles (a los salvajes) seres sobrenaturales; nos acercamos a ellos con el mismo poder que una deidad», y así sucesivamente. «Por el simple ejercicio de nuestra voluntad podemos tener un poder benefactor prácticamente ilimitado», etc. A partir de ese punto se elevaba, y me arrastró con él. La peroración era magnífica, aunque difícil de recordar, ya sabéis. Me hacía imaginar una exótica Inmensidad gobernada por una augusta Benevolencia. Me hizo estremecer de entusiasmo. Éste era el ilimitado poder de la elocuencia, de las palabras, de las ardientes y nobles palabras. No había alusiones prácticas que interrumpieran la corriente mágica de las frases, a menos que una a modo de anotación al pie de la última página, evidentemente garabateada

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