Las Grandes Novelas de Joseph Conrad. Джозеф Конрад
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»¡Pobre insensato! Si hubiera dejado en paz aquel postigo… No tenía ningún autocontrol, ninguno… igual que Kurtz… era como un árbol mecido por el viento. En cuanto me hube puesto un par de zapatillas secas, le llevé a rastras afuera, después de haberle arrancado la lanza del costado, operación que confieso que realicé con los ojos bien cerrados. Sus dos talones saltaron a la vez sobre el pequeño escalón de la puerta; sus hombros oprimían mi pecho; le abracé por detrás con desesperación. ¡Oh! Era pesado, muy pesado; más pesado que ningún otro hombre sobre la tierra, me atrevería a decir. Luego le tiré por la borda sin más. La corriente lo atrapó como si fuera una brizna de hierba, y vi al cuerpo dar dos vueltas antes de perderle de vista para siempre. El director y todos los peregrinos se congregaron entonces en la cubierta entoldada, alrededor de la garita del timonel, parloteando unos con otros como una bandada de urracas excitadas, y hubo un murmullo escandalizado ante mi despiadada diligencia. No puedo imaginar para qué querían conservar aquel cuerpo por ahí rodando. Para embalsamarlo, tal vez. Pero también había oído otro murmullo, y muy ominoso, en la cubierta de abajo. Mis amigos los leñadores estaban igualmente escandalizados, y con mayor razón, aunque admito que la razón era en sí misma bastante inadmisible. ¡Oh, bastante! Yo había decidido que si mi difunto timonel había de ser devorado, sólo los peces lo harían. En vida había sido un timonel muy de segunda clase, pero ahora que estaba muerto podría haberse convertido en una tentación de primera clase, y causar posiblemente algún problema serio. Además, yo estaba ansioso por tomar el timón, ya que el hombre del pijama rosa había demostrado ser una nulidad sin esperanza en la materia.
»Eso es lo que hice en cuanto terminó el sencillo funeral. Íbamos a media máquina, manteniéndonos justo en el centro de la corriente, y yo escuchaba lo que se hablaba a mi alrededor. Daban por perdido a Kurtz, daban por perdida la estación; Kurtz estaba muerto y la estación había sido incendiada, y así sucesivamente. El peregrino pelirrojo estaba fuera de sí, con la idea de que al menos ese pobre Kurtz había sido debidamente vengado. “¿Qué opináis? Debemos haber hecho una buena matanza en la maleza. ¿Eh? ¿Qué pensáis? ¿Verdad que sí?”. Hasta bailaba el pequeño y sanguinario mendigo pelirrojo. ¡Y casi se desmayó cuando vio al herido! No pude evitar decir: “Han producido ustedes una fantástica humareda en todo caso”. Yo había visto, por el modo en que las copas de los arbustos crujían y se agitaban, que casi todos los disparos habían sido demasiado altos. No se puede hacer blanco en nada a menos que se apunte y se dispare con el arma apoyada en el hombro; pero aquellos individuos disparaban con el arma apoyada en la cadera y los ojos cerrados. La retirada, mantenía yo (y tenía razón) la había causado el pitido del silbato. Con esto se olvidaron de Kurtz y empezaron a vociferar protestas de indignación.
»El director estaba junto al timón, murmurando confidencialmente acerca de la necesidad de alejarnos lo más posible río abajo, de una manera u otra, antes de que oscureciera, cuando a lo lejos vi un claro en la orilla y el contorno de alguna clase de edificio. “¿Qué es eso?”, pregunté. Dio unas palmadas con asombro. “La estación”, gritó. Me pegué a la orilla inmediatamente, yendo todavía a media máquina.
»A través de mis gemelos vi la falda de una colina salpicada de árboles raros y enteramente libre de maleza. El largo y deteriorado edificio que había en la cima se hallaba medio sepultado por la alta hierba; los grandes agujeros del tejado puntiagudo mostraban su negra boca a lo lejos; la jungla y el bosque formaban el fondo. No había ni cerca ni valla de ninguna clase; pero, al parecer, había habido una, ya que cerca de la casa quedaban media docena de delgados postes en hilera, toscamente labrados, cuyos extremos estaban adornados por bolas talladas. La barandilla, o lo que quiera que hubiera habido de poste a poste, había desaparecido. Por supuesto, el bosque rodeaba todo aquello. La orilla estaba despejada, y junto al agua vi a un hombre blanco bajo un sombrero semejante a una rueda de carro, haciendo insistentemente señales con todo el brazo. Examinando el borde del bosque de arriba abajo, tuve casi la seguridad de poder ver movimientos, formas deslizándose aquí y allá. Seguí avanzando con prudencia y después paré las máquinas y dejé que la corriente empujara el barco hacia abajo. El hombre de la playa comenzó a gritar, instándonos a desembarcar. “Hemos sido atacados”, gritó el director. “Lo sé, lo sé. No pasa nada —gritó el otro en respuesta, tan alegre como podáis imaginaros—. Vengan. No pasa nada. Cuánto me alegro”.
»Su aspecto me recordaba algo que ya había visto, algo divertido que había visto en alguna parte. Mientras maniobraba para poner el barco de costado, me preguntaba a mí mismo: ¿A qué se parece ese individuo? De repente lo supe. Se parecía a un arlequín. Sus ropas estaban hechas de un tejido que probablemente había sido una holanda marrón, pero que ahora estaba cubierto de remiendos por todas partes; remiendos brillantes, azules, rojos y amarillos; remiendos por detrás, por delante, por los codos, por las rodillas, una tira de color alrededor de la chaqueta, bordes escarlata en la parte inferior de los pantalones; y la luz del sol le hacía aparecer extremadamente alegre y al mismo tiempo maravillosamente aseado, porque se podía apreciar con qué esmero habían sido hechos todos aquellos remiendos. Una cara infantil, imberbe, muy agradable, sin rasgos destacables, con la nariz pelada, pequeños ojos azules, sonrisas y ceños persiguiéndose por aquel semblante ingenuo, como la luz del sol y la sombra por una llanura barrida por el viento “¡Cuidado, capitán! —gritó—. Hay un tronco ahí desde la noche pasada”. ¿Qué? ¿Otro tronco? Confieso que blasfemé vergonzantemente sin ningún decoro. Había estado a punto de agujerear mi tullido trasto, como remate de aquel encantador viaje. El arlequín de la orilla alzó su nariz respingona hacia mí. “Inglés”, preguntó, todo sonrisas. “¿Y usted?”, grité desde el timón. La sonrisa desapareció y sacudió la cabeza como apenado por mi contrariedad. Después se le iluminó el rostro de nuevo. “¡No importa!”, gritó alentadoramente. “¿Llegamos a tiempo?”, pregunté. “Está allí arriba”, respondió, levantando la cabeza hacia la cima de la colina y adoptando de repente una expresión sombría. Su cara era como el cielo en el otoño, encapotado un momento y despejado el siguiente.
»Cuando el director, escoltado por los peregrinos, todos ellos armados hasta los dientes, hubo partido hacia la casa, aquel individuo subió a bordo. “Se lo digo, no me gusta esto. Esos indígenas están en la maleza”, le dije. Me aseguró vehementemente que todo estaba en orden. “Son gente simple —añadió—; bueno, me alegro