Las Grandes Novelas de Joseph Conrad. Джозеф Конрад
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»Dos peregrinos estaban discutiendo en apresurados susurros acerca de cuál de las dos orillas… “La izquierda”. “No, no; ¿cómo puede usted decir eso? La derecha, la derecha, por supuesto”. “Es muy serio —dijo la voz del director detrás de mí—. Me sentiría desolado si algo le sucediese al señor Kurtz antes de que llegáramos”. Le miré y no tuve la menor duda de que era sincero. Era justo el tipo de hombre que desearía siempre mantener las apariencias. Ése era su freno. Pero cuando murmuró algo acerca de continuar inmediatamente, no me tomé siquiera la molestia de contestarle. Yo sabía, y lo sabía él, que era imposible. En cuanto dejáramos de asirnos al fondo nos encontraríamos completamente en el aire, en el espacio. No hubiéramos podido decir a dónde nos dirigíamos, si estábamos remontando el río o navegando río abajo, o atravesándolo incluso, hasta que hubiéramos alcanzado una de las orillas. Y aun en ese caso no hubiéramos sabido en un primer momento de cuál se trataba. Naturalmente, no me moví. No tenía ganas de naufragar. No os podríais imaginar un lugar más siniestro para un naufragio. Tanto si nos ahogábamos en el acto como si no, era seguro que habríamos perecido todos rápidamente de una u otra forma. “Le autorizo a que se arriesgue cuanto sea necesario”, dijo él, después de un corto silencio. “Me niego a correr ningún riesgo”, dije yo con sequedad, que era exactamente el tipo de respuesta que él esperaba, aunque le pudo sorprender el tono. “Está bien, tengo que respetar su opinión. Usted es el capitán”, dijo él con notoria cortesía. Le volví la espalda para mostrar mi aprecio y miré hacia la niebla. ¿Cuánto iría a durar? La perspectiva era de lo más desesperada. El acceso hasta el tal Kurtz buscando afanosamente marfil en la maldita maleza estaba rodeado de tantos peligros como si se tratara de una princesa encantada durmiendo en un castillo fantástico. “¿Cree usted que atacarán?”, preguntó el director en tono confidencial.
»No pensaba que fueran a atacar por varias razones obvias. La espesa niebla era una. Si se alejaban de la orilla en sus canoas se perderían en ella, como nos ocurriría a nosotros si intentáramos movernos. Por otra parte, yo había juzgado que la jungla de ambas márgenes era absolutamente impenetrable (y, a pesar de ello, había allí ojos, ojos que nos habían visto). Los matorrales de la orilla eran realmente muy espesos; pero detrás, la maleza era evidentemente penetrable. No obstante, durante el corto ascenso yo no había visto canoas en ninguna parte del último tramo, y, desde luego, no a los costados del vapor. Pero lo que hacía inconcebible la idea de un ataque para mí era la naturaleza del ruido, de los gritos que habíamos oído. No tenían el carácter feroz que presagia una intención hostil inmediata. Inesperados, salvajes y violentos como habían sido, me habían producido una irresistible sensación de pesar. La visión momentánea del vapor había, por alguna razón, llenado a aquellos salvajes de una aflicción incontrolada. El peligro, si existía, expliqué, se derivaba de nuestra proximidad a una gran pasión humana desatada. Incluso el dolor más extremo puede desfogarse en última instancia en la violencia, pero más a menudo toma la forma de la apatía.
»¡Deberíais haber visto la mirada fija de los peregrinos! No tenían ánimos para sonreír, ni tampoco para insultarme, pero yo creo que pensaron que me había vuelto loco de miedo, tal vez. Les di una auténtica conferencia. Queridos amigos, de nada valía enojarse. ¿Mantenerse alerta? Bueno, os podéis imaginar que observaba la niebla en espera de síntomas de que fuera a levantar, como un gato observa a un ratón. Pero, para cualquier otra cosa, nuestros ojos eran tan poco útiles como si hubiéramos estado enterrados a millas de profundidad en un montón de algodón. Producía la misma sensación: opresiva, cálida, sofocante. Además, todo lo que dije, aunque sonara extravagante, era absolutamente cierto. Aquello a lo que después aludimos como si se hubiera tratado de un ataque fue en realidad un intento de rechazo. La acción distaba mucho de ser agresiva, no era siquiera defensiva, en el sentido usual: había sido emprendida bajo la tensión de la desesperación, y en esencia era puramente protectora.
»Se desarrolló, diría, dos horas después de que levantara la niebla, y su inicio tuvo lugar en un sitio aproximadamente a milla y media de la estación de Kurtz. Acabábamos de volver un recodo debatiéndonos en medio de sacudidas, cuando vi un islote, una pequeña colina cubierta de hierba de un verde brillante, en medio de la corriente. Era lo único que se veía, pero cuando nuestro horizonte se ensanchó, me di cuenta de que era la cabeza de un largo banco de arena, o más bien de una cadena de bancos poco profundos que se extendían a lo largo del centro del río. Estaban descoloridos, a flor de agua, y se veía todo el conjunto justo debajo de ella, exactamente igual que se ve la columna vertebral de un hombre a lo largo de su espalda, bajo la piel. Ahora, hasta donde a mí se me alcanzaba, me podía dirigir a la derecha o a la izquierda de aquello. No conocía ninguno de los canales, por supuesto. Las orillas tenían un aspecto bastante parecido, la profundidad parecía la misma; pero como me habían informado de que la estación estaba en el lado Oeste, naturalmente me dirigí al paso occidental.
»No habíamos acabado de entrar en él cuando advertí que era mucho más estrecho de lo que yo había supuesto. A nuestra izquierda estaba el largo e ininterrumpido bajío y a la derecha una alta y escarpada orilla, densamente poblada de matorrales. Por encima de la maleza los árboles se agolpaban en apretadas filas. Las ramas colgaban espesas por encima de la corriente, y de cuando en cuando el brazo de algún árbol se proyectaba inflexible sobre ella. Era ya bien entrada la tarde; el rostro de la selva era tenebroso y ya había caído sobre el agua una amplia franja de sombra. Dentro de ella navegábamos río arriba, muy lentamente, como podéis imaginar. Le hice virar todo lo que pude hacia la orilla, donde el agua era más profunda, según indicaba el palo de sonda.
»Uno de mis hambrientos y contenidos amigos estaba sondando desde la proa, justo debajo de mí. Este barco de vapor era exactamente como una gabarra cubierta. En la cubierta había dos casetas de madera de teca con puertas y ventanas. La caldera estaba en el extremo anterior y las máquinas en la popa. Por encima de todo ello había un techo ligero sostenido por puntales. La chimenea emergía de aquel techo, y delante de ella una pequeña cabina construida con tablas delgadas servía de garita del timonel. En su interior había un lecho, dos taburetes plegables, un Martini-Henry cargado apoyado en un rincón, una pequeña mesa y el timón. Tenía una amplia puerta delante con anchos postigos a cada lado. Normalmente todo ello estaba siempre abierto. Yo pasaba los días apoyado sobre la parte delantera de aquel tejado, delante de la ventana. Por la noche dormía, o lo intentaba, en el lecho. El timonel era un negro atlético procedente de una tribu costera y educado por mi desdichado predecesor. Lucía un par de pendientes de latón,