Las Grandes Novelas de Joseph Conrad. Джозеф Конрад
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»Pero no llegaron. En lugar de remaches tuvimos una invasión, un castigo, una visita. Llegó en secciones durante las tres semanas siguientes, cada sección encabezada por un asno sobre el que iba montado un hombre blanco vestido con ropa nueva y zapatos curtidos, que impartía reverencias a derecha e izquierda desde las alturas a los impresionados peregrinos. Una cuadrilla con aire belicoso, compuesta de ceñudos negros con los pies maltrechos, marchaba tras el asno; descargaban en el patio un montón de tiendas, taburetes de campaña, cajas de metal, cajones blancos y fardos marrones, y con ellos el aire de misterio se hacía aún más profundo sobre la confusión de la estación. Llegaron cinco de estas comitivas, con ese aire absurdo de huida desordenada, con el botín de innumerables talleres de pertrechos y almacenes de provisiones, que uno pensaría arrastraban hacia la selva, después de un ataque, para repartirlo equitativamente. Era una mezcla inextricable de cosas, decentes por sí mismas, pero que la locura humana hacía que parecieran el botín de un robo.
»Esta cuadrilla de adeptos se denominaba a sí misma Expedición de Exploración Eldorado, y creo que habían jurado guardar secreto. No obstante, su conversación era la de ávidos filibusteros: era temeraria sin osadía, avariciosa sin audacia y cruel sin valor; no había en todo el grupo ni un átomo de previsión o de seria deliberación, y no parecían darse cuenta de que esas cosas son necesarias para andar por el mundo. Su deseo era arrancar tesoros de las entrañas de la tierra, sin más propósito moral que el que puedan tener unos ladrones al forzar una caja fuerte. Ignoro quién pagaba los gastos de la noble empresa, pero el tío de nuestro director era el jefe del grupo.
»Su aspecto exterior era el de un carnicero de barrio bajo, y sus ojos tenían un aire de astucia soñolienta. Llevaba ostentosamente su obesa panza sobre sus cortas piernas, y durante el período en que su banda infestó la estación no habló con nadie aparte de su sobrino. Se les podía ver a los dos merodeando por allí todo el día con sus cabezas unidas en una interminable confabulación.
»Yo había dejado de preocuparme por los remaches. La capacidad de uno para esa clase de locuras es más limitada de lo que cabría suponer. Pensé: ¡al diablo!, y dejé correr las cosas. Tenía tiempo de sobra para meditar, y de vez en cuando me dedicaba a pensar en Kurtz. No estaba demasiado interesado en él. No. Sin embargo, sentía curiosidad por ver si este hombre, que había venido aquí equipado con ideas morales de alguna clase, llegaría a la cúspide después de todo, y qué haría una vez allí.
Capítulo II
»Una tarde, estando yo tumbado en la cubierta de mi vapor, oí unas voces que se aproximaban, y allí estaban el sobrino y el tío deambulando por la orilla. Recliné de nuevo la cabeza sobre el brazo, y ya me había quedado medio dormido cuando alguien dijo, casi en mi oído: “Soy tan inofensivo como un niño pequeño, pero no me gusta estar a las órdenes de nadie. Soy el director, ¿no es así? Se me ha ordenado enviarle allí. Es increíble…”. Me di cuenta de que los dos estaban de pie en la orilla al lado de la proa del vapor, justamente debajo de mi cabeza. No me moví; no se me ocurrió moverme: estaba medio dormido. “Es muy desagradable”, gruñó el tío. “Ha pedido a la Administración que le envíen aquí —dijo el otro— con la intención de demostrar de lo que era capaz; y a mí se me han dado instrucciones en ese sentido. Date cuenta de la influencia que debe tener ese hombre, ¿no es terrible?”. Los dos convinieron en que era terrible, después hicieron varias observaciones extrañas: “Hacer lluvia y buen tiempo…, un hombre…, el Consejo…, a su antojo…”, fragmentos de frases absurdas que vencieron mi somnolencia, de manera que ya había recuperado casi por completo la lucidez cuando el tío dijo: “El clima puede resolverte esa dificultad. ¿Está él solo allí?”. “Sí —respondió el director—; envió a su ayudante río abajo con una nota para mí en estos términos: ‘Eche a este pobre diablo del país y no se moleste en enviarme más de esta clase. Prefiero estar solo a tener junto a mí al tipo de hombres de que usted puede disponer’. Esto fue hace más de un año. ¿Puedes imaginarte semejante insolencia?”. “¿Algo más desde entonces?”, preguntó el otro, con voz ronca. “Marfil —respondió bruscamente el tío— a montones, y de primera clase, a montones. Sumamente fastidioso de su parte”. “¿Y con ello?”, preguntó la voz grave y sorda. “Factura”, fue la respuesta disparada, por así decirlo. Después un silencio. Habían estado hablando de Kurtz.
»Yo ya estaba bien despierto para entonces, pero como me hallaba comodísimamente tumbado, permanecí así, puesto que nada me inducía a cambiar de postura. “¿Cómo llegó ese marfil hasta aquí?”, refunfuñó el de más edad, que parecía muy enojado. El otro explicó que había venido con una flota de canoas a cargo de un oficinista inglés mestizo que Kurtz tenía con él; que Kurtz al parecer había tenido la intención de venir él mismo, ya que la estación estaba por aquella época escasa de mercancías y reservas, pero que, después de recorrer trescientas millas había decidido repentinamente volver atrás, lo que empezó a hacer él solo en una pequeña piragua con cuatro remeros, dejando que el mestizo continuara río abajo con el marfil. Los dos individuos parecían maravillados de que alguien intentara tal cosa. No lograban dar con un motivo que la justificara. En cuanto a mí, me pareció ver a Kurtz por primera vez. Lo vislumbré un instante: la piragua, cuatro salvajes remando y el blanco solitario volviendo de repente la espalda a la oficina central, al descanso, a la idea del hogar tal vez; dirigiendo su mirada hacia las profundidades de la selva, hacia su vacía y desolada estación. Yo no conocía el motivo. Tal vez era simplemente un tipo estupendo que se aferraba a su trabajo por amor a él. Su nombre, os dais cuenta, no había sido pronunciado ni una sola vez. Era “ese hombre”. Al mestizo, que por lo que pude ver había dirigido un difícil viaje con gran prudencia y valor, se hacía invariablemente alusión como a “ese canalla”. El “canalla” había informado de que el “hombre” había estado muy enfermo y no se había recuperado del todo…, los dos que estaban debajo de mí se alejaron unos pasos y pasearon de acá para allá a corta distancia. Oí: “Puesto militar… doctor… doscientas millas… completamente solo ahora… retrasos inevitables… nueve meses… sin noticias… extraños rumores”. Se acercaron otra vez, en el preciso momento en que el director estaba diciendo: “Nadie que yo sepa, salvo una especie de comerciante errante, un tipo pestífero, que arrebataba el marfil a los indígenas”. ¿Quién era ese del que hablaban ahora? Deduje de los fragmentos que se trataba de un hombre que debía estar en el distrito de Kurtz y que no agradaba al director. “No nos libraremos de la competencia desleal mientras no colguemos a uno de estos tipos para que sirva de ejemplo”, dijo. “Ciertamente —gruñó el otro—, ¡qué lo cuelguen! ¿Por qué no? En este país se puede hacer cualquier cosa, cualquier cosa. Eso es lo que yo digo; nadie puede aquí, entiendes, aquí, poner en peligro tu posición. ¿Y por qué? Tú soportas el clima; aguantas más que todos ellos. El peligro está en Europa; pero allí, antes de salir, me ocupé de que…”. Se apartaron y susurraron, pero después sus voces volvieron a elevarse. “La enorme serie de retrasos no es culpa mía. Hice lo que pude”. El hombre grueso suspiró. “Muy triste”. “Y el pestilente desatino de su conversación —continuó el otro—. Me molestaba muchísimo cuando estaba aquí. Cada estación debería ser como un faro en el camino hacia cosas mejores, un centro para el comercio, desde luego, pero también para la humanización, la mejora, la enseñanza”. “Imagínate, ¡ese asno! ¡Y quiere ser director! No, es…”. En ese momento le ahogó la excesiva indignación