Las Grandes Novelas de Joseph Conrad. Джозеф Конрад

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Las Grandes Novelas de Joseph Conrad - Джозеф Конрад biblioteca iberica

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rama: su sagaz pariente levantó la cabeza. “¿Has estado bien desde que saliste esta vez?”, preguntó. El otro se sobresaltó: “¿Quién, yo? Oh, estupendamente, estupendamente. Pero los demás, ¡oh, Dios mío! Todos enfermos. Además, se mueren tan deprisa, que no me da tiempo a enviarlos fuera del país, ¡es increíble!”. “Hum. Así es —gruñó el tío—. ¡Ah!, hijo mío, confía en esto; te lo digo, confía en esto”. Le vi extender esa corta aleta que tenía por brazo en un gesto que abarcó el bosque, la ensenada, el fango, el río; pareció hacer señal, en un deshonroso ademán ante el rostro de la tierra iluminado por el sol, de llamar engañosamente a la muerte acechante, al mal oculto, a la profunda oscuridad de su corazón. Era tan sobrecogedor que me puse en pie de un salto y volví a mirar al borde del bosque, como si esperara una respuesta de algún tipo a aquella negra muestra de confianza. Ya sabéis las ideas tan absurdas que se le ocurren a uno a veces. La profunda tranquilidad hacía frente a estas dos figuras con su ominosa paciencia, esperando a que pasara una invasión fantástica.

      »Blasfemaron juntos en voz alta, de puro miedo, creo yo, y después, fingiendo no saber nada de mi existencia, se dieron la vuelta camino de la estación. El sol estaba bajo; al inclinarse hacia adelante el uno junto al otro, parecían estar tirando fatigosamente colina arriba de sus dos ridículas sombras de diferente longitud, que se arrastraban detrás de ellos lentamente por encima de la alta hierba sin doblar ni una sola hoja.

      »En pocos días la Expedición de Eldorado se adentró en la paciente selva, que se cerró sobre ella como el mar se cierra sobre un buzo. Mucho después llegó la noticia de que todos los burros habían muerto. No sé nada acerca de la suerte que corrieron los animales menos valiosos. Sin duda, ellos, como el resto de nosotros, encontraron lo que se merecían. No investigué. Estaba en aquel momento bastante excitado con la perspectiva de conocer a Kurtz muy pronto. Cuando digo “muy pronto”, lo digo en sentido relativo: cuando llegamos a la orilla bajo la estación de Kurtz habían transcurrido exactamente dos meses desde el día en que dejamos la ensenada.

      »Remontar aquel río era regresar a los más tempranos orígenes del mundo, cuando la vegetación se agolpaba sobre la tierra y los grandes árboles eran los reyes. Un arroyo seco, un gran silencio, un bosque impenetrable. El aire era cálido, espeso, pesado, perezoso. No había júbilo alguno en la brillantez de la luz del sol. Los largos tramos del canal fluían desiertos hacia las distancias en penumbra. En los plateados bancos de arena, los hipopótamos y los caimanes tomaban juntos el sol. Las aguas al ensancharse fluían entre una multitud de islas arboladas; se podía uno perder en aquel río tan fácilmente como en un desierto y tropezarse durante todo el día con bancos de arena, tratando de dar con el canal, hasta que se creía uno hechizado y aislado para siempre de todo lo que se había conocido antes, en algún lugar, muy lejos, en otra existencia tal vez. Había momentos en que tu pasado volvía a ti, como ocurre a veces, cuando no tienes ni un momento de más para ti mismo; pero se presentaba en la forma de un sueño intranquilo y ruidoso, recordado con asombro entre las sobrecogedoras realidades de ese extraño mundo de plantas, agua y silencio. Y esta quietud de vida no se parecía en lo más mínimo a la paz. Era la quietud de una fuerza implacable que medita melancólicamente sobre una intención inescrutable. Miraba con aspecto vengativo. Más tarde me acostumbré a ella; ya no la veía, no tenía tiempo. Tenía que seguir adivinando el canal; tenía que distinguir, más que nada por inspiración, los indicios de bancos ocultos; me mantenía alerta por las posibles piedras hundidas; estaba aprendiendo a apretar de golpe los dientes antes de que mi corazón se escapara, cuando por chiripa pasaba rozando algún infernal y viejo obstáculo disimulado que habría arrancado la vida al vapor de hojalata y ahogado a todos los peregrinos; yo tenía que estar alerta a los indicios de madera seca que podíamos cortar durante la noche para alimentar las calderas al día siguiente. Cuando hay que prestar atención a cosas de ese tipo, a los meros incidentes de la superficie, la realidad —la realidad, os digo— se desvanece. La verdad interior está escondida; afortunadamente, afortunadamente. Pero yo la sentía a pesar de todo; sentía a menudo su misteriosa quietud observándome en mis travesuras, igual que os mira a vosotros, compañeros, actuando sobre vuestras respectivas cuerdas flojas por, ¿cuánto es?, media corona la voltereta.

      —Trata de ser educado, Marlow —refunfuñó una voz, y supe que al menos había un oyente despierto junto a mí.

      —Le ruego me perdone, olvidé la angustia que va incluida en el precio, y, en realidad, ¿qué importa el precio si la actuación es buena? Vosotros hacéis vuestros números muy bien. Y yo tampoco los hacía mal, puesto que me las arreglé para no hundir ese vapor en mi primer viaje. Todavía me asombra. Imaginaos a un hombre con los ojos vendados que se pone a conducir una furgoneta por una mala carretera. Aquel asunto me hizo sudar y temblar considerablemente, os lo puedo asegurar. Después de todo, para un hombre de mar arañar el fondo del objeto que debe flotar todo el tiempo que está bajo su cuidado es el pecado imperdonable. Puede que nadie lo sepa, pero el golpazo nunca se olvida, ¿eh? Es un golpe en el mismísimo corazón. Lo recuerdas, sueñas con él, te despiertas a media noche y piensas en él, años más tarde, y sientes sudores y escalofríos por todo el cuerpo. No pretendo decir que aquel vapor flotara todo el tiempo. Más de una vez tuvo que vadear durante un rato, con veinte caníbales chapoteando alrededor y empujando. Habíamos enrolado varios de esos hombres a modo de tripulación. Buenos hombres, caníbales, en su lugar. Eran hombres con los que se podía trabajar y les estoy agradecido; y después de todo no se devoraban unos a otros en mi presencia: habían traído consigo una provisión de carne de hipopótamo que se pudrió e hizo que el misterio de la selva hediera en mis narices. ¡Puf! Todavía puedo olerlo. Llevaba a bordo al director y a tres o cuatro peregrinos con sus cayados, todo completo. A veces nos tropezábamos con una estación cercana a la orilla, pegada a las faldas de lo desconocido, y los hombres blancos, que salían a toda prisa de una cabaña destartalada, con grandes gestos de alegría, sorpresa y bienvenida, parecían muy extraños: daba la impresión de que un hechizo los tenía cautivos allí. La palabra marfil resonaba durante un rato en el aire y luego volvíamos al silencio, a lo largo de extensiones vacías, doblando los mansos recodos, entre los altos muros de nuestra sinuosa ruta, mientras el pesado golpe del timón reverberaba en huecos palmoteos. Árboles, árboles, millones de árboles, masivos, inmensos, que trepaban hacia lo alto; y a sus pies, apretujando la orilla contra la corriente, se arrastraba el pequeño vapor tiznado, como lo hace un perezoso escarabajo por el suelo de un grandioso pórtico. Le hacía sentir a uno muy pequeño, muy perdido. Y, sin embargo, ese sentimiento no era del todo deprimente. Después de todo, aunque fueras pequeño, el mugriento escarabajo seguía arrastrándose, que era exactamente lo que se pretendía que hiciera. Hacia dónde se imaginaban los peregrinos que se deslizaba, eso ya no lo sé. Apuesto a que hacia algún lugar donde esperaban obtener algo… Para mí, reptaba hacia Kurtz, exclusivamente; pero cuando las tuberías del vapor comenzaron a tener fugas, nos deslizamos muy lentamente. Las extensiones de agua se abrían ante nosotros y se cerraban a nuestra espalda como si el bosque se hubiera adentrado tranquilamente en el agua para obstruir nuestro camino de regreso. Penetramos más y más en el corazón de la oscuridad. Reinaba un gran silencio allí. A veces, por la noche, el redoble de los tambores, detrás de la cortina de árboles, remontaba el río y permanecía ininterrumpido, pero débil, como flotando en el aire, en lo alto, por encima de nuestras cabezas, hasta el alba. Si aquello significaba guerra, paz u oración, es algo que no hubiéramos podido decir. Las auroras eran anunciadas por el descanso de una fría quietud; los leñadores dormían, sus fuegos ardían débilmente; el chasquido de una ramita le habría sobresaltado a uno. Éramos vagabundos en tierra prehistórica, en una tierra que tenía el aspecto de un planeta desconocido. Podíamos haber soñado que éramos los primeros hombres que tomaban posesión de una herencia maldita que debía ser sometida al precio de una profunda angustia y de enorme esfuerzo. Pero de pronto, cuando luchábamos por doblar un recodo, vislumbrábamos momentáneamente unas paredes de juncos, unos techos de hierba puntiagudos, un estallido de alaridos, un revuelo de extremidades negras, una masa de manos dando palmadas, de pies pateando, de cuerpos tambaleándose, de ojos girando bajo la inclinación del pesado e inmóvil follaje. El vapor avanzaba penosa y lentamente al borde de un negro e incomprensible frenesí. El hombre prehistórico nos estaba maldiciendo, suplicando, dándonos

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