Las Grandes Novelas de Joseph Conrad. Джозеф Конрад
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»Un leve tintineo a mi espalda me hizo volver la cabeza. Seis negros avanzaban en fila, subiendo fatigosamente por el sendero. Caminaban erguidos y despacio, manteniendo en equilibrio sobre sus cabezas pequeñas cestas llenas de tierra, y el tintineo seguía el ritmo de sus pasos. Sus ijares estaban envueltos en negros harapos, cuyos cortos extremos se movían a su espalda de un lado a otro, como si fueran rabos. Se les notaban todas las costillas; las articulaciones de sus miembros parecían nudos de una cuerda; todos llevaban un collar de hierro alrededor del cuello y estaban unidos por una cadena cuyas cuelgas oscilaban entre ellos, tintineando rítmicamente. Otro estampido desde el acantilado me hizo pensar repentinamente en aquel barco de guerra que había visto disparar al continente. Era el mismo tipo de voz ominosa; pero ni con el mayor esfuerzo de la imaginación se podía llamar enemigos a estos hombres. Se les llamaba criminales, y la ultrajada ley, al igual que los proyectiles que estaban estallando, les había llegado del mar, como un misterio insoluble. Todos sus enjutos pechos jadearon al unísono, sus narices violentamente dilatadas temblaron, sus ojos miraron fija y fríamente a lo alto de la colina. Pasaron a menos de seis pulgadas de mí, sin lanzar ni una mirada, con esa total y mortal indiferencia propia de salvajes infelices. Detrás de esta materia prima uno de los asimilados, el producto de las nuevas fuerzas en acción, se paseaba abatido, sosteniendo un rifle por el medio. Vestía una chaqueta de uniforme a la que le faltaba un botón, y en cuanto vio a un hombre blanco en el camino, se llevó el arma al hombro con presteza. Era simple prudencia, puesto que como todos los hombres blancos se parecen tanto desde lejos, él no habría podido saber quién era yo. Se tranquilizó rápidamente, y con una amplia, blanca e indigna mueca y una ojeada a su cargamento pareció tomarme como socio en su exaltada confianza. Después de todo, también yo formaba parte de la grandiosa causa de estas altas y justas acciones.
»En lugar de seguir subiendo, di la vuelta y bajé por la izquierda. Mi intención era perder de vista a aquella cadena de presidiarios antes de escalar la colina. Ya sabéis que no soy particularmente tierno; he tenido que golpear y que esquivar golpes; he tenido que resistir y que atacar en ocasiones (que es sólo una forma de resistir) sin calcular el precio exacto, de acuerdo con las exigencias del tipo de vida en la que había caído. He visto el demonio de la violencia, el demonio de la avaricia, el demonio del deseo ardiente; pero ¡por todas las estrellas!, eran demonios fuertes, vigorosos, con los ojos inyectados, que dominaban y manejaban hombres; hombres, os digo. Pero cuando estaba de pie en aquella ladera presentí que, bajo la luz cegadora de aquella tierra, iba a conocer un demonio flácido, pretencioso y de ojos apagados, de una locura rapaz y despiadada. Cuán incordiante podía llegar a ser además, no lo iba yo a descubrir hasta varios meses más tarde, mil millas más adelante. Por un momento permanecí de pie horrorizado como por una advertencia. Al fin descendí la colina, oblicuamente, hacia los árboles que había visto.
»Evité un gran hoyo artificial que alguien había estado cavando en la pendiente, y cuya finalidad me fue imposible adivinar. De todas formas no era ni una cantera ni un arenal. Era un simple agujero. Podía guardar relación con el deseo filantrópico de proporcionar a los malhechores algo que hacer. No lo sé. Después estuve a punto de caer en un estrecho barranco, apenas una cicatriz en la colina. Descubrí que allí habían sido arrojados un montón de tubos de desagüe importados para el asentamiento. No había ni siquiera uno que no estuviera roto. Era un destrozo gratuito. Al fin llegué al pie de los árboles. Tenía la intención de pasear un rato por la sombra, pero tan pronto como estuve allí me pareció haber penetrado en el tenebroso círculo de algún Infierno. Las cascadas de agua estaban cerca, y un ruido ininterrumpido, uniforme, rápido e impetuoso llenaba con un misterioso sonido la lúgubre quietud de la arboleda en la que no se agitaba ni un hálito ni se movía una sola hoja, como si repentinamente el paso desgarrante de la tierra propulsada se hubiera hecho audible.
»Se veían negras sombras acurrucadas, tumbadas, sentadas entre los árboles, apoyándose en los troncos, asiéndose a la tierra, apenas visible en la débil luz, en todas las posturas del dolor, el abandono y la desesperación. Otra mina hizo explosión en el acantilado, seguida de un ligero temblor de tierra bajo mis pies. El trabajo continuaba. ¡El trabajo! Y éste era el lugar donde algunos de los ayudantes se habían retirado a morir.
»Estaban muriendo lentamente, estaba muy claro. No eran enemigos, no eran malhechores, ahora no eran nada terrenal; nada más que sombras negras de enfermedad e inanición que yacían confusamente en la penumbra verdusca. Traídos desde todos los lugares recónditos de la costa con toda la legalidad de contratos temporales, perdidos en un medio inhóspito, sometidos a una alimentación a la que no estaban acostumbrados, se volvían ineficientes, enfermaban, y se les permitía entonces retirarse a rastras y descansar. Esas sombras moribundas eran libres como el aire y casi tan delgadas como él. Empecé a distinguir el brillo de sus ojos bajo los árboles. Entonces, mirando hacia abajo, vi un rostro junto a mi mano. Los negros huesos estaban recostados en toda su longitud con un hombro contra el árbol. Lentamente los párpados se levantaron y los hundidos ojos me miraron enormes y vacíos, una especie de ciego y blanco aleteo en las profundidades de las órbitas, que se desvaneció lentamente. El hombre parecía joven, casi un muchacho, pero ya sabéis que con esa gente es difícil de decir. No se me ocurrió otra cosa que ofrecerle una de las galletas del barco del sueco que tenía en el bolsillo. Sus dedos se cerraron lentamente sobre ella y la sostuvieron; no hubo ningún otro movimiento ni ninguna otra mirada. Había atado un trozo de estambre blanco alrededor de su cuello. ¿Por qué? ¿Dónde lo había conseguido? ¿Era un distintivo, un adorno, un amuleto, un acto propiciatorio? ¿Tenía ello conexión con alguna idea? Ese trozo de hilo blanco del otro lado de los mares tenía un aspecto sobrecogedor alrededor de su cuello negro.
»Cerca del mismo árbol había otros dos manojos de ángulos agudos sentados con las piernas encogidas. Uno, con la barbilla apoyada en las rodillas, tenía la mirada perdida de una forma intolerable y espantosa; su fantasma hermano apoyaba la frente, como vencido por una gran fatiga, y a su alrededor había otros desparramados en todas las posiciones imaginables de postración contorsionada, como en un cuadro de una matanza o de una epidemia. Mientras yo permanecía de pie, paralizado por el horror, una de estas criaturas se incorporó sobre sus manos y rodillas y se fue a gatas hacia el río a beber. Bebió de su mano a lametadas, después se sentó al sol, cruzando la parte inferior de sus piernas, y al cabo de un rato dejó caer su lanosa cabeza sobre su esternón.
»No quería seguir holgazaneando en la sombra y me dirigí apresuradamente hacia la estación. Cuando estaba cerca de los edificios me encontré con un hombre blanco, en una elegancia de atuendo tan inesperada, que en el primer momento le tomé por una especie de visión. Vi un cuello almidonado, unos puños blancos, una chaqueta de alpaca, unos pantalones blancos como la nieve, una corbata clara y unas botas embetunadas. No llevaba sombrero. Pelo a raya, cepillado, con brillantina, bajo una sombrilla forrada de verde, sostenida por una gran mano blanca. Era algo asombroso y tenía un portaplumas detrás de la oreja.
»Estreché la mano de este milagro y supe que era el jefe de contabilidad de la compañía y que toda la teneduría de libros se hacía en esa estación. Había salido un momento “a tomar el fresco”. La expresión sonaba extraordinariamente rara, con una insinuación de sedentaria vida de oficina. No os habría mencionado a este sujeto en absoluto, de no ser porque de sus labios oí por primera vez el nombre de la persona que está tan indisolublemente ligada a los recuerdos de aquel tiempo. Por otra parte, sentía respeto por este hombre. Sí, sentía respeto por sus cuellos, sus anchos puños, su pelo cepillado. Su aspecto era sin duda el de un maniquí de peluquero, pero en la gran desmoralización de aquellas tierras mantenía su apariencia. Eso se llama firmeza. Sus cuellos almidonados y tiesas pecheras eran logros de carácter. Llevaba fuera cerca de tres años, y más tarde no pude evitar preguntarle cómo se las arreglaba para lucir semejante ropa. Se sonrojó ligerísimamente, y dijo con modestia: “He estado enseñando a una de las nativas de cerca de la estación. Fue difícil. Tenía aversión por el trabajo”.