Las Grandes Novelas de Joseph Conrad. Джозеф Конрад

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Las Grandes Novelas de Joseph Conrad - Джозеф Конрад biblioteca iberica

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sobre la ciudad mayor y más grande de la tierra.

      El director de las compañías era nuestro capitán y nuestro anfitrión. Nosotros cuatro observábamos su espalda con afecto, mientras se mantenía de pie en la proa mirando hacia el mar. No había nada en todo el río que tuviera un aspecto tan náutico. Parecía un práctico, que es lo más digno de confianza que hay para un marinero. Era difícil hacerse a la idea de que su trabajo no estaba allí fuera, en el estuario luminoso, sino detrás, en la ominosa penumbra.

      Entre nosotros existía, como ya he dicho en algún lugar, el vínculo de la mar, que, además de mantener unidos nuestros corazones durante largos períodos de separación, tenía la virtud de hacernos tolerantes para con las historias, e incluso las convicciones, de cada cual. El abogado —el mejor de los viejos compañeros— tenía, debido a sus muchos años y virtudes, la única almohada de la cubierta, y estaba echado en la única manta. El contable había sacado ya un dominó, y jugaba formando pequeñas construcciones con las fichas. Marlow estaba sentado en popa con las piernas cruzadas, apoyado en el palo de mesana. Tenía las mejillas hundidas, la tez amarillenta, la espalda erguida, aspecto de asceta, y, con los brazos colgando y las palmas de las manos hacia afuera, parecía un ídolo. Una vez comprobado que la embarcación estaba bien anclada, el director se dirigió a popa y se sentó entre nosotros. Intercambiamos unas palabras perezosamente. Después todo quedó en silencio a bordo del yate. Por alguna razón no iniciamos la partida de dominó. Nos sentíamos meditabundos, incapaces de hacer nada, excepto dejar vagar nuestra mirada plácidamente. El día se acababa en una serenidad de tranquila e intensa brillantez. El agua relucía apacible; el cielo, sin una mancha, era una dulce inmensidad de luz inmaculada; incluso la bruma sobre las marismas de Essex era como un tejido radiante y transparente, colgado de las boscosas colinas del interior y revistiendo las costas bajas de pliegues diáfanos. Sólo la oscuridad al Oeste, cerniéndose sobre el curso alto del río, se hacía más sombría por instantes, como irritada por la proximidad del sol.

      Y por fin, en su caída curvada e imperceptible, el sol descendió, y de un resplandeciente blanco pasó a un rojo opaco, sin rayos y sin calor, como si estuviera a punto de extinguirse, herido de muerte por el contacto con aquella penumbra que se cernía sobre una multitud de hombres.

      En seguida sobrevino un cambio sobre las aguas, y la serenidad se hizo menos brillante, pero más profunda. El viejo río permanecía imperturbable en toda su extensión ante el ocaso del día, después de siglos de buenos servicios prestados a la vieja raza que poblaba sus orillas, extendiéndose con la tranquila dignidad de una vía de agua que conduce a los más remotos rincones de la tierra. Contemplábamos la venerable corriente, no en el rápido flujo de un breve día que llega y se va para siempre, sino bajo la majestuosa luz de recuerdos permanentes. Y, en efecto, no hay nada más fácil para un hombre que, como suele decirse, «ha seguido al mar» con reverencia y afecto, que evocar el gran espíritu del pasado en el curso bajo del Támesis. La marea sube y baja en su incesante servicio, poblada de recuerdos de hombres y barcos que condujo al reposo del hogar o a las batallas del mar. Había conocido y servido a todos los hombres de los que la nación se enorgullece, desde sir Francis Drake hasta sir John Franklin, caballeros todos ellos, con o sin títulos de nobleza: grandes caballeros errantes del mar. Había transportado a todos los barcos cuyos nombres son como piedras preciosas brillando en la noche de los tiempos, desde el Golden Hind, que regresaba con sus curvados flancos llenos de tesoros para ser visitado por Su Majestad la Reina y así desaparecer de la gigantesca aventura, hasta el Erebus y el Terror, ocupados en otras conquistas, y que nunca regresaron. Había conocido los barcos y los hombres. Habían partido de Deptford, de Greenwich, de Erith. Aventureros y colonos; naves reales y naves de la casa de Contratación; capitanes, almirantes; oscuros «traficantes» del comercio con Oriente, «generales» comisionados de las flotas de las Indias Orientales. Buscadores de oro o perseguidores de gloria, todos habían zarpado en esa corriente, empuñando la espada, y a menudo la antorcha, mensajeros del poder de la nación, portadores de una chispa de fuego sagrado. ¡Qué grandeza no habrá flotado en el flujo de ese río hacia el misterio de una tierra desconocida!… Los sueños de los hombres, la semilla de las colonias, el germen de los imperios.

      El sol se puso; el crepúsculo descendió sobre el río, y empezaron a aparecer luces a lo largo de la costa. El faro de Chapman, un objeto de tres patas erigido sobre un llano pantanoso, brillaba intensamente. En el canalizo se movían luces de barcos; una gran agitación de luces que subían y bajaban. Y más hacia el Oeste, en el curso alto del río, el lugar de la monstruosa ciudad estaba aún señalado ominosamente en el cielo, una sombra amenazadora a la luz del sol, un lóbrego resplandor bajo las estrellas.

      —Y éste también —dijo Marlow de repente— ha sido uno de los lugares oscuros de la tierra.

      Era el único de nosotros que todavía «seguía a la mar». Lo peor que se podía decir de él era que no representaba a su clase. Era marino, pero también vagabundo, mientras que la mayoría de los marinos suelen llevar, si se puede decir así, una vida sedentaria. Son de espíritu hogareño, y su casa, el barco, está siempre con ellos, como también lo está su patria, el mar. Un barco se asemeja mucho a otro, y el mar es siempre el mismo. En la inmutabilidad de lo que les rodea, las costas extranjeras, las caras extranjeras, la cambiante inmensidad de la vida resbalan sobre ellos, velados no por una sensación de misterio, sino por una ignorancia ligeramente desdeñosa, ya que no hay nada que resulte misterioso a un marino, salvo la propia mar, que es la dueña de su existencia y tan inescrutable como el destino. Por lo demás, después de su jornada de trabajo, un despreocupado paseo o una borrachera accidental en tierra bastan para desvelarle los secretos de todo un continente, y con frecuencia descubre que el secreto no vale la pena. Las historias de los marinos son de una simplicidad directa, cuyo significado cabe todo en una cáscara de nuez. Pero Marlow no era un caso típico (si se exceptúa su propensión a contar historias), y para él el significado de un episodio no se hallaba dentro, como el meollo, sino fuera, envolviendo el relato, que lo ponía de manifiesto sólo como un resplandor pone de manifiesto a la bruma, a semejanza de uno de esos halos neblinosos que se hacen visibles en ocasiones por la iluminación espectral de la luna.

      Su observación no nos sorprendió en absoluto. Era muy propia de él. Fue aceptada en silencio. Nadie se tomó siquiera la molestia de murmurar, y al instante dijo, muy despacio:

      —Estaba pensando en tiempos remotos, cuando los romanos vinieron aquí por vez primera, hace mil novecientos años, el otro día… Surgió la luz de este río a partir de entonces. ¿Decís, caballeros? Sí, fue como una llamarada que se propaga en la llanura, como un relámpago entre las nubes. Vivimos en ese aleteo de la llama, ¡ojalá dure mientras la tierra siga girando! Pero aquí había oscuridad tan sólo ayer. Imaginaos los sentimientos del comandante de un espléndido, ¿cómo se llama?, trirreme en el Mediterráneo, que es enviado súbitamente al Norte; transportado por tierra a través de las Galias a toda prisa; puesto a cargo de uno de esos barcos que los legionarios (y debían ser un considerable número de hombres hábiles) construían, al parecer, a centenares, en uno o dos meses, si podemos dar crédito a lo que leemos. Imagináoslo aquí, en el mismísimo fin del mundo, un mar del color del plomo, un cielo del color del humo, un barco tan rígido como una concertina, navegando río arriba con provisiones, u órdenes, o lo que fuera. Bancos de arena, marismas, bosques salvajes; bien poco que comer para un hombre civilizado, nada que beber salvo el agua del Támesis. Sin vino de Falerno, ni posibilidad de desembarcar. Aquí y allá un campamento militar perdido en la selva, como una aguja en un pajar; frío, niebla, tempestades, enfermedades, exilio y muerte; la muerte acechando en el aire, en el agua, en la maleza. Debieron morir como moscas. Oh, sí, lo hizo. Y lo hizo muy bien, sin duda, sin pensar mucho en ello, excepto quizá después, para jactarse de lo que había hecho en su vida. Eran lo bastante hombres como para afrontar las tinieblas. Y quizá le alentaba pensar en la posibilidad de un ascenso a la flota de Rávena más tarde, si tenía buenos amigos en Roma y sobrevivía al horrible clima. O pensad en un joven y honrado ciudadano vistiendo una toga (a quien quizá le gusta el juego demasiado, ya sabéis) y que llega aquí en la comitiva de algún prefecto

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