Las Grandes Novelas de Joseph Conrad. Джозеф Конрад

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Las Grandes Novelas de Joseph Conrad - Джозеф Конрад biblioteca iberica

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Sin duda había sobrevenido una catástrofe. La gente había desaparecido. El pánico había dispersado a hombres, mujeres y niños por entre la maleza y ya no habían regresado. Tampoco sé qué fue de las gallinas. Supongo que, en cualquier caso, la causa del progreso las atrapó. No obstante, gracias a este glorioso asunto, obtuve el cargo antes de que hubiera empezado siquiera a esperarlo.

      »Me lancé como un loco a prepararlo todo, y en menos de cuarenta y ocho horas estaba cruzando el Canal para presentarme antes mis patronos y firmar el contrato. En muy pocas horas llegué a una ciudad que siempre me hace pensar en un sepulcro blanqueado. Un prejuicio, sin duda. No tuve ninguna dificultad en encontrar las oficinas de la compañía. Eran lo más grande de toda la ciudad, y toda la gente que encontré no hablaba de otra cosa. Iban a regir un Imperio en Ultramar y a hacer mucho dinero con el comercio.

      »Una calle estrecha y desierta, en profunda oscuridad, casas altas, innumerables ventanas con persianas, un silencio sepulcral, hierba despuntando entre las piedras, imponentes arcos a derecha e izquierda, grandes y pesadas puertas de doble hoja entreabiertas. Me deslicé por una de estas rendijas, subí una escalera barrida y sin adornos, tan árida como un desierto, y abrí la primera puerta con que me topé. Dos mujeres, una gruesa y la otra delgada, estaban sentadas en sillas con asiento de paja, haciendo punto con lana negra. La delgada se levantó y caminó derecha hacia mí, ocupada aún en su trabajo y con la mirada baja, y sólo cuando empecé a pensar en apartarme de su camino, como se haría con un sonámbulo, se irguió y levantó la mirada. Su vestido era tan liso como la funda de un paraguas; se volvió sin decir palabra y me condujo a una sala de espera. Di mi nombre y miré a mi alrededor. Una mesa de pino en el centro, sillas austeras a lo largo de las paredes y, en un extremo, un gran mapa reluciente, marcado con todos los colores del arco iris. Había una buena cantidad de rojo, agradable de ver en cualquier momento, porque siempre indica que allí se está realizando un trabajo serio; un montón de azul, un poco de verde, salpicaduras de color naranja y, en la costa Este, una mancha violeta para indicar dónde beben cerveza los joviales pioneros del progreso. No obstante, yo no me dirigía a ninguno de esos colores. Iba al amarillo. Al centro mismo. Y el río estaba allí, fascinante, mortífero como una serpiente. ¡Ah! Se abrió una puerta, apareció la cabeza canosa de un secretario con expresión compasiva, y un flaco dedo índice me invitó al santuario. Estaba escasamente iluminado, y un pesado escritorio invadía el centro de la habitación. Desde detrás de este mueble apareció una pálida corpulencia dentro de una levita: el gran hombre en persona. Calculo que debía medir algo más de cinco pies seis pulgadas, y tenía en sus manos el control de incontables millones. Me dio la mano, me imagino; murmuró vagamente; estaba satisfecho con mi francés. Bon voyage.

      »Unos cuarenta y cinco segundos más tarde me encontré otra vez en la sala de espera con el compasivo secretario, que, lleno de desolación y sentimiento, me hizo firmar un documento. Supongo que me comprometí, entre otras cosas, a no revelar ningún secreto comercial. Bueno, no pienso hacerlo.

      »Empecé a sentirme algo incómodo. Sabéis que no estoy acostumbrado a semejantes ceremonias, y había algo amenazador en el ambiente. Era como si hubiera entrado a formar parte de una conspiración, no sé, algo que no estaba demasiado bien, y me alegré de salir de allí. En la habitación exterior las dos mujeres hacían punto febrilmente con lana negra. Estaba llegando gente, y la más joven iba de un lado para otro introduciéndolos. La más vieja estaba sentada en una silla. Sus zapatillas de paño sin tacón estaban apoyadas en un brasero, y un gato reposaba en su regazo. Llevaba algo blanco y almidonado en la cabeza, tenía una verruga en la mejilla y unas gafas con montura de plata se aferraban sobre la punta de su nariz. Me miró por encima de las gafas. La placidez rápida e indiferente de su mirada me turbó. Dos jóvenes de estúpido y animado aspecto estaban siendo introducidos en ese momento, y ella les lanzó la misma rápida mirada de despreocupada sabiduría. Parecía saberlo todo acerca de ellos y también acerca de mí. Un cierto desasosiego se apoderó de mí. Parecía haber en ella algo misterioso y fatídico. A menudo, cuando estaba lejos, pensé en aquellas dos, guardando la puerta de las Tinieblas, haciendo punto con lana negra como para un cálido paño mortuorio; la una, introduciendo continuamente a lo desconocido; la otra, escrutando los alegres y estúpidos rostros con ojos viejos e indiferentes. ¡Ave! Vieja tejedora de lana negra. Morituri te salutant. No muchos de aquellos a los que ella miró la volvieron a ver; ni, con mucho, la mitad.

      »Todavía quedaba una visita al doctor. “Una simple formalidad”, me aseguró el secretario, con aspecto de compartir intensamente todos mis pesares. Así, pues, un jovencito con el sombrero inclinado sobre la ceja izquierda, algún empleado, me imagino (debía de haber empleados en el negocio, aunque la casa estaba más silenciosa que una casa en la ciudad de los muertos), bajó de alguna parte y me guio. Estaba sucio y desastrado, con manchas de tinta en las mangas de la chaqueta y una corbata grande y abultada, bajo una barbilla con forma de tacón de bota vieja. Era un poco pronto para el doctor, así que le propuse un trago, y a partir de ese momento se mostró jovial. Mientras tomábamos nuestros vermouths, él ensalzó los negocios de la compañía, y yo expresé luego, de forma casual, mi sorpresa de que él no fuera allí. De repente se mostró frío y reservado. “No estoy tan loco como parece, dijo Platón a sus discípulos”, objetó sentenciosamente; vació su vaso con determinación y nos levantamos.

      »El viejo doctor me tomó el pulso, evidentemente pensando en otra cosa mientras lo hacía. “Bien, bien para ir allí”, murmuró; y luego, con cierta ansiedad, me preguntó si le dejaría medirme la cabeza. Bastante sorprendido, le respondí que sí, cuando sacó algo que parecía un calibrador y me midió por delante y por detrás y en todas direcciones, tomando notas cuidadosamente. Era un hombre pequeño, sin afeitar, con un abrigo raído que parecía una gabardina con zapatillas; y pensé que era un loco inofensivo. “Siempre pido permiso, en el interés de la Ciencia, para medir los cráneos de los que van allá”, dijo. “¿Y cuando vuelven también?”, pregunté. “Oh, nunca los veo —comentó—, y además, los cambios se producen por dentro, ya sabe”. Sonrió como si se tratara de una broma inocente. “Así que va usted allí. Maravilloso. Además de interesante”. Me dirigió una mirada indagadora y tomó nuevamente nota. “¿Ha habido algún caso de locura en su familia?”, preguntó en un tono rutinario. Me sentí muy ofendido. “¿Esa pregunta es también en interés de la Ciencia?”. “Sería interesante para la Ciencia —dijo, sin darse cuenta de mi irritación— observar los cambios mentales de los individuos in situ, pero…”. “¿Es usted alienista?”, le interrumpí. “Todo médico debería serlo… un poco”, contestó aquel tipo original, imperturbable. “Tengo una pequeña teoría que ustedes, Messieurs, que van allí, deben ayudarme a probar. Ésta es mi parte de las ganancias que mi país va a cosechar de tan magnífica posesión. La mera riqueza se la dejo a otros. Perdone mis preguntas, pero es usted el primer inglés que se somete a mi observación…”. Me apresuré a asegurarle que yo no era nada típico. “Si lo fuera —dije—, no estaría hablando así con usted”. “Lo que dice es bastante profundo y probablemente erróneo”, dijo, con una carcajada. “Evite la irritación más que la exposición al sol. Adieu. ¿Cómo dicen ustedes los ingleses, eh? Good-bye. ¡Ah! Good-bye. Adieu. En el trópico se debe guardar la calma antes que nada”. Levantó un dedo amonestador… “Du calme, du calme. Adieu”.

      »Quedaba otra cosa por hacer: decir adiós a mi excelente tía. La encontré triunfante. Tomé una taza de té, la última decente en muchos días, y en una habitación que, tranquilizadoramente, tenía el aspecto que era de esperar en la sala de estar de una dama, tuvimos una larga y tranquila charla junto a la chimenea. En el transcurso de estas confidencias se me hizo evidente que había sido descrito a la mujer del alto dignatario, y Dios sabe a cuánta gente más, como una criatura excepcional y llena de talento, un hallazgo para la compañía, un hombre de los que no se encuentran todos los días. ¡Válgame Dios! ¡Y yo iba a encargarme de un vapor de río de poca monta, con silbato incluido! Resultó, sin embargo, que yo era también uno de los Obreros, con mayúscula, ya sabéis. Algo así como un emisario de la luz, como un apóstol de segunda clase. Se había gastado un montón

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