Las puertas del infierno. Manuel Echeverría

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Las puertas del infierno - Manuel Echeverría El día siguiente

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quedado atrapados entre las columnas y la muralla de camiones que les iban cerrando el paso mientras la avenida se llenaba de cadáveres y pancartas derrumbadas.

      “Era una manifestación pacífica y los aniquilaron sin misericordia.”

      Como sucedía con frecuencia, los gemelos iban vestidos con el uniforme de las Juventudes Hitlerianas, lo que les daba un aire de soberbia que todos los días le parecía más intolerable.

      “¿Qué esperabas? —dijo Alex— ¿Que el gobierno se cruzara de brazos mientras los comunistas hacen planes para convertirnos en un país de esclavos?”

      “Stalin está haciendo lo mismo con los opositores del régimen soviético —dijo Walther— los encarcela, los fusila, los destierra. ¿Cuál es la diferencia?”

      “Exacto —dijo Vera Meyer, que no desaprovechaba la ocasión para demostrar que la muerte de su marido los había liberado de todo— ¿Cuál es la diferencia?”

      “La diferencia —respondió Meyer— es que no somos soviéticos, somos alemanes y que las Juventudes Hitlerianas están participando en estos actos abominables y ustedes dos forman parte de las Juventudes Hitlerianas.”

      “Un momento…” dijo Walther.

      “Déjame hablar —interrumpió Alex— ¿Estás sugiriendo que tus hermanos son dos asesinos?”

      “No estoy sugiriendo nada. Estoy afirmando que las Juventudes Hitlerianas forman parte de la política de exterminio del gobierno y que ustedes dos son tan culpables de lo que está sucediendo como Hitler y sus lacayos. ¿Qué los mueve? ¿Qué les falta? ¿Por qué se han dejado arrastrar por un demente que nos está llevando a la ruina?”

      “Alemania estaba en la ruina —dijo Alex— cuando Hitler llegó al poder y en menos de dos años puso todo en orden. Se negó a cumplir las disposiciones injustas del Tratado de Versalles y empezó a militarizar al país, activar la economía y recobrar la dignidad que habíamos perdido al final de la guerra.”

      “No hemos recobrado la dignidad. Hemos perdido hasta la última gota de respetabilidad y vamos a terminar por hundirnos otra vez en un océano de mierda. Se acabó. Les prohíbo que vuelvan a poner un pie en los cuarteles de las Juventudes Hitlerianas.”

      “Tú no eres quien para prohibirnos nada” dijo Walther.

      Meyer se puso de pie.

      “No lo hicieron en vida de mi papá y no lo van a hacer mientras yo sea el jefe de la familia.”

      “¿Tú? —sonrió Alex— ¿Desde cuándo?”

      “Desde que empecé a pagar los gastos. Yo pago, yo mando. Si no les gusta busquen otro lugar y asunto arreglado.”

      Walther lo miró con desdén.

      “¿Nos estás corriendo? Estamos cumpliendo un deber de conciencia.”

      “En ese caso pónganse a trabajar. No voy a servirles de mula de carga.”

      “Es cierto —dijo Vera Meyer— Bruno está pagando los gastos y eso lo convierte en el jefe de la familia, lo que no significa que tenga derecho a manejar nuestras vidas. ¿Se supone, hijo, que debo renunciar a las Madres Alemanas? ¿Se supone que vas a establecer una dictadura más insoportable que la de tu padre? ¿Qué sigue? ¿Te gustaría que hiciéramos una fogata para quemar las fotografías de Hitler y los líderes del partido? ¿Qué nos vas a dar a cambio? ¿Techo, comida y un sermón dominical sobre las perversidades del nacionalsocialismo? Igual podemos dejarte solo en la casa y pedir limosna en la calle.”

      Vera Meyer, que estaba demacrada y ojerosa, tomó un sorbo de vodka.

      “Te recuerdo que no pediste mi opinión para ingresar a la Kripo y que hubiera preferido que estuvieras trabajando en un bufete.”

      “Sería lo mismo. Yo estaría trabajando para mantener a mi familia mientras mi familia se dedica a trabajar para Hitler, lo que significa que en forma indirecta estaría trabajando para Hitler. No lo voy a permitir.”

      “La Kripo —dijo Walther— es un organismo del gobierno y de una manera o de otra estás bajo el mando del jefe del Estado.”

      “¡Basta! —gritó Meyer— A partir de hoy quedan en libertad para hacer lo que les dé la gana. No tengo huevos…”

      “¡Bruno! —exclamó Vera Meyer— no hay necesidad de que seas tan vulgar.”

      “No tengo huevos —siguió Meyer— para quitarles el pan de la boca, pero tampoco estoy obligado a vivir con ustedes. A partir de mañana es como si Ludwig Meyer se hubiera muerto por segunda vez.”

      La primera semana de abril hubo una racha de asaltos a mano armada en los alrededores de Tempelhof y las zonas comerciales de Spandau, y Ritter decidió que volvieran a Grunewald para efectuar una sesión de entrenamiento.

      “No sería difícil que pases el resto de tu vida en la Kripo y jamás te veas obligado a usar la pistola. Pero no puedo garantizar nada.”

      Ritter le pidió que hiciera fuego a discreción, a izquierda, a derecha, de abajo hacia arriba y de arriba hacia abajo y luego sacó del automóvil diez botellas de Münchner, las alineó sobre un muro de piedra y le dijo que tratara de pegarles a cinco y diez metros de distancia. Meyer acertó cuatro veces de cerca y dos veces de lejos y Ritter se encargó del resto de las botellas con una andanada de disparos certeros.

      Al salir del bosque fueron a un edificio de la Birkenstrasse para interrogar a un testigo de un homicidio que había sido perpetrado el año anterior, pero el testigo había salido de viaje y Ritter le ordenó al conserje que le hablara a la Kripo dos minutos después de que regresara. Comieron cerca de ahí, en un restorán italiano de la sección más populosa de Teltow, donde Ritter pidió la comida sin consultar el menú.

      “Hace quince años, en este mismo lugar, tu padre y yo firmamos un pacto de sangre. El nacionalsocialismo había empezado a hacerse fuerte en muchas ciudades de Alemania y era evidente que el país se estaba acercando a un estado de agitación que iba a poner en crisis el orden establecido. Lo más importante era mantenernos fieles a la hermandad que iniciamos en las trincheras de Verdún. No fue sencillo, pero lo conseguimos. Hermanos desde el primer hasta el último día. Te propongo que tú y yo refrendemos el pacto y que no vuelvas a poner en tela de juicio ninguna de mis decisiones. Créeme, todo será por tu bien.”

      Ritter le entregó un sobre azul.

      Meyer lo abrió y encontró la credencial que lo identificaba como el agente 2840 de la Kripo.

      “¿Dónde está la credencial de tu padre?”

      “Aquí” dijo Meyer, y se llevó la mano al pecho.

      “A partir de hoy serás el único agente que lleve en el bolsillo dos credenciales. La tuya te identifica como integrante de una de las policías más agresivas del mundo. La otra es un talismán, y te identifica como hijo de uno de los detectives más audaces que tuvo la corporación.”

      Mientras recorrían las calles de Teltow, Ritter le informó que el subdirector había firmado su nombramiento la noche anterior y que sólo faltaba que acudiera al departamento administrativo para recoger los papeles.

      “Vas

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