Las puertas del infierno. Manuel Echeverría

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Las puertas del infierno - Manuel Echeverría El día siguiente

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      “Listo —dijo Ritter— a partir de hoy quedas integrado por derecho propio a las fuerzas policiales de Alemania.”

      Meyer había visto entrar y salir el maletín de las oficinas de los tres funcionarios, pero en el momento en que se acercó para saludarlos no quedaba vestigio de los billetes que habían recibido en la mansión de Vittorio Galeotti.

      “El Pacto del Bristol, que no se te olvide. Tu alma de jurista desaprueba lo que has visto y aborrece lo que significa, pero te juro que le estamos haciendo un servicio invaluable a los ciudadanos. Sonríe, muchacho, pon otra cara, ya llegamos.”

      El departamento estaba situado en la parte más floreciente de Neukölln, el barrio bohemio de la ciudad, y la señora Kristi lo había llenado de muebles franceses y lámparas chinas y en todos los rincones se respiraba un aroma de flores y perfumes exóticos.

      “Saluda, Bruno, no me hagas quedar en ridículo.”

      Meyer saludó a la señora Kristi, que era una cincuentona frondosa, y a cuatro muchachas que se lo comieron con los ojos. El departamento se inundó de música y charlas cruzadas y en unos minutos se generó un ambiente de fiesta familiar que lo rescató del sentimiento incómodo de haber entrado por primera vez a una casa de putas.

      Meyer tomó un sorbo de vino y se dejó besar y acariciar por una rubia artificial que llevaba un vestido entallado y le dijo que la semana anterior la habían ascendido en los Almacenes Dulac para encargarla de la sección de joyería.

      “Eres muy joven —le dijo— para ser agente de la Kripo.”

      “La que te guste, mi amor —gritó la señora Kristi— le prometí a Hugo que te iba a organizar una fiesta con las gallinas más bonitas de la granja y cumplí mi palabra. Tu papá, Dios lo bendiga, me visitó muchas veces y era un hombre extraordinario.”

      “¡Bruno, por el amor de Dios! —exclamó Ritter— no me digas que te estás muriendo de vergüenza.”

      Era verdad: se estaba muriendo de vergüenza, pero Meyer no se lo dijo hasta que abandonaron el burdel y se pusieron a circular por la Byronstrasse, que estaba llena de luz y restoranes atestados.

      “¿Te gustó? —dijo Ritter— Kristi es una mujer excepcional y es una aliada de la Kripo y la Gestapo. Es la gerenta general de los burdeles del señor Leclerc y durante los últimos años nos ha dado más información que la mayor parte de los espías que tenemos colocados en los hoteles y las tiendas de la ciudad. Romy, la muchacha que te acabas de coger, fue una alumna destacada del liceo, trabaja en Dulac y en las noches trabaja con Kristi. Una cantidad elevada de los datos y referencias que aparecen en los archivos de la Kripo y la Gestapo han salido de los harenes del señor Leclerc.”

      Ritter enfiló hacia las luces de la Kurfürstendamm.

      “Leclerc maneja alrededor de ochocientos burdeles en todo el país y no hay un barón, duque o capitán de la industria y el comercio que no haya desembuchado sus secretos entre las piernas y las tetas de las putas más finas de Alemania. En una palabra, mi viejo, los burdeles se han convertido en estaciones de espionaje y el gobierno tiene agarrados de los huevos a los hombres más influyentes del país y los puede arruinar en el momento en que le dé la gana.”

      Ritter estacionó el automóvil y le sugirió que dieran un paseo a lo largo del Spree.

      “No vas a llegar a ningún lado si te obstinas en juzgar al mundo con las reglas de tu otra vida. Las universidades tienen la misma función que los conventos, atiborrar a los novicios de nociones abstractas e impedirles que se pongan en contacto con la realidad.”

      Ritter se encogió de hombros.

      “Por lo que se refiere a la Glorieta Westfalia tenemos la obligación de cerrar los ojos. El hecho de que no se haya declarado la guerra no quiere decir que no estemos en guerra. El gobierno tiene que defender sus posiciones antes de que Stalin nos derrote sin necesidad de invadir Alemania. ¿Te gustó Romy?”

      “Es obvio —dijo Meyer— que usted no es el único policía que le lleva dinero a los señores Kasper, Hoffmann y Scheller. ¿Quién más?”

      “El dinero fluye como un mar subterráneo y no tiene relevancia la identidad de los mensajeros, sino que siga fluyendo sin tropiezos. Los ministros de Hitler se están robando el dinero con pala mecánica y lo mismo están haciendo los tiranos de las SS, la Kripo y la Gestapo. ¿Te gustó Romy?”

      “No me acosté con ella.”

      “Estuvieron encerrados una hora. ¿Qué hicieron?”

      “Platicar.”

      “¿De qué?”

      “La situación del país.”

      “Lo que no entiendo es por qué demonios no te la cogiste.”

      “Porque no quiero empezar mi vida sexual con una mujer alquilada.”

      Durante unos segundos se quedaron mirando los reflejos nacarados del Spree.

      “Trescientos mil —dijo Ritter— divididos entre los señores Kasper, Hoffmann y Scheller. ¿Cuánto nos dio Galeotti?”

      “Trescientos cincuenta mil.”

      Ritter se metió una mano en la gabardina y extendió unos billetes sobre el parapeto del río.

      “Hace un rato llevé el dinero de abajo hacia arriba. Ahora lo voy a llevar de arriba hacia abajo. Según las reglas del Bristol me corresponde el quince por ciento de cada entrega y a ti, a partir de hoy, te corresponde el diez por ciento de mi quince por ciento.”

      “De ninguna manera. Mañana mismo hablo con el teniente Kruger y le pido que me reintegre al archivo.”

      La bofetada, que sonó como un latigazo, le nubló la vista y lo dejó temblando de indignación.

      “Cinco mil marcos —dijo Ritter— más lo que te daré a medida que los jefes de las familias vayan pagando la renta de cada mes. Agarra el dinero. No te llevé con Galeotti y los jefes policiacos de Alemania para que el día de mañana se lo puedas contar a tus hijos. Fue un rito de iniciación. Guárdalo bajo la cama, en una caja de zapatos, donde sea, y cuando no tengas dónde guardarlo lo llevas a un banco, abres una cuenta y se acabó.”

      “Debo decirle que no estoy en condiciones de enfrentarme a un trabajo de esta clase.”

      “Agarra el dinero.”

      Meyer recogió los billetes.

      “Perfecto —dijo Ritter— ¿Qué te pasa?”

      “No sé. Pero hay momentos en que sufro ataques de angustia y siento que me voy a morir.”

      Ritter lo llevó al automóvil.

      “Yo conozco a mi gente. Le hiciste una impresión magnífica a Scheller, que es un hombre implacable y no quiere ni a su madre. Galeotti estuvo a punto de nombrarte hijo adoptivo. Eres joven y bien parecido y a partir de hoy formas parte de uno de los grupos más selectos del régimen. Olvídate de la puta angustia. Todo se cura con dinero.”

      5

      Al

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