Las puertas del infierno. Manuel Echeverría

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Las puertas del infierno - Manuel Echeverría El día siguiente

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en esta bodega no hay menos de dos millones de marcos en mercancía ilícita. No es necesario que abras las cajas para saber lo que vamos a encontrar. Zapatos chinos, tapetes indios, lámparas francesas. Me están debiendo cuatrocientos sesenta mil marcos nada más por las casas de préstamo y las casas de juego y todo esto va a entrar a la factura después de que se hagan las estimaciones correspondientes.”

      Ritter dio un manotazo en el escritorio.

      “¿Tú crees, Mircea, que la Kripo y la Gestapo van a tolerar que la familia Antonescu se reparta el guiso sin respetar los acuerdos del Bristol?”

      Ritter se dirigió al fondo de la oficina.

      “¿Dónde está la caja?”

      “¿Qué caja?” dijo Mircea.

      “La caja fuerte, pedazo de imbécil.”

      “No va a encontrar nada. Hace unos días le dimos su parte a un agente de la Gestapo y nos dijo que todo estaba en orden.”

      “¿Dónde esta la caja?”

      “Ya va para largo —dijo Mircea— que nos están explotando y que la Gestapo y ustedes se han dedicado a favorecer a nuestros enemigos.”

      “¿Quién está hablando aquí? ¿Tú o tu hermano?”

      “Los dos.”

      “No estamos favoreciendo a nadie y ustedes llevan mucho tiempo operando en los renglones que no les corresponden. La usura y el juego, correcto. Pero hemos sabido que han empezado a abrir burdeles en Kreuzberg y en Charlottenburg, a traficar con armas y a organizar clínicas de abortos en Schöneberg y Moabit, territorios que les pertenecen a Leclerc y a O’Banion.”

      “Según parece —dijo Mircea— se hizo una división a partes iguales en la importación de la droga y hasta el día de hoy todo ha quedado en manos de Galeotti.”

      “La droga está sujeta a un régimen diferente. Espero que no tengas ni un gramo de polvo en la puta bodega. ¿Tienes?”

      “Ni un gramo.”

      “Dile a tu hermano que no voy a permitir que se quede sentado sobre las rentas y que necesito que me entregue mañana los cuatrocientos sesenta mil marcos que nos deben, sin contar lo que se genere de intereses. La Kripo también tiene derecho a obrar como ustedes los usureros.”

      Meyer sintió que el aire se había llenado de tensión: los ojos enconados de Mircea Antonescu, la voz autoritaria de Ritter, la silueta difusa de las grúas y las cajas atiborradas de contrabando, todo le hizo pensar que había llegado a un sitio donde podía ocurrir cualquier cosa en cualquier momento.

      “Con toda honestidad —dijo Ritter— no vamos a dejar que vuelvan a meterse en los terrenos que no les pertenecen. Cuatrocientos sesenta mil, mañana, que no se te olvide. Y dile a tu hermano que no vuelva a cometer la estupidez de dejarme plantado.”

      “No se moleste en venir mañana —dijo Mircea— No le vamos a dar un pfennig hasta que se revisen los acuerdos y podamos seguir operando con un mínimo de equidad. Buenas tardes.”

      Ritter, que se puso verde de furia, le dio un puñetazo que se quedó vibrando en la atmósfera sofocante de la oficina. Meyer se tardó una fracción de segundo en ver la pistola, que surgió como una centella frente a los ojos atónitos de Ritter, y luego oyó un disparo y se dio cuenta de que había matado a Mircea Antonescu.

      “Rápido —dijo Ritter— mete el coche en la bodega.”

      “Capitán…”

      “El coche, Bruno, rápido. ¿Qué estás esperando? ¿Que venga la Kripo? Nosotros somos la Kripo.”

      Se tardaron unos minutos en cerrar los cajones y los armarios y en lavar la sangre con una jerga y tres cubetazos de agua y luego metieron el cuerpo de Mircea en la cajuela del automóvil y abandonaron la bodega en completo silencio.

      Ya estaba atardeciendo cuando llegaron al Kioto de Noche, un restorán de ambiente nebuloso y faroles de cartón donde Ritter pidió dos órdenes de butabara, una ensalada de berros y una botella de sake.

      “¿Te doy un consejo, Bruno? No trates de encontrarle explicación a todo. Te lo digo porque estás muerto de miedo. No estamos en un viaje de esparcimiento por los mares del Sur sino en una guerra en la que pueden ocurrir cosas terribles. El sake es una bebida extraordinaria, sabe a rayos y te va a dejar un hoyo en el estómago, pero tiene el poder de afilar los sentidos y mitigar la ansiedad. ¿Cómo te sientes?”

      Meyer tomó un sorbo de sake.

      “Tranquilo —dijo Ritter— Otro sorbo. ¿Cómo te sientes?”

      “Lo primero que vi fueron los ojos de Mircea. Luego vi la pistola, oí un tiro y me di cuenta de que le había disparado. Acabo de cometer un homicidio.”

      “¿Hubieras preferido que nos matara a los dos?”

      Ritter se acabó la butabara, pidió otra orden y se la acabó a fuerza de sake y pan de soya.

      “Dragos Antonescu se va a dedicar los próximos días a buscar a su hermano.”

      “¿Qué va a suceder?” dijo Meyer.

      “Nada. Lo primero que va a pensar es que lo secuestró alguno de sus enemigos.”

      Era cierto: el sake tenía el poder de afilar los sentidos y mitigar la ansiedad y Meyer se tomó dos copas seguidas, pero no tuvo ganas de probar la butabara.

      “Dragos Antonescu va a pensar que la desaparición de su hermano está relacionada con usted.”

      “¿Qué le dirías?”

      “Que fuimos a cobrarle y nadie nos abrió la puerta.”

      “Y a renglón seguido le voy a hacer una reclamación airada por el dinero que nos debe y lo voy a amenazar con denunciarlo con Galeotti y O’Banion por el cinismo con que se ha dedicado a invadir los corrales ajenos.”

      El señor Tanaka, que los había recibido con una sonrisa, los acompañó a la puerta y les regaló dos botellas de sake.

      “Capitán, un honor. ¿Su hijo?”

      “Bruno Meyer, detective. Mi segundo de a bordo.”

      “Detective, encantado. ¿No le gustó la comida?”

      Al llegar a la Unter den Linden, que estaba inundada de coches y peatones, Meyer miró de reojo las estatuas de la Facultad de Derecho y se acordó del rostro severo del profesor Schünzel y de las cosas que habían discutido el día que se despidió de las aulas, pero no fue sino al cruzar la Puerta de Brandeburgo cuando tomó conciencia de que habían pasado media hora circulando por las calles más concurridas de Berlín con un muerto en la cajuela. Estaba haciendo mucho frío, pero la frente se le había cubierto de sudor y tuvo que hacer un esfuerzo para evitar que Ritter descubriera que le estaban temblando las manos.

      Ritter se detuvo en la parte más aislada del Landwehrkanal y abrió la cajuela.

      “Ayúdame.”

      En

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