Las puertas del infierno. Manuel Echeverría

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Las puertas del infierno - Manuel Echeverría El día siguiente

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después de Hitler, había nacido en Rosenheim, en el corazón de Baviera, y fue un alumno distinguido en la escuela de cadetes de Karlsruhe, de donde salió para combatir en la guerra del 14 antes de sumarse a las huestes del nacionalsocialismo y convertirse en amigo íntimo y asesor predilecto del jefe del Estado.

      Era, sin duda, una pieza clave en el resurgimiento militar de Alemania, pero la voz de la calle afirmaba que había hecho una fortuna descomunal firmando acuerdos secretos con las familias que se dedicaban a medrar con el presupuesto del país fabricando material de guerra: los Krupp, los Siemens, los Messerschmitt.

      “Sería imposible —dijo Ritter— calcular el dinero que se ha robado en complicidad con los príncipes de la industria militar. Decenas, cientos de millones. No me asombraría que fuera uno de los hombres más ricos del mundo.”

      Había empezado a anochecer y las calles estaban cubiertas de sombras y hojas muertas.

      “Lo mismo puedo decirte de Himmler, que se dedicaba a vender pollos en Sajonia y hoy en día está nadando en dinero. Las armas, los pertrechos y los vehículos de las SS en todo el país se compraron y adjudicaron en su oficina de la Richthofenstrasse y no hay un solo proveedor del gobierno que no le haya llenado los bolsillos.”

      Ritter enfiló por una calle ancha y arbolada que se encontraba en el sur de la ciudad y estaba inundada de edificios antiguos y campos de futbol.

      “Albert Speer, mi viejo, se ha convertido en el arquitecto personal de Hitler y en uno de los pocos nazis que pueden hablarle al oído. Ha cubierto el país de monumentos fastuosos y estadios colosales y las constructoras más importantes comen de su mano. Las princesas del partido se hacen traer sus joyas y vestidos de las tiendas más lujosas de Roma y París y los uniformes de las SS y de los líderes del régimen no fueron diseñados por los sastres de Berlín sino por los grandes modistas de Milán. Abre la guantera y dame el ánfora.”

      Ritter tomó un sorbo de schnapps.

      “Un trago, Bruno. Ha sido un día movido y tenemos que mantener el espíritu en alto.”

      Meyer fingió que tomaba un sorbo y devolvió el ánfora a la guantera.

      “El dinero va de un lado a otro como un río invisible, nadie se entera de nada y los que se enteran no se dan por enterados.”

      “¿Y Hitler?” dijo Meyer.

      “Hitler es el dueño de Alemania y está soñando con ser el dueño del mundo y no podría importarle menos lo que hacen sus lacayos en sus horas libres. Los deja atracar y abusar porque el dinero es el mejor cemento de la lealtad.”

      Al llegar a la Kantstrasse se hizo un nudo de tráfico y unos segundos después oyeron la sirena de una patrulla que iba escoltada por seis camiones de las SS y dos camiones de las Juventudes Hitlerianas.

      “Van a joder a alguien —dijo Ritter— No perdemos nada con asomarnos.”

      Meyer distinguió una humareda y un rayo de luz que se iba moviendo con la regularidad de un metrónomo, pero no logró ver a la multitud hasta que llegaron a las inmediaciones de la Glorieta Westfalia.

      “El maletín, Bruno, y no te despegues de mí.”

      Dejaron el automóvil frente a un lote baldío y Ritter lo llevó a la azotea de un edificio donde se encontraron con un grupo de vecinos que habían subido para observar lo que estaba sucediendo en la glorieta.

      “¡Kripo! —gritó Ritter— Todo mundo a sus casas.”

      Hubo un momento de calma, un silencio extraño y luego volvieron a oírse las sirenas de los orpos y Meyer sintió que estaba por ocurrir una cosa terrible.

      “¿Qué fue eso? —dijo Ritter— ¿Una ametralladora?”

      Meyer lo había oído muchas veces en los pasillos de la Facultad de Derecho y en alguna ocasión participó en una junta a puerta cerrada para discutir con sus compañeros la posibilidad de organizar una protesta y exigirle al gobierno que cesara la persecución de los judíos y los comunistas.

      El proyecto se murió antes de nacer y nadie se atrevió a alzar la voz ni a dar la cara, lo mismo que la prensa y la radio, que seguían entregadas a sus funciones rutinarias de propaganda y diversión, pero todos sabían que los batallones de Hitler no descansaban ni de día ni de noche para exterminar a los enemigos de la sociedad alemana.

      La represión había sido tan feroz que terminó por convertirse en un episodio habitual de la vida cotidiana, pero Meyer no la vio en su magnitud verdadera sino en el momento en que Ritter oyó la ametralladora y se dieron cuenta de que la Glorieta Westfalia se había llenado de orpos y escuadras de las SS.

      Las primeras descargas fueron secas y espaciadas, pero un instante después se oyó un estallido que llenó la calle de humo y marcó el principio de una tormenta de fuego cruzado que parecía estar coordinada con el movimiento furioso de los que estaban tratando de ponerse a salvo. A través del humo y la confusión Meyer distinguió a un grupo de mujeres que habían formado un anillo a un lado de la glorieta y desaparecieron sin dejar rastro cuando los reflectores volvieron al punto de partida.

      “Es muy simple —dijo Ritter— las SS y las Juventudes Hitlerianas jalan el gatillo y los orpos recogen los cadáveres. Lo están haciendo así desde hace mucho y estos imbéciles no entran en razón. ¿Qué quieren? ¿Convertirnos en una sucursal de la Unión Soviética? No se cargaron a menos de sesenta.”

      Meyer, que estaba temblando, había contado ochenta y siete y estaba seguro de que al otro lado de la glorieta había más muertos y heridos, porque los orpos no habían dejado de avanzar a medida que las escuadras de las SS y los cachorros de Hitler seguían disparando con la misma saña que al principio.

      “Heydrich le prometió a Hitler que iba a fumigar el país en menos de dos años, lleva cuatro y está lejos de haber terminado. Vámonos, Bruno. No podemos quedarnos aquí hasta la consumación de los siglos.”

      Durante unos minutos, mientras se alejaban de la Glorieta Westfalia, no dijeron una palabra, hasta que vieron el resplandor difuso de la Opernplatz, donde el estruendo de la masacre se había desvanecido bajo el follaje de los árboles.

      “Hans Kasper —dijo Ritter— es un hijo de puta. Edmund Hoffmann es el criado de Heydrich y Scheller me ha tratado siempre con la punta del pie y está convencido de que me estoy llevando más dinero del que me corresponde, pero los tres ocupan lugares relevantes en las SS, la Gestapo y la Kripo y no tengo más remedio que servirles de correo y brazo armado. ¿Sabes cuánto dinero les he dado durante los últimos años? Millones de marcos.”

      Meyer abrió la ventanilla para refrescarse.

      “El secreto, Bruno, es que todos cumplamos nuestras obligaciones en tiempo y forma. El país estaba sumido en un torbellino que se aplacó la noche en que los jefes de la policía se reunieron con las cabezas de las familias en el Hotel Bristol y firmaron un pacto de auxilio recíproco. Dame el maletín.”

      Ritter dejó el automóvil a unos metros del edificio de la Gestapo y le pidió que lo acompañara.

      “Te quedas afuera de la oficina y si Hoffmann me autoriza te haré entrar para que lo conozcas.”

      Lo mismo ocurrió en la Rilkestrasse y en la Werderscher Markt, donde Meyer se quedó fumando en los patios y las antesalas llenas de agentes y ordenanzas hasta que Ritter lo llamó para presentarlo con Hans

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