Las puertas del infierno. Manuel Echeverría

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Las puertas del infierno - Manuel Echeverría El día siguiente

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      “De ninguna manera —dijo la mujer más vieja del grupo— No hemos cometido ningún delito. Si usted quiere, joven, podemos hablar en mi casa.”

      El departamento era más amplio que el de la escena del crimen y tenía un aire de intimidad que lo envolvió como un bálsamo. Meyer pidió que le facilitaran un papel y una pluma y la señora Wilburg le dio su libreta de cocina y luego le dio un café y unas galletas de vainilla y se quedó hablando con las cuatro mujeres hasta que se abrió la puerta y oyó la voz cavernosa de Ritter.

      “¿Listo?”

      “Listo.”

      “Señoras, muchas gracias. Vámonos, Bruno, se está haciendo tarde.”

      Meyer se despidió de las mujeres y al llegar a la calle se dio cuenta de que acababa de atravesar por una experiencia fascinante.

      “¿Capitán?” había dicho la señora Wilburg.

      “Asistente” respondió Meyer.

      La señora Kunkel, que era la conserje, se aclaró la garganta y le dijo que Emma Brandt llevaba tres años viviendo en el edificio.

      “Una muchacha amable y reservada, salvo por el hecho de que a menudo llevaba hombres a su departamento y no tenía una relación estable. Pobre, se estaba muriendo de soledad y nunca se detuvo para tomar un café conmigo y hacerme alguna confidencia. Anoche no la vi llegar ni la vi salir en la mañana.”

      “¿Qué hacía?” preguntó Meyer.

      “Recepcionista.”

      “¿Dónde?”

      “No me dijo. El hecho es que no la vi a las siete, su hora de salida, ni a las nueve, y a las once empecé a inquietarme y subí para saber si estaba enferma o se le ofrecía algo. Toqué el timbre varias veces y luego abrí con la llave maestra y ya sabe usted lo que encontré. Un horror. Pero Berlín se ha vuelto una ciudad muy peligrosa. ¿Otro café?”

      La señora Kunkel había llamado a la señora Heninger y a la señora Winckelmann y luego hablaron por teléfono a los orpos y se quedaron en la puerta del edificio temblando de angustia.

      “¿Podría darme una descripción de los hombres que solían visitar a la señorita Brandt?”

      “Fueron muchos y nunca vi dos veces al mismo hombre.”

      “¿Y ustedes?”

      “Tampoco” respondieron las otras mujeres.

      “Les ruego, señoras, que se pongan en contacto con nosotros si llegaran a recordar algo. Un nombre, un rostro, algún dato que pudiera servirnos para ahondar en la indagación.”

      Meyer se dio cuenta de que las cuatro mujeres lo estaban mirando con ansiedad.

      “Si usted me permite —sonrió la señora Kunkel— me gustaría decirle algo en nombre de todos los inquilinos.”

      El edificio, le dijo, estaba al corriente con sus obligaciones municipales y había cumplido al pie de la letra las normas del Departamento Nacional de Vivienda.

      “Pero lo más importante es que todas pertenecemos al partido y a la Sociedad de las Madres Alemanas y no dejamos de asistir a las asambleas vecinales. Yo misma me encargo de poner los avisos en la escalera. ¿Los vio?”

      Meyer se acordó de la credencial que llevaba en el bolsillo: Ludwig Meyer, Kripo, 1524, y por primera vez desde que Hugo Ritter lo había bautizado con una ronda de disparos en el bosque de Grunewald se sintió vigorizado por el halo de poder que irradiaban los hombres del gobierno.

      “No vinimos a inspeccionar el edificio ni a someter a nadie a un interrogatorio sobre sus inclinaciones políticas.”

      “De todas maneras —dijo la señora Winckelmann— es necesario dejar las cosas en claro. Para empezar, le informo que estamos felices con la unificación de Austria y Alemania, lo mismo que nuestros maridos y nuestros hijos. Y lo más importante…”

      “Exacto —interrumpió la señora Wilburg, que lo estaba observando con una sonrisa maternal— lo más importante es hacer de su conocimiento que en este edificio no vive ningún judío y que la señora Kunkel tiene instrucciones estrictas de los dueños de no alquilar un solo departamento a los solicitantes que no pertenezcan al partido. ¿Quiere ver nuestras credenciales?”

      “No es necesario.”

      “Por lo que se refiere al resto de las cosas —dijo la conserje— nos da mucho gusto que las autoridades estén metiendo a la cárcel a los comunistas y a los enemigos del régimen.”

      “Y a los homosexuales, Helga, no te olvides de decirlo.”

      “Y sobre todo —sonrió la señora Kunkel— nos sentimos honradas de que se haya tomado un café con nosotras. Tan joven, tan guapo. ¿Sabe una cosa? Va a hacer un carrerón en la Kripo.”

      Ritter exhaló una voluta de Zodiac y se detuvo bajo la luz amarilla de un semáforo. Estaba haciendo un poco de frío, pero el Spree se había cubierto de nubes radiantes y el aire venía cargado con el aroma de una primavera adelantada.

      “Parece que las estoy viendo, Bruno. Las cacatúas no saben un culo de nada y te trataron como si fueras de la familia. ¿Algo interesante?”

      “Emma Brandt era soltera, promiscua, reservada. La descubrió la conserje. Había llamado varias veces y luego entró con la llave maestra y se encontró con el cadáver.”

      “¿Cómo se llama la conserje?”

      “Helga Kunkel.”

      “Edad.”

      “Sesenta años.”

      “¿Te lo dijo ella?”

      “No.”

      “¿Casada, viuda, soltera?”

      “Casada.”

      Al llegar a la Kurfürstendamm el tráfico se aligeró de pronto y Ritter enfiló hacia las calles populosas de Charlottenburg.

      “Estaban muertas de miedo —dijo Meyer— Todas pertenecen al partido y están felices de que Hitler haya invadido Austria y esté acosando a los judíos y metiendo en la cárcel a los comunistas y a los homosexuales.”

      Ritter estacionó el automóvil frente al Pasaje Baviera y lo llevó a una taberna donde ordenó dos tarros de Münchner y un plato de queso.

      “¿Sabes cuántas veces me senté con tu padre en esta misma mesa para descansar un rato y hablar de futbol y política? Miles.”

      “Capitán, un placer. ¿Va a comer con nosotros? Sería un honor” dijo el gerente de la taberna, un hombre avejentado y endeble que llevaba un mandil de cuero y un sombrero tirolés.

      “No —dijo Ritter— pero quiero aprovechar la ocasión para presentarte a Bruno Meyer, mi asistente.”

      “¿Debo suponer…?”

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