Las puertas del infierno. Manuel Echeverría

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Las puertas del infierno - Manuel Echeverría El día siguiente

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la vuelta al perro, la libertad con que utilizaba las palabras más altisonantes sin temor de ofender a nadie y como si estuviera en una taberna de obreros.

      No había olvidado tampoco la rapidez con que lo nombró “hijo adoptivo” y el orgullo con que le habló de las mujeres que lo esperaban con las piernas abiertas en los burdeles de Berlín, donde su padre había dejado un recuerdo imborrable, un garañón, muchacho, espero que hayas nacido con la misma fibra sexual de tu viejo y los mismos huevos de gladiador romano, hay un mundo de historias que te van a dejar pasmado.

      “Es posible que hayas aprendido cosas muy interesantes en la Facultad de Derecho, pero la vida, mi viejo, la verdadera vida, empezarás a verla cara a cara mañana a las nueve de la mañana.”

      Meyer se acordó de que Ritter se había manchado la corbata mientras devoraba la cena y que salió del restorán sin despedirse de los meseros ni pagar la cuenta.

      Una hora después, al llegar a la Kripo, miró los barandales del segundo piso y descubrió que Hugo Ritter lo había colocado ante un dilema irresoluble, pero no había llegado al elevador para dirigirse al archivo cuando sintió que alguien lo tomaba del brazo.

      “¿Escrúpulos de última hora? —dijo Ritter— De ningún modo, faltaba más.”

      Luego, sin añadir otra cosa, lo llevó a la guardia de agentes para presentarlo con los “hombres más bragados de Alemania”, que se acercaron para saludar de mano y envolver en una nube de sonrisas y palmadas al primogénito de nuestro inolvidable Ludwig Meyer.

      “Despierta, Bruno, te estoy presentando a tus compañeros y amigos de aquí en adelante y por el resto de la vida.”

      Ritter lo llevó de escritorio en escritorio para que saludara a los demás detectives y luego llamó a un auxiliar del servicio forense y le ordenó que sacara una fotografía para conmemorar el día en que Ludwig Meyer regresó del más allá para reintegrarse a las filas de la Kripo.

      “No lo van a creer, pero Bruno sabe más de derecho que el presidente del Tribunal Supremo.”

      “Bienvenido, Bruno —le dijo uno de los agentes— te garantizo que te vas a sentir como en tu propia casa.”

      La siguiente escala fue menos agradable. El teniente Kruger se levantó con un movimiento repentino cuando los vio entrar y por un instante fue incapaz de decir una palabra.

      “Hugo, Bruno, qué sorpresa.”

      “Es inconcebible —dijo Ritter— lo que has hecho con este pobre muchacho. ¿El archivo muerto? ¿Dónde tenías la cabeza? ¿No sabías que es hijo de Ludwig Meyer? ¿No te informó que está cursando el tercer año en la Facultad de Derecho?”

      Ritter señaló la fotografía de Hitler que se encontraba colgada en una de las paredes.

      “Estamos al borde de la guerra y no podemos tratar con la punta del pie a nuestros mejores hombres. ¿Cien marcos al mes por escarbar en las inmundicias del archivo?”

      Kruger tardó unos segundos en responder.

      “Hugo, te lo juro, es una cosa temporal. Yo mismo le dije al muchacho que le iba a dar algo más interesante a la primera oportunidad.”

      “Así es —dijo Meyer— le suplico que me perdone, pero el capitán no me dio a elegir.”

      “Cállate” dijo Ritter, y señaló a Kruger con un dedo calibre 45.

      “En este momento, sin excusa ni pretexto, das de alta a Bruno como asistente de tu seguro servidor y le asignas el salario y los beneficios correspondientes. No se te ocurra mencionar el asunto con el subdirector general, porque yo mismo le voy a informar del movimiento y de la torpeza con que estás manejando esta oficina. ¿Qué esperas, Bruno? Ya nos fuimos.”

      Meyer se aproximó al escritorio.

      “Le ruego, teniente, que me absuelva de lo que acaba de suceder.”

      “No te preocupes. Ritter tiene conexiones importantes con la plana mayor y no hay nadie que pueda pisarle la sombra.”

      “¡Bruno! —gritó Ritter— te dije que ya nos fuimos.”

      “Si usted me permite…” dijo Meyer.

      “Adelante, muchacho, buena suerte. Ritter es un gran detective, pero está lleno de secretos peligrosos y lados oscuros. Espero que sepas lo que estás haciendo.”

      Ritter, que lo estaba esperando en el fondo del corredor, lo tomó del brazo.

      “Te dijo que soy un hijo de puta. ¿No es cierto?”

      “Al contrario.”

      “Te dijo que te había sacado de un trabajo sencillo y tranquilo para llevarte a las puertas del infierno. ¿No es cierto?”

      “Le di las gracias, me deseó buena suerte y nos despedimos como si no hubiera sucedido nada.”

      “Kruger tiene las horas contadas. Fracasó como policía, es un desastre como burócrata y va a pasar sus últimos días trabajando en el departamento de seguridad de alguna empresa de segunda o de tercera. Te acordarás de mí.”

      Ritter señaló los árboles frondosos de la Werderscher Markt como si fueran suyos.

      “Todo está igual que hace veinte años. Las magnolias, las casas, los edificios. Respira hondo, Bruno, disfruta. Hoy empieza la etapa más trascendental de tu vida.”

      Acababan de dar las once de la mañana y las calles estaban atestadas, pero Ritter atravesó como una flecha la Unter den Linden sin respetar carriles ni semáforos y en menos de media hora llegaron a las inmediaciones del bosque de Grunewald.

      “Quizá no lo sabes, pero hace doscientos años Federico el Grande tenía un castillo maravilloso en este lugar. El resto de la corte vivía como una familia feliz y todos los domingos se organizaban paseos campestres y cacerías de liebres con la asistencia de los hombres más poderosos de Alemania.”

      Ritter sacó una Luger y le pidió que hiciera una ronda de disparos sobre el tronco de un roble que se encontraba a diez metros de distancia. Temblando, con la boca seca, Meyer apretó el gatillo, dos, tres, cinco veces. Otra vez, dijo Ritter, con el cuerpo sesgado y la pistola a la altura del cinturón, hasta que la Luger se quedó vacía y el aire se llenó con el olor amargo de la pólvora.

      “Acabas de disparar una pistola sagrada, la misma que utilizó tu padre durante sus años de servicio y que yo guardé en mi escritorio como un símbolo de los peligros que enfrentamos juntos. Es el mismo fierro con el que mató a Fritz Egger, el tigre de Charlottenburg, y a Wilhelm Bauer, el violador del distrito de Lichtenberg y a los hermanos Breitner, que se hicieron famosos por la facilidad con que desvalijaban los bancos más impenetrables de Berlín.”

      Ritter lo miró con un gesto solemne.

      “Besa la pistola y prométele a tu padre que te vas a hacer digno de ella.”

      Meyer besó la pistola y se acordó de los ojos intensos de su padre y los domingos que lo había llevado al Gesundbrunnen para ver los partidos del Hertha Berlín y la alegría que le produjo enterarse de que su primogénito había ingresado a la Facultad de Derecho.

      “¿Quién

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