Las puertas del infierno. Manuel Echeverría

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Las puertas del infierno - Manuel Echeverría El día siguiente

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indagaciones fallidas.

      Al principio, mientras luchaba con la tentación de subir a la oficina de Kruger para darle las gracias y regresar a la calle, se quedó recargado a un lado del escritorio y luego encendió un cigarro y se puso a caminar a lo largo de los pasillos. Un rato después descubrió que los expedientes habían sido archivados sin obedecer ningún criterio y que algunos de ellos se encontraban en un estado tan deplorable que era imposible leer la mayor parte de las páginas.

      Meyer sacó un expediente, lo examinó por encima y lo devolvió a su lugar. Abrió al azar otro expediente y lo devolvió a su lugar y antes de la una de la tarde diseñó un plan de trabajo sin tener idea de que se encontraba en el umbral de una aventura que lo llevaría a hacer un viaje al fondo de sí mismo y a los callejones más tenebrosos del corazón de Alemania.

      2

      Los primeros días no encontró nada. El archivo era un pozo sin fondo donde los homicidios, las violaciones y los atracos habían perdido sus relieves originales de crueldad para convertirse en una sucesión infinita de actas borrosas y fotografías repugnantes. Meyer se quedó atónito cuando empezó a examinar los primeros expedientes que se llevó a su escritorio: una colección aterradora de mujeres apuñaladas, rostros desfigurados y charcos de sangre.

      Algunos de los muertos parecían estar vivos y miraban el ojo de la cámara con un gesto de asombro. Otros, en especial los más viejos, se habían ido del mundo sin darse cuenta y daba la impresión de que las fotografías los habían perpetuado en un limbo de armonía donde la vida seguía su curso a espaldas de los desalmados que les habían dado un tiro en la espalda o un martillazo en el cráneo.

      La mayor parte de las habitaciones estaban envueltas en una atmósfera de rapiña: cajones abiertos, roperos saqueados, cómodas y tocadores descoyuntados. Las otras habitaciones se hallaban sumidas en un ambiente de placidez donde el cuerpo exánime de la víctima era el único testimonio de que alguien había atentado contra el orden natural de las cosas.

      Alguna vez había tenido que abandonar el escritorio y correr al baño para vomitar el desayuno. Se rehacía en tres minutos, tomaba un sorbo de agua y volvía a la tarea de seguir escarbando en los expedientes hasta que llegaba la hora de regresar a la calle y se dirigía al elevador para tomar un respiro. Comía en una cervecería de la Browningstrasse, rodeado de oficinistas y empleados municipales, y luego regresaba a la Kripo y se hundía de nuevo en las cloacas del archivo.

      En muchas ocasiones, temiendo por su equilibrio emocional, había estado a punto de abandonar el trabajo sin avisarle a Kruger, pero el jueves de la segunda semana logró redactar un reporte sobre un doble homicidio que había sido perpetrado cinco años antes en una de las calles más populosas de Schöneberg.

      Meyer firmó el reporte, rotuló un sobre y lo llevó a la guardia de agentes, que estaba llena de humo y escritorios de fierro y hombres atareados. Algunos de ellos estaban hablando por teléfono, otros, que se habían quitado el saco y llevaban la camisa arremangada, se habían hundido en la lectura de un expediente o estaban hojeando las páginas del Morgenpost, el Angriff o el Tageblatt, los diarios más leídos de Alemania.

      “Buenos días. Necesito entregarle un reporte al capitán Hugo Ritter.”

      La secretaria, que estaba escribiendo a máquina, lo miró de reojo.

      “El capitán Ritter salió hace un rato. Anote su nombre y la hora y deje el sobre en la bandeja.”

      ¿Dónde estaba el escritorio que había ocupado su padre? ¿Quiénes habían sido sus amigos, quiénes iban con él la noche que lo mataron? La Kripo, Bruno, le había dicho el teniente Kruger, es una segunda familia para nosotros, pero la gelidez del ambiente y el tono impersonal del trabajo le hicieron pensar que no había visto jamás un lugar que se encontrara tan alejado de la idea de la fraternidad humana.

      Pasó el resto del día sumergido en los expedientes que había empezado a leer la tarde anterior. Un fraude cuyo responsable se esfumó sin dejar rastro. Un secuestro en las inmediaciones del Tiergarten, un atraco en una sucursal del Standardbank que había dejado un saldo de tres muertos y dos heridos y un boquete de ochenta mil marcos que se desvanecieron como una nube de humo antes de que una brigada de orpos hubiera llegado para tomar nota del incidente.

      A la hora de la comida se dirigió al departamento administrativo, cobró su primera quincena y pensó que su padre se hubiera sentido orgulloso de los sacrificios que estaba haciendo para enfrentar las necesidades de la familia. Había terminado por acostumbrarse a las imágenes de violencia que poblaban los expedientes, pero no logró vencer la repulsión que le causaban las fotografías de las autopsias, donde los médicos forenses habían destazado los cadáveres con una saña que dejaba muy atrás la ferocidad de los homicidas más encarnizados.

      Esa tarde, mientras iba de pasillo en pasillo buscando casos promisorios, se acordó de las aulas bulliciosas de la Facultad de Derecho y sintió un flechazo de nostalgia como no había experimentado desde la mañana en que se despidió del profesor Schünzel con la certeza de que acababa de cerrar una puerta que no volvería a abrir por el resto de sus días.

      Ya estaba por salir del archivo cuando oyó el ruido del elevador. No llevaba menos de tres semanas encerrado en el sótano y no había recibido ninguna visita, salvo la del mozo que solía llegar al atardecer para llevarse los expedientes descartados y someterlo a una perorata desagradable sobre el costo de la vida y las migajas que le pagaba la Kripo.

      Por un instante pensó que el teniente Kruger había bajado a saludarlo, pero unos segundos después oyó unos pasos resonantes que iban avanzando como una aplanadora por el pasillo central.

      “¡Bruno! ¿Dónde coños estás?”

      Meyer cerró los cajones del escritorio y se levantó para recibir al visitante: un hombre alto, canoso y fornido que tenía la apariencia invulnerable de una roca.

      “Bruno, por el amor de Dios. ¿No te acuerdas de mí? Soy Hugo Ritter.”

      Durante unos segundos no acertó a decir una palabra. Ritter, que lo estaba mirando con una expresión risueña, se acercó para darle un abrazo y una palmada en la mejilla.

      “Disculpe —dijo Meyer— pero no recuerdo haberlo visto nunca. Hoy en la mañana le llevé un reporte. ¿Lo leyó?”

      Ritter observó con desdén las lámparas de cobre y las paredes cubiertas de salitre y volvió a abrazarlo de una forma tan vigorosa que Meyer sintió que le iba a romper las costillas.

      “No puedo creerlo. ¿Cómo llegaste aquí?”

      “Es una historia muy larga…”

      Ritter lo llevó al elevador.

      “Estoy de acuerdo. Es una historia tan larga que no vamos a dejar de hablar durante los siguientes veinte años.”

      Era demasiado tarde para comer y demasiado temprano para cenar y el Castillo Bávaro estaba casi desierto, pero Ritter animó el restorán con las órdenes y las carcajadas que fue soltando para azuzar a los meseros y remontarse a la época lejana en la que Ludwig Meyer y Hugo Ritter se convirtieron en los mejores amigos del mundo.

      “Salud, Bruno, y olvídate del archivo. A partir de hoy te vas a convertir en mi asistente. ¿Cómo fuiste a parar a ese agujero de mierda en lugar de buscarme desde el primer día?”

      Meyer tomó un sorbo de schnapps.

      “No lo busqué, señor, porque mi padre

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