Las puertas del infierno. Manuel Echeverría

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Las puertas del infierno - Manuel Echeverría El día siguiente

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la Luger en la funda de cuero negro que había utilizado su padre durante los últimos años y que Ritter le dio esa mañana con la misma solemnidad con que le entregó la pistola en las frondas de Grunewald.

      “Señor —dijo uno de los orpos— Soy Schwartz. ¿Se acuerda de mí? Nos conocimos en Tempelhof, la noche que mataron al doctor Kast.”

      Ritter lo miró con un aire de ausencia total.

      “Seguro. ¿Qué pasó?”

      “Cuarto piso —dijo Schwartz— departamento quince. Aquí tengo el nombre…”

      “Después —respondió Ritter— dile a las vecinas que se queden donde están y llama al servicio forense y al Palacio de Justicia para que manden un juez instructor. Por cierto, Schwartz, te presento a Bruno Meyer, mi asistente a partir de ayer en la mañana.”

      “Mucho gusto” sonrió Schwartz.

      “Lo mismo digo” respondió Meyer.

      “Las cortesías para otra ocasión —dijo Ritter— Vamos subiendo.”

      El edificio, que era grande y vetusto, se encontraba en el sector más desvalido de Friedenau y tenía el aire melancólico de un hotel abandonado. La escalera olía a humedad y legumbres hervidas y en todos los rellanos había un letrero del partido convocando a una reunión de vecinos el lunes siguiente a las seis de la tarde: Llega puntual, la Patria no admite Ausencias ni Retrasos.

      “Señor —dijo el orpo que se encontraba en la puerta del departamento— ¿Quiere que lo acompañe?”

      “Quédate aquí y cuando llegue el forense le enseñas el camino. Te estás poniendo verde, Bruno, tranquilo. No es el fin del mundo.”

      El departamento estaba hundido en la penumbra y Meyer se tardó unos segundos en distinguir los muebles de la sala y las marinas que adornaban el comedor. Ritter abrió una puerta, echó un vistazo y la cerró, abrió otra puerta y se acercó para revisar la ventana y el ropero, que tenía dos espejos ovalados.

      “¿Te das cuenta? Todo en orden. No hay ningún signo de violencia. Estos departamentos son una mierda, pero no los rentan por menos de cincuenta marcos. Por allá, la última puerta. Asómate y dame tu opinión.”

      Meyer se dirigió al extremo del pasillo.

      “Envuelve el picaporte con un pañuelo y no toques nada o las hormigas del laboratorio van a decir que tú eres el responsable del estropicio.”

      La mujer, que estaba desnuda, lo miró sin verlo desde una mortaja de sábanas revueltas y almohadas cubiertas de sangre. Era joven y exuberante y tenía la expresión resentida de los muertos que había visto en las fotografías del archivo.

      “¿Tú crees que se la cogieron?”

      Meyer se tardó un momento en dominar la repugnancia que le causaron las heridas del cuello, donde la sangre se había coagulado formando dos líneas onduladas a lo largo de las costillas del lado izquierdo.

      “Es factible. No parece que se hayan llevado nada ni hay signos de resistencia.”

      “¿Qué edad tenía?”

      “¿Treinta?”

      “Treinta y cinco más bien. Buenas piernas, nalgas y tetas. Tirando a fea pero con gran temperamento sexual. Es obvio. Invitó a un desconocido para desahogarse y eligió al tipo menos indicado. ¿Qué hay en el baño?”

      Meyer abrió la puerta que se encontraba junto al ropero.

      “Una bata, unas toallas, unas pantuflas, frascos de perfume y una caja de jabón aromático.”

      “Un homicidio limpio —dijo Ritter— sin odio, sin amor ni pasión. Son los más difíciles. No me asombraría que nadie reclame el cuerpo y lo tengamos que arrojar en la fosa de Oranienburg. Cada vez se tardan más. ¿Por qué no habían llegado? ¿Se les pegaron las sábanas o estaban desayunando en la cancillería?”

      El forense se acercó a la cama sin decir una palabra. El juez instructor, que iba de traje gris y corbata negra, se dejó caer en el sillón de la ventana, abrió su portafolios y sacó una libreta de tapas verdes. Meyer, que había logrado mantenerse firme durante la primera fase de la diligencia, entró al baño y vomitó en el escusado.

      “Échate agua en la cara —gritó Ritter— y no me hagas quedar mal con los señores. ¿Estabas diciendo algo?”

      “Sí —respondió el forense, un hombre bajito y cenizo que llevaba el gafete del partido en la solapa del guardapolvo— Tengo la impresión de que la mataron con un cuchillo de montañista. Tres puñaladas. Una en la carótida interna y dos en la externa. Lleva diez horas sin respirar y se la cogieron antes y después de darle el pasaporte. Tengo que abrirla.”

      “¿Se puede?” dijo un muchacho que llevaba una cámara fotográfica colgada de un hombro.

      “Una tanda completa” le ordenó el forense.

      La habitación se iluminó con una ráfaga de destellos.

      “Servidos —dijo el fotógrafo— ¿Algo más?”

      “Nada” respondió el forense.

      Ritter encendió un cigarro.

      “¿Hablamos aquí o prefiere que vayamos a la sala?”

      “Me da lo mismo —dijo el juez instructor— Va a ser una cosa breve.”

      “Magnífico. Hablamos aquí y si hay algo que aclarar le preguntamos a la muerta. ¡Bruno!”

      “Señor.”

      “Baja a la calle y dile a los orpos que tienes que interrogar a las cacatúas.”

      “Usted disculpe —dijo Meyer— pero no tengo la idea más remota de lo que tengo que preguntarles.”

      “Déjate guiar por el instinto y si te falla el instinto déjate guiar por la imaginación.”

      Meyer abandonó el departamento con la sensación de que se estaba asfixiando, pero al llegar a la planta baja se tomó el pulso y se dio cuenta de que su corazón estaba funcionando con normalidad, lo que no dejaba de ser un milagro, porque en el momento en que vio el rostro desencajado de la víctima y las huellas de las puñaladas sintió que se iba a desmayar junto a la cama.

      Había pensado que las semanas que pasó en el sótano lo habían ejercitado para enfrentarse a cualquier desastre, pero le bastó entrar a la escena del crimen y ver los ojos inexpresivos de la mujer para descubrir que las fotografías de los homicidios y las autopsias no pasaban de ser una versión pasteurizada de la realidad.

      Era la muerte sin paliativos ni fomentos, una exhalación helada que había invadido la sala y el comedor y le daba una apariencia fúnebre a todos los objetos. Meyer pensó que las paredes y las lámparas hubieran podido revelarle al forense y al juez instructor la forma en que la inquilina del departamento número 15 había entrado unas horas antes para entregarse a un desconocido que llegó y se largó sin dejar más vestigio que un charco de sangre y un olor de cosas irremediables.

      “¿Usted

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