Las puertas del infierno. Manuel Echeverría

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Las puertas del infierno - Manuel Echeverría El día siguiente

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del progreso.

      Los gemelos se enrolaron en las Juventudes Hitlerianas, su madre se alistó en una de las secciones más fogosas de las Madres Alemanas, y la sala y el comedor se llenaron de objetos de culto y símbolos de guerra. En las tardes, mientras estudiaba en su cuarto, la casa disfrutaba unas horas de tregua provisional y volvía a ponerse en movimiento a la hora de la cena, cuando bajaba a la cocina y se enteraba de que el Führer era el único alemán que tenía el valor necesario para detener el avance arrollador del comunismo, desarticular la conspiración judía y poner de rodillas a las potencias europeas que habían arruinado a Alemania con el Tratado de Versalles.

      Las primeras épocas se animó a polemizar y gritar, pero la vehemencia de los gemelos y el fanatismo de su madre, que había olvidado los versículos del Evangelio para concentrarse en los párrafos encendidos de Mein Kampf, lo persuadieron de que lo más sensato era mantenerse fiel a su propósito de terminar la carrera e ingresar a un bufete de litigantes acreditados.

      “¿Estás loco? —dijo Vera Meyer— Es un despropósito y no lo voy a tolerar. Hay un millón de lugares donde un abogado como tú puede encontrar trabajo sin necesidad de repetir los errores de su padre.”

      “No soy abogado, soy estudiante de derecho. Y Berlín tiene menos vacantes de las que supones.”

      “¿Sabes por qué se fue a la mierda mi relación con tu padre? Por culpa de la Kripo. Hay muchas cosas que podría decirte y prefiero mantener ocultas. Los vivos con los vivos y los muertos con los muertos. Mañana mismo hablo con la señora Fürst y le pido que te ayude a conseguir un empleo donde puedas auxiliar a la familia sin mancharte las manos.”

      “Todos los hombres del gobierno —dijo Meyer— tienen las manos manchadas. ¿Por qué te parece peor la Kripo que la Gestapo y las SS?”

      “Se acabó. Estoy segura de que la señora Fürst nos va a ayudar a resolver el problema.”

      “De ninguna manera —dijo Meyer— es una decisión tomada y no la voy a cambiar.”

      La señora Fürst era la jefa regional de las Madres Alemanas, una solterona entrada en carnes que había llegado a extremos inconcebibles para que la confundieran con Magda Goebbels: el peinado, el maquillaje, la sonrisa: una versión patética de la mujer de rostro enigmático y aura de princesa que solía aparecer con frecuencia en los documentales patrióticos de Leni Riefenstahl.

      Meyer observó a su madre con dureza.

      “Hace tres meses que no pagamos el abono de la hipoteca y apenas nos alcanza para cubrir los gastos de la casa, la colegiatura de tus hijos los nazis y los recibos del teléfono, el gas, la electricidad y los impuestos municipales. Dudo mucho que Hitler vaya a salvar a Alemania, pero el único que puede salvar a esta familia soy yo.”

      El jefe de personal lo recibió al día siguiente con una palmada afectuosa y lo llevó a la sección administrativa para darlo de alta. Eran las nueve de la mañana y la Kripo estaba hirviendo de actividad. Olía a pintura fresca y tabaco fuerte y todas las oficinas estaban llenas de secretarias y teletipos y máquinas de escribir que producían un ruido semejante al de una granizada.

      Kruger lo hizo entrar a un elevador de rejas negras que empezó a descender con un temblor inquietante y se abrió de golpe en una caverna atiborrada de archivos. No había nadie ni se oía nada, salvo el murmullo apagado del silencio, pero las facciones sanguíneas de Kruger se llenaron de energía cuando llegaron al extremo del corredor y le enseñó sus herramientas de trabajo: un escritorio desvencijado, una máquina de escribir y un garrafón de agua.

      “Como te dije, Bruno, no tengo gran cosa que ofrecerte, pero esta covacha está llena de perlas escondidas. ¿Sabes dónde estamos? En los intestinos de la Kripo. Todo lo que ves aquí, expedientes, legajos, prontuarios, se refiere a los casos que fuimos incapaces de resolver durante los últimos cinco años. Atracos, violaciones, homicidios, fraudes. No se lo digas a nadie, pero acabas de entrar al museo de la impunidad nacional.”

      Meyer sintió un nudo en el estómago.

      “El trabajo es muy sencillo —dijo Kruger— Se trata de revisar los legajos más recientes para saber si hay algún indicio perdido o una pista olvidada, cualquier cosa que hayan pasado por alto los detectives responsables y que tuviera algún elemento que nos permita reabrir las indagaciones.”

      “Si usted me permite le diré que soy el hombre menos calificado para hacer un trabajo de esta clase. Estaba estudiando derecho y mi padre jamás discutió conmigo los principios de la investigación policial.”

      “Bruno, por favor. No hay nadie más adecuado para internarse en esta selva de papel que un hombre versado en la ciencia del derecho. Si no encuentras nada significativo separas el expediente y sigues revisando expedientes. Todos los viernes, a las cinco de la tarde, vendrá un mozo para llevarse las indagaciones descartadas y arrojarlas al incinerador de basura.”

      “¿Dónde está el incinerador?”

      “En el sótano.”

      “Yo pensé que estábamos en el sótano.”

      “La Kripo tiene muchos sótanos y está llena de secretos, mitos y leyendas. Ya lo irás descubriendo.”

      “¿Quién es el jefe de la oficina?”

      “Tú.”

      “¿Y quién hacía el trabajo hasta el día de hoy.”

      “Nadie. La sección se abrió hace un año y el director de administración se olvidó de activar el puesto. Cien marcos al mes, Bruno, no es mucho, pero lo importante es que ya estás incluido en la nómina y podrás avanzar a paso veloz.”

      Meyer abrió los cajones del escritorio y se dio cuenta de que estaban vacíos.

      “No te preocupes. Dentro de un rato mando un mozo con plumas, tinta, papel, lo que sea necesario.”

      Meyer pensó que tendría que trabajar con el abrigo puesto si no quería pescar una pulmonía.

      “¿Qué debo hacer si encuentro algún indicio interesante?”

      “Escribes un resumen de tus observaciones y se lo llevas al detective responsable.”

      “¿A dónde?”

      “Segundo piso. La guardia de agentes.”

      Kruger le dio una palmada en el hombro.

      “Ánimo, Bruno, en poco tiempo podré encontrarte un trabajo menos engorroso y más productivo. Mi oficina estará abierta toda la semana a cualquier hora del día por si necesitas consultar algo. La entrada es a las ocho y la salida a las cinco, pero tú eres el jefe de la sección y tú marcas los horarios.”

      “¿Dónde está el baño?”

      Kruger señaló el extremo del corredor.

      “Le agradezco mucho…”

      “Faltaba más. El hijo de Ludwig Meyer, el mejor detective que haya tenido la Kripo. ¿Quién lo diría? Buena suerte, muchacho.”

      Kruger se dirigió al elevador, que empezó a ascender con un ruido de poleas y cadenas oxidadas y Meyer observó los muros y las puertas de fierro con la sensación de que el alma se

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