Las puertas del infierno. Manuel Echeverría

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Las puertas del infierno - Manuel Echeverría El día siguiente

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      “No me acuerdo, disculpe. Había mucha gente y estaba desolado.”

      “Yo también. Ludwig era un detective formidable y el único amigo que tuve en la vida. Nos conocimos en los cuarteles de Rostock y luego combatimos juntos en Verdún y regresamos hechos pedazos para enfrentarnos a un país devastado por la derrota y los costos de la guerra.”

      Ritter lo miró a los ojos.

      “¿Sabes por qué estamos aquí? Estamos aquí, Bruno, porque una madrugada de 1916 la artillería francesa empezó a golpearnos con tanta violencia que la sexta compañía bajo el mando del coronel August von Halter salió despavorida y buscó refugio en los sitios más absurdos: sótanos, establos, casas deshabitadas. Tu padre y yo nos escondimos en la trastienda de una farmacia derruida hasta que llegó una patrulla de franchutes y empezaron a registrar el lugar con linternas y bayonetas caladas.”

      Ritter hizo una pausa.

      “Nos descubrió un sargento rubio, delgado, jamás lo olvidaré. Nos apuntó sin mayor averiguación y soltó una ráfaga de ametralladora. Tu padre apareció de pronto en el fondo de la farmacia, le dio un tiro en la cabeza y me llevó en vilo a una calle desierta, abrió a patadas una puerta de fierro y me arrojó sobre una cama revuelta. Volvió a la farmacia, buscó una botella de alcohol, vendas y algodón y regresó para atender el balazo que me habían dado en el hombro. Mira.”

      Ritter se abrió la camisa y le enseñó un costurón de diez centímetros.

      “Por eso estamos aquí, Bruno, por los huevos inmensos de tu padre y su espíritu de guerrero teutón. Esa noche nos hicimos hermanos y no volvimos a separarnos hasta que una banda de mafiosos nos acorraló en una bodega de Wedding y nos dieron otra dosis de la medicina que los franceses nos habían dado en Verdún. Hice lo imposible, te lo juro, pero cuando me acerqué al lugar donde había caído tu padre ya era demasiado tarde y no pude corresponder a lo que hizo por mí veinte años antes.”

      Ritter ordenó la cena y una botella de vino.

      “Hace un rato, cuando te vi, me acordé de todo y descubrí que la vida me había dado una segunda oportunidad para encontrarme con Ludwig Meyer. ¿Sabes quién te llevó a la Kripo?”

      “La mala suerte.”

      “No —dijo Ritter— El destino.”

      Ritter pidió un postre de frambuesas bañadas en crema de vainilla y observó con indiferencia a la clientela del Castillo Bávaro.

      “El reporte que me llevaste a la guardia de agentes está lleno de observaciones acertadas. Lo malo, mi viejo, es que ya pasaron muchos años y es imposible seguir trabajando en las indagaciones muertas sin correr el riesgo de descuidar las indagaciones vivas. Sería un derroche de tiempo y recursos que de ninguna manera nos podemos permitir. ¿Cómo entraste a la Kripo?”

      Meyer le contó lo que había sucedido desde la mañana en que se vio forzado a abandonar la Facultad de Derecho.

      “Fui al edificio y le presenté una solicitud de trabajo al jefe de personal.”

      “¿Se enteró de que eras hijo de Ludwig Meyer?”

      “De inmediato.”

      “¿Se enteró de que estabas estudiando derecho?”

      “Por supuesto.”

      “Salud, Bruno, hay que aprovechar los buenos momentos, porque todos los días se vuelven más escasos. Ernst Kruger es un imbécil por los cuatro costados. Es inaudito que te haya recibido en la institución para darte un trabajo tan ridículo y humillante. No se te ocurra volver al sótano. Mañana le hacemos una visita y ponemos las cosas en su sitio.”

      “El teniente Kruger me trató con mucha cortesía y me apena que vaya a pensar que fui a quejarme con usted.”

      Ritter lo llevó a la puerta del Castillo Bávaro, donde se quedaron mirando el tráfico denso de la Unter den Linden hasta que un mesero les entregó las llaves del automóvil.

      “¿Quieres que te lleve a tu casa?”

      “Gracias. Prefiero caminar.”

      “El hecho de que Kruger te haya tratado con cortesía no significa nada. Te ofreció el peor trabajo de la Kripo para salir del paso y no tuvo la delicadeza de darte el lugar que te mereces. Un muchacho como tú, inteligente, responsable, sin contar que eres hijo de Ludwig Meyer. ¿Cuánto vas a ganar?”

      “Cien marcos.”

      Ritter soltó una carcajada.

      “Cien marcos los gana una secretaria, un oficinista de segunda, el jefe de los mozos. Cien marcos te los puedo dar yo sin necesidad de que vayas al maldito sótano. Punto final. Te espero mañana a las nueve en la guardia de agentes. Vete haciendo a la idea de que de aquí en adelante vas a trabajar con el hermano de tu padre.”

      Meyer se despidió de Ritter y se puso a caminar junto a lo árboles de la Unter den Linden. Le había impresionado la autoridad que irradiaban las facciones angulosas de Ritter, pero nada le intrigó tanto como la idea de que había sido amigo íntimo de su padre y que tenían una historia de heroísmo y fraternidad de la que no se había enterado nunca. Meyer tomó un tranvía en la esquina de la Hindenburgstrasse, se bajó a tres cuadras de su casa y se fue a dormir sin darle las buenas noches a su madre y a sus hermanos, que lo vieron pasar como una sombra y perderse en el fondo del corredor.

      Al día siguiente, al abrir los ojos, recordó lo que Hugo Ritter le había dicho en las puertas del Castillo Bávaro y pensó que su estancia en la Kripo iba a terminar de la peor manera. No tenía el menor deseo de volver al archivo, pero le inquietaba mucho acatar las instrucciones de Ritter y verse envuelto en un acto de indisciplina que lo pondría en una situación insostenible con el jefe de personal.

      Era verdad: cien marcos era una suma ridícula para remunerar el trabajo de un archivista (para no hablar de un archivista que podía recitar los capítulos más sobresalientes del Código de Justiniano), pero cien marcos, por otro lado, eran mejor que nada y habían empezado a restablecer el equilibrio económico de su familia.

      No había olvidado la vehemencia con que Ritter le habló de la amistad entrañable que llevó con su padre y la emoción con que le narró el episodio de Verdún, al grado que en algún momento logró imaginar la atmósfera borrascosa de la farmacia donde Ludwig Meyer había matado a sangre fría a un sargento francés para rescatar a Ritter de una muerte segura.

      Lo demás se quedó hundido en una nube de impresiones fragmentarias: los ojos de Ritter, que se llenaron de lágrimas cuando le habló de la noche en que Ludwig Meyer fue abatido por un grupo de forajidos en una bodega de Wedding. La nostalgia (atizada por el vino que se acabó sin ayuda de Meyer) con que le habló de la forma en que él y su padre ingresaron a la Kripo y las aventuras que protagonizaron brazo con brazo hasta que el hampa de Berlín terminó con la amistad entrañable que llevaron durante más de veinte años.

      Meyer se acordó de la rudeza de Ritter, que había tratado a los meseros como si fueran esclavos, la avidez con que se abalanzó sobre la sopa de alubias y las escalopas de ternera antes de pedir que le llevaran una segunda ración, la arrogancia con que pidió una botella de champaña para brindar con el retoño de su “hermano de esta vida y de la otra”, los gritos, las carcajadas, la forma incivil en que miraba a la concurrencia del restorán

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