Las puertas del infierno. Manuel Echeverría

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Las puertas del infierno - Manuel Echeverría El día siguiente

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—dijo Ritter— y quiero eximir a Ludwig de la culpa que pudiera corresponderle.”

      Ludwig Meyer lo miró a los ojos.

      “¿Qué te respondió?”

      “Que el daño ya estaba hecho y yo no era quien para eximir a nadie.”

      “Te lo advertí. Acabas de arruinar nuestras carreras.”

      Ritter se acabó el gebratene y pidió unas copas de brandy.

      “La entrevista siguió en el mismo tono hasta que Scheller me preguntó si le estaba ocultando algo. ¿Señor? le contesté.”

      “Que si me estás ocultando algo.”

      “Así es. Pero en vista de la reacción de usted me da miedo decírselo.”

      “Dímelo.”

      “Galeotti, señor, nos ofreció un porcentaje sustancial de sus ganancias y las ganancias de las otras familias si la Kripo, la Gestapo y las SS aceptaban ayudarlos a operar en forma ordenada y pacífica. Cientos de miles al mes, millones al año.”

      El Tiergarten se había quedado vacío y Meyer echó de menos las voces y las risas de los niños y los oficinistas que habían ido desapareciendo mientras Ritter le hablaba de los conflictos que se desataron a partir de la noche en que cenaron con Galeotti.

      “Hay una cosa que no entiendo…”

      “Calma, Bruno. Te prometo que hoy mismo lo vas a entender todo. ¿Te gustaría comer en el Sturm und Drang?”

      7

      Habían llegado al restorán en la hora de más ajetreo y Ritter llamó a un mesero para decirle que desocupara la mesa que se encontraba en el fondo del salón, que era la misma donde había comido con Ludwig Meyer dos años antes.

      “Usted disculpe, capitán. La mesa la reservaron desde antier los secretarios del magistrado Köhler.”

      “Me importa un coño. Desocupa la mesa. ¿Qué estás esperando?”

      Meyer hizo un intento por mitigar la violencia de la situación.

      “Hay una mesa en aquel rincón y otra a un lado de la barra. Da lo mismo.”

      “De ninguna manera. Te voy a hablar de una cosa muy grave y tiene que ser en el mismo lugar donde comí con tu padre. Rápido, Bastian. Los mueves tú o los muevo yo.”

      Meyer observó con irritación las caravanas y las sonrisas con que el mesero desalojó a los tres funcionarios del Ministerio de Justicia y en el momento en que tomaron la mesa se dio cuenta de que Ritter había decidido convertir el trámite simple de una comida en horas de trabajo en un rito solemne. Lo obligó a que se sentara en el lugar que había ocupado su padre y luego llamó al mesero y le dio instrucciones de que les llevara lo mismo que habían comido la tarde en que firmaron la tregua: sopa de alcachofa, gebratene y una botella de Dornfelder.

      “Durante un par de semanas —dijo Ritter— seguimos trabajando como si no hubiera ocurrido nada, pero tu padre aprovechaba cualquier pretexto para leer el futuro en una bola de cristal.”

      Tenía la certeza de que Scheller estaba hundido en un dilema y que en algún momento iba a hablar con Arthur Nebe, director de la Kripo, para decirle que sus detectives favoritos habían cometido el error imperdonable de sentarse a compartir el Chianti y el espagueti con una de las alimañas más ponzoñosas de Berlín. Tenía pavor de que los sometieran a un castigo ejemplar y que sus años de servicio en la Kripo terminaran de la manera más oprobiosa, al grado que no sólo iban a perder todo sino que nadie querría darles trabajo.

      “Lo peor de todo, Bruno, fue que los temores de Scheller se materializaron al cabo de unas semanas. Los enfrentamientos de las mafias se multiplicaron a un ritmo inusitado y lo que Galeotti había llamado ‘daños colaterales’ aumentaron en forma dramática. Bombas, balaceras, golpes de mano.”

      Ritter bebió un sorbo de Dornfelder.

      “Scheller se puso frenético y nos dio veinticuatro horas para remediar el desastre. Hablen con el jodido italiano y díganle que la Kripo está dispuesta a tomar las medidas más severas contra él y su familia.”

      “No entiendo —dijo Meyer— ¿Por qué no mandó a un grupo de agentes para que detuvieran a los integrantes de las cuatro mafias?”

      “Porque la voluntad de Dios es inescrutable y la de los jerarcas nazis también. ¿Me permites continuar?”

      Una pausa.

      “Galeotti se quedó esperando hasta la mañana en que le hablé por teléfono para decirle que teníamos urgencia de hablar con él.”

      Ludwig Meyer se negó a acudir a la reunión, porque le causaba repugnancia sentarse a parlamentar con un hombre que se ganaba la vida facilitando abortos y vendiendo morfina y heroína.

      “Lo arreglas tú y me dejas al margen de todo.”

      “¿Estás loco? —le respondió Ritter— La primera vez lo hicimos sin consultar con nadie, pero en esta ocasión tenemos órdenes estrictas del general Scheller y eso nos coloca por encima de toda sospecha. No sólo vas a ir, Ludwig, sino que estás obligado a manejarte como un caballero, igual que lo ha hecho Galeotti. Y no te olvides de ponerte el Cartier que nos regaló.”

      “¿Accedió?” preguntó Meyer.

      “Accedió, excepto por lo que se refería al maldito reloj. Es una cuestión de principio, me dijo, una forma de demostrarle que no estoy de acuerdo con sus métodos de trabajo ni su filosofía de la vida.”

      Galeotti los recibió al día siguiente en su oficina, que estaba decorada con un gusto exquisito: muebles ingleses, alfombras persas y una galería de cuadros en los que destacaban dos marinas de Turner y un desnudo de Renoir.

      Galeotti llamó a uno de sus gondoleros y le ordenó que les sirviera una ronda de vodka.

      “No sabemos lo que va a ocurrir de aquí en adelante, pero me dio una alegría inmensa saber que tenían urgencia de hablar conmigo. ¿Algún progreso?”

      “Fue entonces —dijo Ritter— cuando le informé que el general Scheller estaba furioso por la forma en que estaba escalando la violencia y que no tenía ninguna duda de que él era el responsable de lo que estaba sucediendo.”

      Galeotti reaccionó con su ecuanimidad habitual.

      “No soy yo, somos todos. Antonescu, O’Banion, Leclerc. ¿No les advertí que la situación se estaba agravando y que era imperativo que nos reuniéramos para celebrar un pacto de respeto y auxilio recíproco? Supongo que el subdirector se enteró de mi propuesta.”

      Ritter arrugó las cejas.

      “¿Qué le iba a decir? ¿Que Scheller había estallado como un volcán y que estábamos con un pie en la calle y otro en la cárcel por el simple hecho de habernos reunido con él en la Góndola Azul?”

      “Hubiera sido lo más apropiado.”

      “No lo hice yo, lo hizo tu padre, que no sólo se comportó como un témpano

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