Las puertas del infierno. Manuel Echeverría

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Las puertas del infierno - Manuel Echeverría El día siguiente

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      Galeotti, que tenía olfato de hiena, advirtió todo: la gelidez de Ludwig Meyer, los esfuerzos patéticos de Ritter, la tempestad que se había desatado en la Kripo desde el momento en que le envió a Scheller la propuesta del armisticio.

      “Si ustedes me permiten —sonrió Galeotti— les voy a hacer una predicción. El general Scheller va a hablar con el director de la Kripo y luego va a hablar con los subdirectores de la Gestapo y las SS, y cuando pase un tiempo razonable los llamará para autorizarlos a que sigan parlamentando conmigo.”

      Ludwig Meyer lo miró con desconcierto.

      “¿Por qué lo dice?”

      “Porque Scheller necesita envolverse en un manto de dignidad antes de reconocer que se está muriendo por firmar el pacto. ¿Le hablaron del dinero?”

      “Por supuesto” dijo Ritter.

      “En ese caso no tengo ninguna duda. Si estuviera equivocado no sólo no les hubiera ordenado que vinieran a hablar conmigo sino que nos hubiera mandado detener la semana pasada. El acuerdo está avanzando a toda marcha, aunque ustedes no lo crean.”

      Galeotti encendió un Montecristo.

      “Lo malo, señores, es que mientras el general Scheller y sus colegas le dan largas al asunto para mantener intacta su fachada de hombres honorables, las familias de Berlín van a seguir atacando mis negocios con la misma saña con que yo voy a seguir atacando los suyos y los daños colaterales se van a multiplicar en forma geométrica. Los jefes de las otras familias no saben nada y no estaré en posibilidad de hablar con ellos hasta que las autoridades le den el visto bueno a la firma del acuerdo.”

      “¿Y qué pasó?” dijo Meyer.

      “Todo sucedió como lo había profetizado Galeotti, pero tomó más tiempo de lo que hubiera sido prudente.”

      Scheller acabó por hablar con los jefes de la Kripo, las SS y la Gestapo y unas semanas después se organizó una reunión en el Hotel Bristol de la que no se supo nada hasta la mañana en que Ludwig Meyer y Hugo Ritter fueron llamados a las oficinas del subdirector general.

      “Contra lo que habíamos pensado, Scheller nos recibió en un tono de normalidad absoluta y nos dijo que la negociación con Galeotti había empezado a tomar forma el lunes anterior.”

      “¿Trató de justificarse?”

      “En ningún momento. Se limitó a ordenarnos que siguiéramos adelante con los asuntos de la bitácora y que no aflojáramos la presión hasta que se hubiera llegado a un acuerdo definitivo.”

      “¿A que se refería?”

      “A lo que teníamos que hacer mientras ellos dialogaban con Galeotti. Perseguir a las mafias y evitar que siguieran reinando en los albañales, lo que era una tarea imposible, porque el resto de las familias no estaban enteradas de que Galeotti había empezado a hablar con las autoridades y se seguían manejando como una manada de elefantes.”

      “Me imagino —dijo Meyer— que Galeotti…”

      “Exacto. Galeotti estaba feliz, pero también estaba inquieto porque las otras familias habían recibido sus mensajes con recelo y se negaron a acudir al Bristol alegando que les estaba tendiendo una trampa.”

      Ritter tomó un sorbo de vino.

      “Unos días después se logró lo que parecía imposible y a mediados del mes siguiente se celebró una reunión plenaria en un salón privado del Bristol a la que acudieron las cabezas de las cuatro familias y los jefes de la policía. Galeotti nos invitó a cenar otra vez en la Góndola Azul y nos puso al corriente de la forma espléndida en que estaba avanzando todo. A su juicio, Bruno, tu padre y yo éramos las piedras angulares de un acuerdo histórico y estaba seguro de que, con el paso del tiempo, nos íbamos a sentir orgullosos del papel que habíamos desempeñado.”

      Ritter soltó una nube de humo.

      “Sólo quedaba por resolver el renglón más peliagudo.”

      “¿Cuál?”

      “Te lo digo en un segundo. ¿Nos tomamos un coñac?”

      Las negociaciones del Bristol se desarrollaron como una seda. Scheller, que era un prusiano cosmopolita y vivaz, se manejó con una urbanidad irreprochable, lo mismo que Hoffmann y Kasper, que no dejaron ver el desprecio que sentían por los jefes del crimen organizado y se comportaron como si los conocieran de toda la vida.

      “Galeotti, que me llamaba con frecuencia, me dijo que Scheller era un mentecato, que Hoffmann se daba más ínfulas que un príncipe austriaco y que Kasper llevaba las palabras depravado sexual escritas en la frente, pero que la ambición de hacerse millonarios los forzó a conducirse con un mínimo de educación y respeto.”

      Meyer se imaginó las sonrisas, los puros, el tintineo de las copas.

      “Durante los días más críticos de la negociación se acordó un cese provisional de las hostilidades y las ciudades de Alemania empezaron a vivir en un estado de calma relativa mientras los reyes del crimen y los lacayos de Hitler arreglaban el mundo alrededor de una mesa llena de caviar y champaña.”

      Ritter tomó un sorbo de coñac.

      “Lo malo es que mientras las pláticas llegaban a su fin las familias seguían expuestas al acoso de las bandas libres, los turcos, rusos y chinos que también querían su tajada y no sabían media palabra del conciliábulo que se estaba desarrollando en los salones del Bristol.”

      Galeotti, que era de los más afectados, dijo que había llegado el momento en que las autoridades pusieran manos a la obra y los protegieran de los piratas sin licencia, pero Scheller respondió que no podían intervenir porque, en resumidas cuentas, todavía no se había resuelto lo principal.

      “Era cierto, faltaba determinar los montos que recibirían las autoridades para ofrecer protección a las familias y sobre todo, como te dije hace un rato, el renglón más peliagudo.”

      Ritter lo miró con melancolía.

      “Te voy a contar algo muy doloroso y no sería conveniente que me dejaras bebiendo solo. No has tocado el puto coñac.”

      El Pacto del Bristol establecía que los organismos policiales iban a proteger a las familias para evitar que las pandillas libres afectaran sus intereses. Las familias, por su lado, se comprometían a entregar a la policía el veinte por ciento de las ganancias divididas en tres partes. Todo estaba aprobado, pero el pacto no podía cerrarse todavía porque faltaba resolver el problema fundamental. ¿Cómo se iba a administrar la droga, quién la iba a importar, quién la iba a distribuir? Y sobre todo: ¿en qué montos y proporciones?

      “Ninguna de las partes quería ceder un milímetro de terreno y el debate tomó más tiempo de lo debido, hasta la noche en que se produjo un episodio tan violento que los hombres del Bristol no tuvieron más opción que ponerse de acuerdo.”

      Ritter bajó la voz.

      “Eran las once de la noche y tu padre y yo nos habíamos quedado en la guardia de agentes esperando noticias. Falta poco, nos había dicho Galeotti, en menos de cuarenta y ocho horas se arregla todo. Pero las dudas y las vacilaciones se fueron multiplicando de forma incesante y lo que se había acordado

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