Las puertas del infierno. Manuel Echeverría

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Las puertas del infierno - Manuel Echeverría El día siguiente

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tema, pero Galeotti respondió con la misma firmeza con que había expuesto su caso.

      “¿A cambio de qué? Magnífica pregunta. Es más: me atrevería a decir que no sólo es una pregunta magnífica sino que es la pregunta crucial.”

      Galeotti se inclinó sobre la mesa.

      “Dinero —dijo— Toneladas de marcos, libras y dólares que serían entregados con puntualidad a los mandos de las tres corporaciones. Yo me comprometo a garantizar con mi vida que el pacto será respetado en forma escrupulosa. También me comprometo a mandarles señales de humo a los jefes de las otras familias para que vean los beneficios de la iniciativa y acepten reunirse con nosotros en el sitio y fecha que ustedes dispongan. ¿Tenemos un principio de acuerdo?”

      Ludwig Meyer, que había oído a Galeotti con el ceño fruncido, se aclaró la garganta.

      “Le agradezco mucho, señor Galeotti…”

      “Vittorio, Ludwig, te lo ruego.”

      “Le agradezco mucho, señor Galeotti, que nos haya invitado a cenar, pero no puedo ofrecerle que vamos a hablar con el subdirector de la Kripo para transmitirle su recado. Sería tanto como exponernos a que nos degraden en el acto y nos sometan a una indagación que podría llevarnos a la cárcel por una cadena de infracciones que empezamos a cometer en el instante en que nos reunimos con usted.”

      “Ludwig —dijo Ritter— no es el momento de responder con un cubetazo de agua helada la oferta generosa que nos ha hecho Vittorio. Tenemos que ver todos los ángulos y analizar con detenimiento los pros y los contras de la situación.”

      “No hay pros y contras —dijo Ludwig Meyer— se trata, en suma, de poner a los órganos de seguridad de Alemania al servicio de la delincuencia. Una cena exquisita, señor Galeotti, pero no me parece adecuado que volvamos a reunirnos.”

      “Vittorio —dijo Ritter— no te ofendas. Es un asunto espinoso y como acaba de decir Ludwig nos has colocado en una posición difícil. Tenemos que pensarlo.”

      Galeotti los miró con una expresión risueña.

      “No podemos dejar que la cena se convierta en una fuente de discordias. Se trata de encontrar un término medio que nos permita desarrollar nuestros oficios respectivos en una atmósfera de racionalidad. No vamos a ganar nada si seguimos haciendo la guerra cada uno por su lado.”

      “Usted lo ha dicho —respondió Ludwig Meyer— nuestros oficios respectivos.”

      “Ludwig —dijo Ritter— lo hablamos después. Lo más importante es examinar la oferta. No sabemos lo que nos va a responder el subdirector de la Kripo. Tenemos que discutirlo con él.”

      “No hay necesidad de precipitarse —dijo Galeotti— Analicen el problema y volvemos a reunirnos cuando tengan un punto de vista definitivo.”

      “Un millón de gracias —dijo Ritter— Vamos a reflexionar en lo que se ha hablado y te daremos nuestra respuesta en un tiempo breve.”

      Ya estaban por abandonar el reservado cuando Galeotti abrió un armario de caoba y les entregó dos estuches de Cartier. Los relojes, que eran de oro, llevaban una fecha inscrita en el reverso de la carátula.

      “Febrero 15 de 1936 —dijo Galeotti— No es un regalo. Es un testimonio de buena voluntad. Si aceptan mi oferta se convertirá en un símbolo del encuentro más fructífero que hayan tenido nunca los oficiales de la Kripo y la familia Galeotti, lo que, a su tiempo, podría hacerse extensivo al resto de las familias.”

      “Muy amable —dijo Ludwig Meyer— pero no puedo aceptarlo.”

      Ritter se guardó los estuches y le dio un abrazo a Galeotti, un gesto que Ludwig Meyer observó con frialdad y Galeotti correspondió de la manera más efusiva.

      “Ha sido un honor —les dijo— sea cual sea la respuesta de las autoridades pueden contar conmigo. Adversarios o aliados, lo fundamental es que la reunión de hoy quede como un ejemplo del espíritu de concordia de tres hombres honorables.”

      No habían salido de La Góndola Azul cuando Ritter y Ludwig Meyer se enredaron en una discusión tormentosa.

      “No podemos ponernos en manos de una banda de forajidos y seguir fingiendo que somos policías.”

      “Al revés —dijo Ritter— no podemos seguir persiguiendo a las sabandijas y dejar que los delincuentes de capa de armiño se adueñen de las calles de Alemania. Tenemos que hablar con Scheller y transmitirle el mensaje de Galeotti.”

      “¿Sabes lo que valen los relojes?”

      “Una fortuna”

      “¿Por qué los aceptaste?”

      “Porque hubiera sido una falta de educación rechazarlos y no voy a permitir que un hombre como Galeotti nos haga ver como dos palafreneros. Agarra el reloj y deja de jugar al monje franciscano. No te queda.”

      “Primero muerto.”

      Durante la siguiente semana apenas se dirigieron la palabra, hasta el viernes en que Ritter invitó a comer a Ludwig Meyer para firmar una tregua.

      “Hubiera preferido hacerlo contigo, pero no me dejaste más opción que hablar con Scheller para transmitirle el mensaje de Galeotti.”

      Estaban en el Sturm und Drang, una taberna que solían frecuentar los oficinistas del Ministerio de Justicia y donde servían el mejor gebratene de Berlín.

      “No te voy a perdonar. Estabas obligado a acompañarme y enfrentar la situación con el mismo espíritu de fraternidad con que hemos enfrentado lo demás.”

      Ludwig Meyer se quedó perplejo.

      “Te dije mil veces que era una estupidez que hablaras con Scheller. ¿Cómo reaccionó?”

      “Se puso lívido, arrojó un cenicero contra la pared y me dijo que llevaba en el pecho una lista de los traidores que lo rodeaban en la Kripo y que a partir de esa mañana yo ocupaba el lugar más distinguido.”

      “¿Le informaste que yo había ido a la cena?”

      “No fue necesario. Me imagino, dijo Scheller, que tu compañero y amigo no es ajeno a esta maquinación. ¿Por qué no vino a dar la cara? Porque no está de acuerdo, le respondí. Y me temo que se va a poner furioso cuando se entere de que le pedí una audiencia para transmitirle el mensaje de Galeotti.”

      Jürgen Scheller había empezado como policía de banqueta en una sección olvidada de la comandancia de Magdeburgo y fue avanzando en la jerarquía escarpada de los rangos intermedios hasta el principio de la guerra, donde combatió como un león bajo el mando del general Von Mackensen en las trincheras de Serbia. Era un hombre macizo, de cincuenta años y se había hecho famoso por su afición a los caballos y su éxito con las mujeres.

      “¿Qué te dijo Ludwig?”

      “Lo mismo que usted —respondió Ritter— pero yo tenía la obligación de informarle y no he tenido más remedio que hacerlo.”

      “¿Te das cuenta —gritó Scheller— de lo que va a suceder? Galeotti va a esperar mi respuesta unos días y si no sabe nada va a extremar

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