Las puertas del infierno. Manuel Echeverría

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Las puertas del infierno - Manuel Echeverría El día siguiente

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estoy hablando de las afueras de Berlín, un barrio obrero inundado de judíos y comunistas y uno de los tantos lugares donde las familias habían establecido sus bodegas para almacenar armas, droga y una parte sustancial del contrabando.”

      Hugo Ritter y Ludwig Meyer abandonaron la guardia de agentes y se dirigieron al lugar de la refriega. Las calles estaban desoladas y llegaron a Wedding en veinte minutos, dejaron el automóvil en una esquina de la Römerstrasse y se dieron cuenta de que los orpos se estaban batiendo en retirada.

      “Allá, señor —dijo uno de ellos— en la bodega, un grupo de turcos está desvalijando un depósito clandestino.”

      La Römerstrasse estaba sumida en un desorden total: cinco patrullas de los orpos, dos camiones de los asaltantes y un estrépito de fuego cruzado entre los turcos y los hombres que estaban defendiendo el tesoro de la bodega.

      “En ese momento habían matado a tres orpos y había otros dos malheridos sobre la banqueta, pero era imposible saber lo que estaba sucediendo en el interior de la bodega, donde los gritos y los disparos iban aumentando como una marea incontenible.”

      Meyer se imaginó todo como si lo estuviera viendo.

      “El hecho, Bruno, es que si los hombres del Bristol hubieran formalizado el pacto, tu padre y yo nos hubiéramos presentado a la Römerstrasse apoyados por una brigada de la Gestapo y un pelotón de las SS y habríamos fumigado a los turcos en cinco minutos. Pero el pacto no se había formalizado todavía y tuvimos que enfrentarnos a la emergencia sin ayuda de nadie.”

      Los orpos, dijo Ritter, no tenían experiencia ni huevos y se habían dejado emboscar por una tropa de forajidos que iban armados hasta los dientes.

      “¿Cómo sabes que son turcos?” le había preguntado Ritter al oficial que los recibió.

      “Créame, señor, son turcos.”

      “¿Cuántos?”

      “Quince, veinte.”

      “¿Cuántos orpos están atrapados en la bodega?”

      “Siete, y lo más factible es que los hayan matado.”

      “¿A quién pertenece la bodega?”

      “A Leclerc, a O’Banion. No pudimos averiguarlo.”

      Ludwig Meyer, que se había agazapado junto a las patrullas, se acercó para hablar con Ritter.

      “Tenemos que pedir refuerzos.”

      “¿A quién?”

      “A la guardia de agentes, a la comandancia de Wedding, a quien sea.”

      “A estas horas no hay nadie en la Kripo y no creo que valga la pena llamar a los orpos, ya lo estás viendo. No serviría más que para aumentar el número de cadáveres.”

      Ritter tomó un sorbo de coñac.

      “Justo en ese momento los turcos empezaron a sacar las cajas y a subirlas a los camiones. Eran turcos, sin duda. Me di cuenta porque estaban hablando a gritos y logré identificar algunas palabras. Hizli, tabanca, yangin.”

      “Tenemos que entrar” había dicho Ludwig Meyer.

      “De ningún modo —respondió Ritter— La situación no puede ser más confusa. ¿De qué se trata? ¿De defender los intereses de O’Banion, de morirnos en la trinchera por Antonescu y Galeotti? No estamos en Verdún. Los señores del Bristol no se han puesto de acuerdo y no estamos obligados a defender a nadie.”

      “Hay media docena de orpos encerrados en la bodega —dijo Ludwig Meyer— y no podemos abandonarlos a su suerte.”

      “Podemos eso y más —respondió Ritter— No me voy a exponer sin ninguna garantía para que las jodidas familias se sigan hinchando de dinero.”

      “No es por ellos —dijo Ludwig Meyer— es por nosotros. Los orpos son un grupo de inútiles pero forman parte de la policía de Alemania y no podemos dejar que se mueran sin hacer nada.”

      Ludwig Meyer no dijo más. Se acercó al zaguán de un edificio, esperó unos segundos y desapareció bajo la humareda y el estrépito de las balas.

      “Me fui detrás de él, Bruno, pero en el momento en que llegué a la bodega me di cuenta de que estaba sumida en una confusión espantosa.”

      El lugar era un infierno: los turcos habían incendiado las oficinas y se tardó unos instantes en distinguir a dos orpos que estaban derribados frente a una cortina de fuego.

      “Fue en ese momento —dijo Ritter— cuando descubrí que la bodega pertenecía a Leclerc, porque las paredes estaban llenas de letreros escritos en francés.”

      Ritter arrugó la frente.

      “Un poco después vi a tu padre. Se había atrincherado junto a un bloque de cemento y estaba disparando hacia la escalera, donde había dos turcos armados con fusiles y granadas. Se había aproximado para ayudar a un orpo que se estaba retorciendo junto a una montaña de cajas y cuando empezó a arrastrarlo para impedir que se lo tragaran las llamas se quedó petrificado bajo el humo y se derrumbó como un fardo junto a las ruedas de una grúa.”

      Ritter se acercó pecho a tierra y al llegar a un lado de las oficinas vio que Ludwig Meyer estaba inconsciente. Había tratado de auxiliarlo, pero tenía un balazo en el estómago y otro en la espalda y estaba respirando con mucha dificultad.

      Luego se oyó un ruido ensordecedor y el techo de las oficinas se vino abajo. Los disparos cesaron de pronto, los camiones de los turcos se perdieron en el fondo de la noche y los hombres de Leclerc, que habían peleado con una ferocidad inaudita, se esfumaron con la misma rapidez que los atracadores.

      “No lo pensé dos veces —dijo Ritter— Metí a tu padre en el coche y lo llevé a la Röntgen Klinik, donde el médico de guardia me informó que estaba muerto. Alcé un teléfono, llamé al Bristol y pedí que me comunicaran con el general Scheller. La telefonista se tardó una eternidad en pasar el recado, porque tenía instrucciones de no molestar a las personas que estaban conferenciando en la sala de juntas. Kripo, grité. Emergencia total.”

      Unos segundos después se oyó la voz imperiosa de Scheller envuelta en un rumor de charlas animadas.

      “¿A quién pertenece la bodega?”

      “A Bernard Leclerc.”

      “¿Qué había en las cajas?”

      “Droga, lo más probable.”

      “¿Cuántos muertos?”

      “Veintidós, contando orpos, turcos y franceses.”

      “Me duele en lo más profundo lo de Ludwig. Encárgate de avisarle a la familia y te espero mañana en la oficina a las ocho en punto.”

      Scheller, que se había quedado estupefacto, se reintegró a la mesa de discusiones y les informó lo que había sucedido en la Römerstrasse. Se lo contó al día siguiente, en la Kripo, a donde Ritter se presentó temblando de indignación y con la certeza de que había estado

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