El arte del amor. Miranda Bouzo
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—¿Colin te trata mal? ¿Ha ocurrido algo entre vosotros?
—No, no, al contrario. Colin es lo que siempre esperé de un compañero, pero falta algo, algo que no consigo encontrar y, mientras el tiempo pasa y la fecha se acerca, creo que ambos merecemos algo mejor, ¿sabes qué quiero decir?
—Que no eres feliz.
—¡Nela! —exclamé quitando la mano—. ¡Eres capaz de resumir todo en una palabra cuando llevo días sin saber qué hacer!
—¡Alice, no puedo creerlo! —gritó alarmada—. ¿Has venido hasta Alemania para decidir si te casas con él? Quiero decir, estoy encantada de que estés aquí, ¡pero no pretenderás que te diga qué hacer!
—No. Sé que tengo que decidir sola, aclararme, por Colin y por mí. Nela, me he perdido a mí misma, no sé quién soy en este momento de mi vida. Te necesitaba cerca, y alejarme de él un tiempo.
—Yo también, me haces falta, Alice. Estoy deseando que el niño nazca, que Soren deje de preguntarme si estoy bien, dónde estoy, qué he comido o qué hago a todas horas.
—No creo que sea para tanto.
La puerta se abrió en ese momento de golpe, dando con la pared, y el marido de Nela apareció con el ceño fruncido.
—Nela, te estaba buscando. ¿Qué hacéis? ¿Has comido ya?
Con lágrimas en los ojos, entre la alegría y el llanto, Nela y yo nos miramos y echamos a reír, probablemente Soren no lo entendería, pero no podíamos parar.
ALICE
Seguí a Nela, después de que ella aplacara la ansiedad de Soren, a través del corredor iluminado por la luz del sol. Nunca había imaginado que la casa tuviera tantas habitaciones. Una puerta cerrada tras otra hasta llegar al extremo del enorme pasillo.
—Es aquí, Alice.
Nela abrió una puerta de madera más clara y pequeña que las demás. Subimos unos pocos escalones de piedra, una alfombra en el suelo evitaba resbalar en ese estrecho ascenso hasta que, de repente, a espaldas de ella, la luz me cegó un momento. Bosque. Esa es la única palabra que me vino a la mente, el verde de los árboles mecidos por el viento. Era la misma vista que tenía desde mi habitación solo que, en esa sala, cristales del suelo al techo en tres de sus paredes hacían parecer que te hubieras internado entre sus ramas.
Nela caminó entre dos largas mesas de madera clara, llenas de botes transparentes, pinceles, paletas y pequeñas muestras. El olor, acetato y disolventes, pintura acrílica y pegamentos. Huele a pasado y una época sin preocupaciones. Pasé los dedos sobre las mesas dispuestas en dos enormes borriquetas mientras, con satisfacción, me entretenía en tocar algún objeto conocido. Volví a tener seis años menos y a entrar en la sala de restauraciones de la universidad. Roberto Márquez, nuestro profesor, nos explicaba la función de cada miembro del equipo de restauración mientras yo miraba al guapo chico que tenía de compañero. Él me guiñó un ojo. Mi primer chico en la universidad. Días más tarde, en una fiesta, fue cuando tuve mi primer contacto con las drogas y la bebida y, a partir de ahí, todo fue mal, muy mal. Los colores se difuminaron a mi alrededor porque ya no me preocupaba captarlos. Murieron para mí cada vez que cogía un pincel entre las manos.
—Es impresionante, Nela, es un estudio completo, aquí en mitad de los bosques.
¡Siempre ha sido tan ordenada! A pesar de los cientos de frascos y soluciones, pequeños bastones y gasas, todo aparece alineado y con un orden concreto. Fue en ese momento cuando lo vi: un cuadro pequeño sobre un caballete, tapado con una sábana de protección para evitar la luz del sol y los cambios de temperatura.
—Este es el cuadro en el que trabajo —afirmó Nela con una sonrisa que conocía de sobra. La niña traviesa que habitaba en ella pareció llamarme para jugar en el patio de los mayores.
Lo descubrió despacio y entornó los ojos con ojo crítico: un lienzo de pequeñas dimensiones, de un hombre mirando de perfil, con la cabeza ladeada y una mirada triste de ojos avellana. Sus ropas, siglo XVI, un jubón oscuro y un sombrero de pintor granate. Esos colores densos y cargados de pigmentos, el sólido negro, la sensación de una capa gruesa formando el manto verde.
Ahogué un suspiro porque no podía creerlo, había visto antes ese cuadro de fondo oscuro y trazo minucioso. Aparecía en cientos de listas en la red, las malas, las de cuadros perdidos, desparecidos o robados.
—Rembrandt, autorretrato.
Las palabras se me escaparon en un suspiro. Sin apartar la mirada busqué a tientas la mano de Nela y la obligué a acercarse conmigo para ver las pinceladas y la firma que no encontraba. Tal vez, si no estaba firmado, podría afirmar que era una copia.
—Es auténtico, Alice —afirmó Nela—. Puedo demostrarlo, he estudiado cada milímetro del lienzo. Estaba abandonado en una pequeña buhardilla en París.
—Está en la lista de los diez cuadros desaparecidos más famosos —sentencié—. ¿¡Y lo tienes tú, Nela!?
Era peor de lo que imaginaba. ¿A qué se dedicaban los Müller? Esa casa escondida en mitad de un bosque era un almacén de obras de arte, ¿robadas?, ¿expoliadas en el pasado?
—Sé lo que piensas, Alice, pero es legítimo. Soren compró la casa en la que estaba y todo lo que había dentro. Pertenecía a una vieja familia alemana exiliada durante la guerra en París, ellos a su vez lo adquirieron en una subasta en Zúrich. Soren tiene muchos contactos que no sé cómo encuentran estas cosas, ni quiero saberlo.
La miré con cierto recelo, ¿sería verdad?
—¿Quieres decir que el cuadro estaba allí tirado en un rincón? ¿De verdad es auténtico?
—Aunque no lo creas, estaba destrozado, manchado de polvo y restos de desechos de pájaros y ratones. Soren sigue las pistas, tiene gente que se encarga de ello, encuentra los cuadros y yo los restauro.
—¿Y el de ahí abajo?
Nela calló y sus ojos azules me esquivaron.
—No puedo cambiar lo que son los Müller, a veces no todo es legal, pero he de conformarme con que algunas obras vuelvan a la luz después de tanto tiempo. Se venden para preservarlas. Alice, esto tiene que quedar entre nosotras, nadie puede saberlo, nunca. Destruirías nuestra familia.
Sentada sobre el taburete porque las piernas me flaqueaban, volví a mirar la pintura. Era hermosa. Nela casi había terminado el proceso de restauración. No había podido salvar un extremo duramente golpeado y necesitaba reconstruir la pintura de ese lado casi en su totalidad. La tela rasgada indicaba que alguien había maltratado el cuadro, o no sabía lo que de verdad valía abandonándolo sin piedad en un rincón. Comprendía lo que Nela me decía, esa parte del artista que necesitaba recuperar una obra de arte, devolverla a la vida sin importar las connotaciones de su procedencia.
—Quedará