Eso no puede pasar aquí. Sinclair Lewis

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Eso no puede pasar aquí - Sinclair Lewis A. Machado

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los profesores realmente inteligentes están con ellos!”

      “Aquí, hace solo tres años, un porcentaje de estudiantes asquerosamente amplio estaba formado por descarados pacifistas que querían apuñalar a su propio país por la espalda. Pero ahora, cuando los desvergonzados payasos y los defensores del comunismo intentan celebrar reuniones pacifistas..., bueno, amigos míos, en los últimos cinco meses, desde el uno de enero, al menos setenta y seis de estas orgías exhibicionistas han sido asaltadas por sus propios compañeros. Y al menos cincuenta y nueve estudiantes rojos y desleales han recibido su justo merecido: ¡les dieron una paliza tan brutal que nunca volverán a izar la bandera manchada de sangre del anarquismo en este país libre! ¡Y eso, amigos míos, son BUENAS NOTICIAS!”

      Cuando el general se sentó, entre un éxtasis de aplausos, la alborotadora del pueblo, la Sra. Lorinda Pike, se puso en pie de un salto y volvió a interrumpir el festín de amor:

      “Escuche, Sr. Edgeways, si usted cree que puede quedarse tan fresco después de estos sádicos disparates sin...”

      No pudo decir ni una palabra más. Francis Tasbrough, el dueño de la cantera y el industrial más importante de Fort Beulah, se levantó presuntuosamente, hizo callar a Lorinda con un brazo extendido y retumbó con su voz de bajo al estilo del himno “Jerusalem, the Golden”: “¡Un momento, por favor, querida señora! Todos nosotros en esta región nos hemos acostumbrado a sus principios políticos. Pero, como presidente, lamentablemente es mi deber recordarle que el general Edgeways y la Sra. Gimmitch han sido invitados por el club para que nos expresen sus puntos de vista, mientras que usted, si me disculpa, ni siquiera está emparentada con ningún rotario, sino que se encuentra aquí simplemente como invitada del reverendo Falck, quien nos honra con su presencia más que cualquier otro miembro. Por tanto, si no le importa... ¡Muchas gracias, señora!”

      Lorinda Pike se había dejado caer en la silla con la palabra en la boca. El Sr. Francis Tasbrough no se dejó caer; se sentó como el arzobispo de Canterbury en el trono arzobispal.

      Doremus Jessup saltó para calmar a todos, pues era amigo íntimo de Lorinda y, desde su más tierna infancia, había jugado con Francis Tasbrough y le había detestado.

      Aunque Doremus Jessup, editor del Daily Informer, era un hombre de negocios competente y un redactor de editoriales ingenioso y directo al más puro estilo de Nueva Inglaterra, todavía se le consideraba el excéntrico más destacado de Fort Beulah. Formaba parte de la junta de la escuela y la junta de la biblioteca, y presentaba a gente como Oswald Garrison Villard, Norman Thomas y el almirante Byrd cuando acudían a la población para dar conferencias.

      Jessup era un hombre bastante bajo, flaco, sonriente, bien bronceado, con un diminuto bigote gris y una plateada barbita bien recortada (en una comunidad en que lucir una barba equivalía a confesarse granjero, veterano de la Guerra Civil o adventista del séptimo día). Sus detractores afirmaban que llevaba la barba solo para parecer “intelectual” y “diferente”, para aparentar ser un “artista”. Quizá tuvieran razón. De todas maneras, Jessup se levantó de un salto y murmuró:

      “Bueno, Dios los cría y ellos se juntan. Mi amiga, la Sra. Pike, debería saber que la libertad de expresión se convierte en libertinaje cuando se atreve a criticar al Ejército, discrepa con la D.A.R. o aboga por los derechos del populacho. Por tanto, Lorinda, creo que deberías disculparte al general, al que deberías estar agradecida por explicarnos lo que las clases gobernantes de este país realmente quieren. Venga, querida amiga, levántate y pide disculpas”

      Miraba a Lorinda con severidad, pero aun así, Medary Cole, el presidente del club, se preguntó si Doremus no les estaba tomando el pelo. Ya lo había hecho antes. Sí, no, quizá estuviera equivocado, dado que la Sra. Lorinda Pike estaba diciendo alegremente (sin levantarse): “¡Oh, sí! ¡Mis disculpas, general! ¡Gracias por su revelador discurso!”

      El general levantó su mano regordeta (con un anillo masónico y otro de la academia militar de West Point, en sus dedos gordos como salchichas), hizo una reverencia como Galahad o un jefe de camareros y gritó con una virilidad digna de una plaza de armas: “¡No se preocupe, señora! A nosotros los veteranos nunca nos molesta una pelea sana. Nos alegra que a alguien le interesen nuestras estúpidas ideas lo suficiente como para picarse con nosotros. ¡Ja, ja, ja!”

      Todo el mundo se rio y reinó la dulzura. La programación se cerró con Louis Rotenstern, que interpretó una serie de cancioncillas patrióticas: “Marching through Georgia”, “Tenting on the Old Campground”, “Dixie”, “Old Black Joe” y “I’m Only a Poor Cowboy and I Know I Done Wrong”.

      Todos en Fort Beulah consideraban a Louis Rotenstern “un buen tipo”, una casta por debajo del “verdadero caballero a la antigua usanza”. A Doremus Jessup le gustaba ir a pescar y a cazar perdices con él y consideraba que ningún sastre de la Quinta Avenida podía hacer un traje de milrayas con más gusto. Sin embargo, Louis era un patriota chovinista. Con bastante frecuencia explicaba que no eran él ni su padre los que habían nacido en el gueto de la Polonia prusiana, sino su abuelo (cuyo apellido, según sospechaba Doremus, había sido algo menos elegante y nórdico que Rotenstern). Los héroes de bolsillo de Louis eran Calvin Coolidge, Leonard Wood, Dwight L. Moody y el almirante Dewey (y Dewey era un vermontés nato, se alegraba Louis, que había nacido en Flatbush, Long Island).

      No solo era estadounidense al 100%, también conseguía arrancar un 40% de interés chovinista al capital neto. En numerosas ocasiones se le podía escuchar diciendo: “Deberíamos mantener a todos esos extranjeros fuera del país. Tanto a los judíos como a los espaguetis, a los desgraciados del este de Europa y los chinitos.” Louis estaba totalmente convencido de que si los políticos ignorantes mantuvieran sus sucias manos alejadas de la banca, la bolsa de valores y el horario laboral de los dependientes en los grandes almacenes, entonces todos los habitantes del país sacarían tajada como beneficiarios del crecimiento del mundo de los negocios y todos ellos (incluidos los vendedores al por menor) serían ricos, como Aga Khan.

      Por tanto, Louis puso en sus melodías no solo su ardiente voz de solista de Bydgoszcz, sino todo su fervor nacionalista, con lo que todo el mundo se unió a él en los estribillos, en especial la Sra. Adelaide Tarr Gimmitch, con su famosa voz de contralto parecida a la de los tipos que anunciaban los trenes.

      La cena se disolvió entre alegres adioses que sonaban como cataratas. Doremus Jessup masculló a su querida esposa Emma (un alma sólida, bondadosa y preocupada a la que le gustaba tejer, hacer solitarios y leer las novelas de Kathleen Norris): “¿Hice mal en inmiscuirme de ese modo?”

      “¡Oh, no, Dormouse! Hiciste bien. Le tengo mucho cariño a Lorinda Pike, pero, ¿por qué tiene que alardear de todas sus ridículas ideas socialistas?”

      “¡Vieja conservadora!”, respondió Doremus. “¿No quieres invitar a la Gimmitch, ese elefante asiático, para que venga a casa y se tome una copa con nosotros?”

      “¡Claro que no!”, afirmó Emma Jessup.

      Al final, mientras los rotarios iban saliendo y se distribuían en grupos entre los innumerables automóviles, fue Frank Tasbrough quien invitó a los hombres más selectos, incluido Doremus, a su casa para una fiesta posterior a la reunión.

      Notas al pie

      1 La expresión inglesa “sembrar dientes de dragón” significa provocar la guerra, debido a la creencia de que si plantabas sus dientes en la tierra brotarían guerreros armados y sanguinarios. N.T.

      2 La palabra “unkie” suele utilizarse para llamar cariñosamente a los “tíos”. En este caso,

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