Eso no puede pasar aquí. Sinclair Lewis
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DOREMUS JESSUP, editor y dueño del Daily Informer (la biblia de los conservadores granjeros vermonteses de todo el valle de Beulah), nació en Fort Beulah en 1876. Fue el hijo único de un pastor universalista de pocos caudales: el reverendo Loren Jessup. Su madre era nada más y nada menos que una Bass de Massachusetts. El reverendo Loren, un ratón de biblioteca aficionado a las flores, alegre pero no gracioso (al menos de forma evidente), solía salmodiar: “Ay, ay, que una Bass de Mass se case con un pastor propenso al gas.” Además, insistía en que ella estaba mal clasificada ictiológicamente: debería haber sido un bacalao, no una lubina1. En la casa del párroco había poca carne, pero cantidad de libros (no todos ellos teológicos, por supuesto), por lo que antes de cumplir los doce años, Doremus conocía ya la literatura profana de Scott, Dickens, Thackeray, Jane Austen, Tennyson, Byron, Keats, Shelley, Tolstoi y Balzac. Se licenció en el Isaiah College, otrora una relevante institución unitaria, que en 1894 pasó a ser una organización interconfesional con leves ansias trinitarias, una pequeña y rústica cuadra del saber en North Beulah, a trece millas de Fort Beulah.
Sin embargo, el nombre del Isaiah College se ha escuchado últimamente en los medios, no por su educación, sino porque en 1931 ganó al equipo de fútbol americano de Dartmouth por 64 a 6.
Durante su época universitaria, Doremus escribió gran cantidad de poemas malos y se convirtió en un recalcitrante adicto a los libros, pero también destacó bastante en atletismo. Lógicamente, fue corresponsal para varios periódicos de Boston y Springfield y, tras su graduación, fue reportero en Rutland y Worcester, con un año espléndido en Boston, cuyos fragmentos del pasado y belleza mugrienta significaron para él lo que Londres significaría para un joven de Yorkshire. Estaba entusiasmado con todos los conciertos, galerías de arte y librerías; tres veces a la semana disfrutaba de una butaca de veinticinco centavos en la platea alta de algún teatro, y durante dos meses compartió apartamento con un colega periodista al que habían publicado un relato breve en The Century y que podía hablar sobre autores y técnicas como el mismísimo Dickens. Sin embargo, Doremus no era especialmente fornido ni persistente: el ruido, el tráfico y el ajetreo de las tareas le agotaban. Por tanto, en 1901, tres años después de su graduación, cuando su padre viudo falleció, dejándole 2.980 $ y su biblioteca, Doremus regresó a su casa en Fort Beulah y adquirió una cuarta parte del Informer, por entonces una publicación semanal.
En 1936 ya era un diario y Doremus pasó a ser el dueño de todo el periódico..., gracias a un notable préstamo hipotecario.
Resultó ser un jefe ecuánime y comprensivo; un imaginativo detective en busca de la noticia. Incluso, en este estado republicano hasta la médula, el Sr. Jessup era independiente, políticamente hablando, y en sus editoriales contra la corrupción y la injusticia (nunca fanáticos) podía golpear a diestro y siniestro como un látigo.
Era primo tercero de Calvin Coolidge, quien le consideraba una persona sólida en el terreno doméstico pero poco preciso a nivel político. Doremus se consideraba a sí mismo justo lo contrario.
Se había casado con su esposa Emma fuera de Fort Beulah. Ella era la hija de un fabricante de furgonetas, una chica plácida, más bien guapa y de hombros anchos, con la que había ido al instituto.
Ahora, en 1936, de sus tres hijos, Philip (universidad de Dartmouth y facultad de Derecho de Harvard) estaba casado y ejercía de abogado ambicioso en Worcester, y Mary, esposa del doctor Fowler Greenhill, de Fort Beulah (este joven pelirrojo, colérico, era un médico alegre y enérgico que hacía maravillas con el tifus, las apendicitis agudas, la obstetricia, las fracturas complejas y las dietas para niños anémicos). Fowler y Mary tenían un hijo, el único nieto de Doremus; se trataba del hermoso David que, a los ocho años, era un niño tímido, cariñoso y con mucha imaginación. Poseía unos ojos de sabueso tan tristones y un pelo tan pajizo, que una fotografía suya podría haberse expuesto en la Academia Nacional o incluso aparecer en la portada de una revista femenina de 2.500.000 ejemplares de tirada. Los vecinos de los Greenhill solían decir del niño: “¡Vaya! Menuda imaginación tiene Davy, ¿no os parece? ¡Seguro que acabará siendo un escritor como su abuelito!”
El tercer vástago de Doremus era la alegre, coqueta y bailarina Cecilia, conocida como “Sissy”. Tenía dieciocho años, su hermano Philip treinta y dos, y Mary, la Sra. Greenhill, acababa de cumplir los treinta. Sissy dio una gran alegría a su padre cuando accedió a quedarse en casa mientras acababa el instituto, aunque a menudo hablaba, emocionada, de marcharse a estudiar arquitectura y, “simplemente ganar millones, querido”, planificando y construyendo milagrosas casitas.
La Sra. Jessup estaba segurísima (aunque bastante equivocada) de que su Philip era clavadito al príncipe de Gales; que la esposa de Philip, Merilla (digna hija de Worcester, Massachusetts), se parecía curiosamente a la princesa Marina; que Mary sería confundida con Katharine Hepburn por cualquier desconocido; que Sissy era una dríade y David un paje medieval; y que Doremus (aunque le conocía mejor que a sus hijos, pues estos cambiaban rápido) se parecía increíblemente a Winfield Scott Schley, el héroe naval, con su aspecto de 1898.
Emma Jessup era una mujer fiel, afectuosa y generosa, una experta en preparar tartas de merengue de limón, una conservadora provinciana y una episcopaliana ortodoxa, completamente ajena a cualquier tipo de humor. A Doremus siempre le hacía gracia su amable solemnidad; solía considerar un raro acto de gentileza cuando se abstenía de fingir ante ella que se había convertido en un comunista de pro, y estaba pensando en largarse a Moscú de inmediato.
Cuando salió del Chrysler, Doremus parecía deprimido y viejo, como si se levantara de una silla de ruedas en su horrible garaje de cemento y hierro galvanizado. Sin embargo, se trataba de un imponente garaje para dos vehículos; además del Chrysler de cuatro años, tenían un nuevo Ford coupé descapotable, que Doremus esperaba poder conducir algún día, cuando Sissy dejara de usarlo.
Soltó un buen taco en el sendero de cemento que se extendía desde el garaje hasta la cocina, pues se había raspado las espinillas con el cortacésped. Su jardinero lo había dejado allí en medio, un tal Oscar Ledue, de siempre conocido como “Shad”; grande y con la cara colorada, era todo un campesino canadiense-irlandés hosco y malhumorado. Shad siempre hacía cosas como dejar el cortacésped tirado por ahí, para que la gente decente se hiciera daño en las espinillas. Era todo un incompetente, además de un sanguinario. Nunca recortaba los bordes de los parterres, se dejaba su vieja y apestosa gorra en la cabeza cuando traía leña para la chimenea, no segaba los dientes de león en el prado hasta que tenían semillas, le encantaba olvidarse de decirle a la cocinera cuándo estaban maduros los guisantes y solía disparar a gatos, perros callejeros, ardillas listadas y mirlos de dulce canto. Como mínimo, dos veces al día, Doremus decidía que le iba a despedir, pero..., quizá fuera sincero cuando insistía en que le resultaba divertido intentar civilizar a este macho de campeonato.
Doremus entró trotando a la cocina, decidió que no quería pollo frío ni un vaso de leche de la nevera, ni siquiera un trozo del célebre pastel relleno de coco elaborado por su cocinera, la Sra. Candy, y subió a su “estudio”, situado en la tercera planta o ático.
Su casa era un edificio amplio construido con tablas blancas de madera, una mole cuadrada de 1880 con un tejado abuhardillado y un largo porche de insignificantes columnas blancas y cuadradas en la fachada principal. Doremus afirmaba que la casa era fea, “pero fea de un modo agradable”.
Su estudio, allí arriba, constituía un refugio perfecto para escapar de las molestias y el bullicio. Era la única habitación de la casa que la Sra. Candy (sosegada, competente y grave, totalmente instruida y anteriormente maestra de escuela rural de