Eso no puede pasar aquí. Sinclair Lewis
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Hoy, seis semanas antes de las convenciones nacionales de 1936, era poco probable que Franklin Roosevelt, Herbert Hoover, el senador Vandenberg, Ogden Mills, el general Hugh Johnson, el coronel Frank Knox o el senador Borah fueran nominados como candidatos a la presidencia por ninguno de los partidos, ni que el abanderado republicano (es decir, un hombre que jamás llevará ese gran estandarte, pesado y bastante ridículo) fuera aquel senador de la vieja guardia, leal y, aunque parezca extraño, honesto: Walt Trowbridge. Se trataba de un hombre con un toque de Lincoln, varias pinceladas de Will Rogers y George W. Norris y una posible traza de Jim Farley, pero el resto estaba formado por el sencillo y corpulento Walt Trowbridge, con una tranquila actitud desafiante.
Pocos hombres dudaban de que el candidato demócrata sería aquel senador Berzelius Windrip que había subido como la espuma; es decir, Windrip como una máscara vociferante y su satánico secretario, Lee Sarason, como el verdadero cerebro detrás de su éxito.
El padre del senador Windrip era un farmacéutico pueblerino del oeste, ambicioso y fracasado a partes iguales, que le había bautizado Berzelius en honor al célebre químico sueco. A Windrip se le conocía normalmente como “Buzz”. Había conseguido completar sus estudios con esfuerzo en una universidad baptista del sur, de aproximadamente el mismo prestigio académico que una escuela de empresariales de la Ciudad de Jersey, y en una escuela de derecho de Chicago, y se había instalado en su estado natal a ejercer su profesión y a animar la política local. Era un viajero incansable, un orador bullicioso y divertido, un buen adivino sobre las doctrinas políticas que gustarían a la gente, un amante de los apretones de manos y, además, estaba dispuesto a prestar dinero. Bebía Coca-Cola con los metodistas, cerveza con los luteranos, vino blanco de California con los mercaderes judíos del pueblo y, cuando estaban a salvo de las miradas, whisky de maíz destilado ilegalmente con todos ellos.
En veinte años, se había convertido en un gobernante estatal de un absolutismo tal que no tenía nada que envidiar a cualquier sultán de Turquía.
Nunca fue gobernador; había sido muy perspicaz al entender que su reputación como investigador de recetas de ponches caribeños, variedades del póquer y psicología de las taquígrafas jóvenes podía hacer que saliera derrotado por culpa de la gente religiosa, por lo que se había conformado con incluir en el esquileo gubernamental del estado a un maestro rural que era un corderito cualificado y al que había paseado alegremente con una condecoración de excelencia. El estado estaba seguro de que le había “ofrecido una buena administración” y sabía que Buzz Windrip era el responsable, no el Gobernador.
Windrip ordenó la construcción de impresionantes carreteras y sólidas escuelas rurales e hizo que el estado comprara tractores y cosechadoras y se los prestara a los agricultores sin importar el precio. Estaba seguro de que algún día Estados Unidos tendría grandes relaciones comerciales con los rusos y, aunque detestaba a todos los eslavos, obligó a la universidad estatal a que impartiera el primer curso de lengua rusa que se conocía en aquella zona del oeste. Su invención más original consistió en cuadruplicar la milicia estatal y recompensar a sus mejores soldados con clases de formación en agricultura, aviación e ingeniería de radios y automóviles.
Los milicianos le consideraban su general y su dios; cuando el fiscal general del estado anunció que iba a acusarle por haber desviado 200.000 $ procedentes de los impuestos, la milicia se levantó siguiendo sus órdenes como si fuera su ejército privado y, tras ocupar las cámaras legislativas y todas las oficinas estatales y llenar las calles que conducían al Capitolio con metralletas, echaron a los enemigos de Buzz de la ciudad.
Asumió el cargo de senador estadounidense como si fuera un derecho nobiliario de nacimiento y, durante seis años, su único rival como el hombre más vigoroso y ardiente del Senado, fue el difunto Huey Long de Luisiana.
Predicaba la reconfortante doctrina de redistribuir la riqueza, de tal manera que cada habitante del país percibiera varios miles de dólares al año (cada mes, Buzz cambiaba su pronóstico en lo relativo a la cantidad), aunque se permitiría a todos los ricos tener lo suficiente para arreglárselas, con un máximo de 500.000 $ al año. Por tanto, todo el mundo quedaba contento con la posibilidad de que Windrip saliera elegido presidente.
El reverendo Dr. Egerton Schlemil, deán de la catedral de Santa Inés, en la tejana San Antonio, afirmó (una vez en un sermón, otra en los folletos mimeografiados, algo diferentes los unos de los otros, que se distribuían para la misa, y siete veces en entrevistas) que el ascenso al poder de Buzz sería “como la lluvia revitalizadora y bendecida por el Cielo que cae sobre una tierra reseca y sedienta”. El Dr. Schlemil no dijo nada sobre lo que ocurría cuando la lluvia bendecida caía sin parar durante cuatro años.
Nadie, ni entre los corresponsales de Washington, parecía saber exactamente qué parte de la carrera del senador Windrip dependía de su secretario, Lee Sarason. Cuando Windrip se hizo con el poder por primera vez en su estado, Sarason era el director ejecutivo del periódico de más tirada en aquella zona del país. El origen de Sarason era un misterio y seguiría siéndolo.
Se decía que había nacido en Georgia, en Minnesota, en el lado este de Nueva York o en Siria; que era norteño puro, judío o hugonote de Charleston. Se sabía que había sido un teniente de ametralladoras especialmente temerario de joven, durante la Gran Guerra, y que se había quedado en Europa durante tres o cuatro años recorriendo el continente; que había trabajado en la edición parisina del Herald neoyorquino y coqueteado con la pintura y la magia negra en Florencia y Munich; que había estudiado varios meses de sociología en la Escuela de Economía de Londres y se había relacionado con gente bastante extraña en los restaurantes bohemios de la noche berlinesa. Al regresar a casa, Sarason se había convertido con decisión en un reportero duro de la tradición directa e informal; afirmaba que prefería el calificativo “prostituta”, a una palabra tan afeminada como “periodista”. Aun así, se sospechaba que conservaba la capacidad para leer.
Había sido socialista y anarquista en varias épocas de su vida. Incluso, en 1936, había ricos que afirmaban que era “demasiado radical”, aunque realmente había perdido su confianza en las masas (si es que la tuvo en algún momento) durante la época de voraz nacionalismo posterior a la guerra; hoy en día, creía únicamente en un control firme, ejercido por una pequeña oligarquía. Para eso estaba un Hitler, un Mussolini.
Sarason era desgarbado y flojo, con un cabello fino y rubísimo, así como labios gruesos en una cara huesuda. Sus ojos eran como chispas en el fondo de dos pozos oscuros. En sus largas manos poseía una fuerza incruenta. Solía sorprender a la gente a la que iba a dar la mano, doblándoles repentinamente los dedos hacia atrás, hasta que casi se los rompía. A la mayoría de la gente no le gustaba mucho. Como reportero era un experto del más alto nivel. Podía detectar rápidamente el asesinato de una esposa, los chanchullos de un político (siempre y cuando fuera uno de un partido al que se opusiera su diario) o la tortura de animales o niños. Le gustaba escribir este último tipo de historias a él mismo, en lugar de pasárselas a un reportero; cuando el público las leía podía visualizar el sótano mohoso, escuchar el látigo y sentir la sangre viscosa.
Comparar al pequeño Doremus Jessup de Fort Beulah con Lee Sarason como periodista equivaldría a enfrentar a un párroco rural con el pastor de un templo institucional neoyorquino de veinte plantas, con conexiones en el mundo de la radio y que gana veinte mil dólares al año.
El senador Windrip había nombrado oficialmente a Sarason como su secretario, pero se sabía que desempeñaba muchos más papeles: guardaespaldas, redactor de discursos, agente de prensa y asesor económico. Además, en Washington se convirtió en el hombre más consultado y odiado por los corresponsales de prensa que trabajaban en el edificio de oficinas del Senado.
En 1936, Windrip era un joven de cuarenta y ocho años; Sarason, un hombre