Eso no puede pasar aquí. Sinclair Lewis

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Eso no puede pasar aquí - Sinclair Lewis A. Machado

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eso”, refunfuñó Doremus Jessup mientras disfrutaba de la piedad escandalizada de su esposa Emma, “es lo que convierte al hermano Prang en un tirano peor que Calígula y en un fascista peor que Napoleón. Pero, ¡cuidado! Yo no creo realmente en todos esos rumores que afirman que desvía los fondos procedentes de las cuotas de los socios, la venta de panfletos y las donaciones, para pagar su espacio en la radio. ¡Es mucho peor! ¡Me temo que se trata de un fanático honesto! Por eso constituye una amenaza fascista tan real. Es tan condenadamente humanitario y tan noble, que la mayoría de la gente está dispuesta a dejarle dirigir todo. Y con un país de este tamaño, eso sería una tarea enorme. Sí, cariño, incluso para un obispo metodista que recibe los suficientes regalos como para ‘comprar tiempo’.”

      Desde el principio, Walt Trowbridge, el posible candidato republicano a la presidencia, que padecía la desventaja de ser honesto y poco propenso a prometer milagros, insistió en que vivimos en los Estados Unidos de América y no en una autopista dorada hacia la utopía.

      Dicho realismo no resultaba nada excitante, así que Doremus Jessup se tiró toda esa semana lluviosa de junio, con los manzanos en plena floración y los lilos marchitándose, esperando la próxima encíclica del papa Paul Peter Prang.

       5

      Conozco a la prensa demasiado bien. Casi todos los directores de periódicos se esconden en nidos de arañas. Se trata de hombres que no piensan en la familia, el interés público ni el humilde placer de salir de excursión al aire libre. Se pasan el día tramando cómo pueden extender sus mentiras, fomentar sus posturas y llenarse con ansias los bolsillos, calumniando a los hombres de estado que han dado todo por el bien común y son vulnerables porque destacan en la intensa luz que rodea al Trono.

      La hora cero, Berzelius Windrip.

      LA MAÑANA de junio estaba radiante, los últimos pétalos de las flores de los cerezos silvestres se extendían cubiertos de rocío entre la hierba y los tordos americanos se afanaban en sus enérgicas tareas por el césped. Doremus, que por naturaleza amanecía tarde y remoloneaba después de que le despertaran a las ocho, se sintió estimulado para saltar de la cama y estirar los brazos totalmente cinco o seis veces, siguiendo los ejercicios de gimnasia sueca frente a su ventana mientras observaba el valle del río Beulah, con sus oscuras masas de pinos en las laderas a tres millas de distancia.

      Durante los últimos quince años, Doremus y Emma tenían su propio dormitorio cada uno, aunque a ella no le gustara del todo. Él afirmaba que no podía compartir su dormitorio con ninguna persona viva, pues hablaba en sueños y le gustaba darse la vuelta en la cama, alzándose y golpeando la almohada con fruición, sin sentir que estaba molestando a nadie.

      Era sábado, el día de la revelación de Prang, pero en esta cristalina mañana, tras varios días de lluvia, no pensó en Prang para nada, sino en que Philip, su hijo, había aparecido con su esposa desde Worcester para pasar el fin de semana y que todo el grupo, incluidos Lorinda Pike y Buck Titus, iba a organizar un “auténtico picnic familiar a la antigua usanza”.

      Todos lo deseaban, incluso la moderna Sissy, que, con dieciocho años, estaba muy interesada en las meriendas después de las clases de tenis, el golf y los misteriosos paseos en automóvil a toda velocidad con Malcolm Tasbrough (a punto de acabar el instituto) o Julian Falck, estudiante de primer año en Amherst y nieto del párroco episcopaliano. Doremus había refunfuñado que no podía ir a ningún maldito picnic; su trabajo, como director de un diario, consistía en quedarse en casa para escuchar el programa del obispo Prang a las dos. Pero ellos se habían reído de él y le habían despeinado y fastidiado hasta que prometió que iría... Lo que no sabían era que Doremus era listo y había pedido prestada una radio portátil a su amigo, el padre Stephen Perefixe, el sacerdote católico local; ¡iba a escuchar a Prang tanto si les gustaba como si no!

      Se alegró de que Lorinda Pike (tenía mucho cariño a aquella santa sarcástica) y Buck Titus, quizá su amigo más íntimo, se apuntaran al plan.

      James Buck Titus, que tenía cincuenta años pero parecía tener treinta y ocho, era un hombre moreno y erguido, de anchos hombros, cintura fina y bigote largo. Parecía un americano a la antigua usanza, tipo Daniel Boone, o quizá uno de los capitanes de caballería que luchaban contra los indios retratado por Charles King. Se había graduado en Williams y había pasado diez semanas en Inglaterra y diez años en Montana, divididos entre la ganadería, las prospecciones de terrenos y un rancho de cría de caballos. Su padre, un contratista ferroviario bastante acaudalado, le había dejado una gran hacienda cerca de West Beulah, por lo que Buck regresó a casa para cultivar manzanas, criar sementales Morgan y leer a Voltaire, Anatole France, Nietzsche y Dostoyevski. Fue a la guerra como soldado raso, llegó a detestar a sus superiores, rechazó el ascenso a oficial y le gustaron los alemanes de Colonia. Era un buen jugador de polo, pero consideraba la caza con jaurías algo infantil. En materia política, no suspiraba demasiado por los errores de la izquierda pero, en cambio, despreciaba a los tacaños explotadores que se aferraban a sus cargos y sus malditas fábricas. Era lo más parecido a un hacendado rural inglés que se podía encontrar en América. Era soltero y vivía en una gran casa de mediados del período victoriano, bien cuidada por una simpática pareja de negros; un lugar pulcro donde a veces agasajaba a damas no tan pulcras. Se declaraba “agnóstico” en lugar de “ateo”, solo porque odiaba la evangelización de los ateos profesionales, que vociferaban en las calles y hacían proselitismo, armados de folletos. Era cínico, rara vez sonreía y ofrecía una lealtad inquebrantable a todos los Jessup. Al saber que iba a venir al picnic, Doremus se puso tan contento como su nieto David.

      “Quizá, hasta bajo un régimen fascista, ‘el reloj de la iglesia marcará las tres menos diez y, aun así, habrá miel para el té’”1, dijo Doremus, lleno de es peranza mientras se ponía su atuendo rural de tweed, bastante apropiado para un dandi.

      La única mácula en las preparaciones para el picnic fueron las malas pulgas del jardinero, Shad Ledue. Cuando le pidieron que diera vueltas al congelador para helados masculló: “¿Por qué demonios no os compráis un congelador eléctrico?” Se quejó, para que le oyeran, del peso de las cestas para el picnic y, al pedirle que limpiara el sótano cuando se hubieran ido, solo contestó con una silenciosa mirada llena de ira.

      “Deberías deshacerte de ese tal Ledue”, recalcó el abogado Philip, hijo de Doremus.

      “Ah, no sé”, respondió Doremus. “Quizá no lo haga por pereza. Pero siempre me digo a mí mismo que estoy realizando un experimento social, intentar enseñarle a ser tan refinado como el típico hombre de Neandertal, o quizá es que me da miedo; es el típico campesino vengativo que prendería fuego a los graneros... ¿Sabes que suele leer, Phil?”

      “¡No!”

      “Pues, sobre todo, revistas de cine con mujeres desnudas e historias del oeste, pero también lee los periódicos. Me dijo que admiraba muchísimo a Buzz Windrip; que será el próximo presidente y, entonces, todo el mundo ganará cinco mil dólares al año (con lo que, me temo, quiere decir él solo). No hay duda de que Buzz tiene un buen grupo de filántropos como seguidores.”

      “Bueno, escucha, papá. No entiendes al senador Windrip. Vale que resulta algo demagógico; alardea mucho de cómo aumentará el impuesto sobre la renta y se apropiará de los bancos, pero al final no lo hará. Eso solo es miel para las moscas. Lo que sí hará (y quizá sea el único capaz de hacerlo) es protegernos de esa panda de asesinos, ladrones y mentirosos: los bolcheviques, que nos... Bueno, les encantaría meternos a todos los que vamos a disfrutar de este picnic, a toda la gente decente y limpia que está acostumbrada a la privacidad, en

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