Eso no puede pasar aquí. Sinclair Lewis
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“La cara es la de mi hijo Philip, bastante competente, pero la voz es la del antisemita Julius Streicher”, suspiró Doremus.
El terreno para el picnic se encontraba entre rocas grises y decoradas con líquenes que recordaban a Stonehenge, frente a un bosquecillo de abedules situado en lo alto del monte Terror, en la granja de las tierras altas propiedad de Henry Veeder, primo de Doremus y un vermontés sólido y reservado de los de antaño. Podían ver, a través de la brecha de una montaña lejana, el tenue mercurio del lago Champlain y, al otro lado, la mole de los Adirondacks.
Davy Greenhill y su héroe, Buck Titus, luchaban en el pasto resistente a las heladas. Philip y el Dr. Fowler Greenhill, el yerno de Doremus (Phil, llenito y medio calvo, con treinta y dos años, y Fowler, con el cabello y el bigote agresivamente pelirrojos), discutían sobre las ventajas del autogiro. Doremus estaba tumbado con la cabeza apoyada en una roca, su gorra protegiéndole los ojos, y miraba fijamente hacia abajo, al paraíso del valle de Beulah (no podía haberlo jurado, pero le pareció ver un ángel flotando en la resplandeciente capa superior del aire, por encima del valle). Las mujeres (Emma, Mary Greenhill, Sissy, la esposa de Philip y Lorinda Pike) estaban colocando el almuerzo (una olla de judías con carne de cerdo curada y crujiente, pollo frito, patatas calientes con picatostes, galletas para el té, jalea de manzanas silvestres, ensalada y una tarta de pasas) encima de un mantel rojo y blanco, extendido sobre una roca plana.
Si no fuera por los automóviles aparcados, la escena bien podría estar ambientada en la Nueva Inglaterra de 1885. Solo faltarían las mujeres con elegantes sombreros y vestidos de estrechos corsés, cuellos altos y sobrefaldas; y los hombres, con patillas y sombreros de paja canotier, con lazos colgando; además, la barba de Doremus no estaría recortada, sino que caería como un velo nupcial. Cuando el Dr. Greenhill derribó al primo Henry Veeder (un granjero de la época anterior a Ford, corpulento pero aún bastante tímido, que vestía un peto limpio y gastado), el tiempo volvió a convertirse en algo que no se podía comprar, seguro y sereno.
La conversación rezumaba una cómoda trivialidad y un afectuoso hastío victoriano. Por más que Doremus se preocupara por “las circunstancias” o Sissy anhelara veleidosamente la presencia de sus pretendientes, Julian Falck y Malcolm Tasbrough, no había nada moderno ni neurótico, nada con un deje a Freud, Adler, Marx, Bertrand Russell, ni a cualquier otra divinidad de la década de 1930, cuando la maternal Emma charló con Mary y Merilla sobre sus rosales (que se habían helado), de los nuevos arces jóvenes que los ratones de campo habían roído, de la dificultad que entrañaba hacer que Shad Ledue trajera suficiente leña a la chimenea y de cómo este se atiborraba de chuletas de cerdo, patatas fritas y pastel durante el almuerzo que comía en casa de los Jessup.
Y las vistas. Las mujeres hablaban sobre las vistas como los recién casados solían hablar en las cataratas del Niágara durante su luna de miel.
David y Buck Titus jugaban a los barcos sobre una roca levantada, que era el puente de mando; David era el capitán Popeye, y Buck, su contramaestre. Incluso el Dr. Greenhill, ese impetuoso cruzado que enfurecía constantemente a la junta de salud del condado, denunciando el deplorable estado de las granjas pobres y el hedor que salía de la prisión comarcal, estaba holgazaneando al sol y, con gran concentración, se entretenía haciendo que una desafortunada hormiga corriera sin parar por una ramita. Su esposa, Mary (golfista, ganadora del segundo puesto en los torneos estatales de tenis y anfitriona de cócteles elegantes, pero no demasiado alcohólicos, en el club de campo; aquella mujer que combinaba una magnífica ropa de tweed marrón con una bufanda verde), parecía haber regresado con dignidad al campo doméstico de su madre y consideraba la receta de unos sándwiches de apio y roquefort, elaborados con galletitas saladas, como un asunto muy importante. Volvía a ser la hermosa hija mayor de los Jessup, de vuelta en la casa blanca con tejado abuhardillado.
Foolish, tumbado de espaldas mientras movía estúpidamente las cuatro patas, era el más tradicional de todos desde un punto de vista bucólico.
El único destello de conversación seria fue cuando Buck Titus le gruñó a Doremus: “Últimamente tienes a cantidad de mesías disparándote desde los matorrales: Buzz Windrip, el obispo Prang, el padre Coughlin, el Dr. Townsend (aunque este parece haber regresado a Nazaret), Upton Sinclair, el reverendo Frank Buchman, Bernarr MacFadden, William Randolph Hearst, el Gobernador Talmadge, Floyd Olson, etc. ¡Oye! Seguro que el mejor mesías de todo este espectáculo sería aquel negro, el padre Divine. No solo promete que va a alimentar a los desfavorecidos durante diez años a partir de hoy, sino que les reparte los muslos fritos y las mollejas junto con la Salvación. ¿Qué te parecería como presidente?”
Julian Falck apareció de la nada.
Este joven, que el año pasado había estudiado primero en Amherst, y nieto del párroco episcopaliano, vivía con el viejo desde que murieron sus padres, y era para Doremus el más tolerable de los pretendientes de Sissy. Rubio como un sueco y enjuto, tenía una cara limpia y pequeña engarzada con unos astutos ojos. Se dirigía a Doremus usando el término “señor” y, a diferencia de la mayoría de los adolescentes de dieciocho años de Fort Beulah (hipnotizados por la radio y los coches), había leído libros y, por voluntad propia, a Thomas Wolfe, William Rollins, John Strachey, Stuart Chase y Ortega. Su padre no sabía si a Sissy le gustaba más él o Malcolm Tasbrough. Malcolm era más alto y fuerte que Julian; además, conducía su propio De Soto aerodinámico, mientras que Julian solo podía pedirle prestada una carraca increíblemente vieja a su abuelo.
Sissy y Julian discutieron cordialmente sobre la habilidad de Alice Aylot para jugar al blackgammon, mientras Foolish se rascaba al sol.
Sin embargo, Doremus no estaba siendo muy bucólico. En realidad, estaba inquieto y pensaba de un modo científico. Mientras los otros se burlaban de él (“¿cuándo tiene papá la audición?” y “¿qué oficio está aprendiendo: cantante melódico o comentarista de hockey?”), Doremus ajustaba la radio portátil que, todo hay que decirlo, inspiraba poca confianza. En un momento dado, pensó que iba a poder disfrutar con ellos de un ambiente hogareño, así que sintonizó un programa de canciones antiguas y todos, incluido el primo Henry Veeder (que tenía una pasión oculta por los violinistas, los bailes en los graneros y los armonios), tatarearon “Gaily the Troubadour”, “Maid of Athens” y “Darling Nelly Gray”. Pero, cuando el locutor les informó de que esas canciones estaban patrocinadas por Toily Oily, el purgante casero natural, y que estaban interpretadas por un sexteto de hombres jóvenes con el horrible epíteto de “The Smoothies”2, Doremus la apagó repentinamente.
“¿Pero qué pasa, papá?”, chilló Sissy.
“¡Los ‘Smoothies’! ¡Dios! ¡Este país se merece lo que va a obtener!”, dijo Doremus bruscamente. “¡Quizá necesitemos a un Buzz Windrip!”
Luego llegó el momento de la alocución semanal del obispo Paul Peter Prang (debía haberse anunciado con los repiques de las campanas de una catedral).
Procedente de un gabinete mal ventilado en Persépolis (Indiana), que olía a trajes de lana sacerdotales, saltó hasta las estrellas más lejanas y trazó un círculo alrededor del planeta a 186.000 millas por segundo (un millón de millas en lo que uno tardaba en rascarse). Se coló en el camarote de un ballenero en un oscuro mar polar, en una oficina revestida con paneles tallados en roble, robados de un castillo de Nottinghamshire, en la 67ª planta de un edificio en Wall Street, en el ministerio de asuntos exteriores de Tokio y en la depresión rocosa bajo los brillantes abedules situados sobre el monte Terror, en Vermont.
El obispo Prang habló, como solía hacerlo, con una bondad solemne y una resonancia viril, que le convertían en un ser que llegaba mágicamente a través de una autopista aérea invisible, a la vez dominante y