Este día importa. Carlos Cuauhtémoc Sánchez

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PODER LEGÍTIMO

       SIETE PALABRAS MÁGICAS QUE DAN PODER

       37

       Club “Creadores de días grandiosos”

      Acaba de terminar el año más raro en el planeta: 2020. El de la plaga sars-cov2 que acabó con cientos de miles de vidas, millones de empresas, empleos y proyectos en todo el mundo. Fue un año en el que todos cambiamos nuestra forma de vivir y ver la vida.

      Entre muchas de las cosas sorpresivas que trajo para mí ese año pandémico, hay una extraña carta. Jamás la esperé. Cuando la leí, me quedé impactado, sabiendo que debía hacer algo.

      La carta primero me desconcertó y después me llevó a recopilar buena parte del material que escribí durante 2020: la metodología sobre cómo enfocarnos en crear grandes días y añadir a cada uno (de forma consciente) un valor excepcional.

      La extraña carta me conectó de nuevo con mi entrañable y querida amiga Ariadne. Tenía muchos años sin saber de ella.

      Yo tuve tres amigos que marcaron mi juventud. Sheccid (me empujó, con un enamoramiento idealizado, a convertirme en escritor). Ariadne: su compañera pecosa y dulce, me sacó de mi timidez), y Salvador: me enseñó a divertirme y a reír.

      He escrito mucho sobre Sheccid, pero no de Ariadne. La mujer con quien tuve una relación indescifrable, digna de análisis. Cuando yo era un adolescente tímido y lo único que sabía hacer era escribir, Ariadne tuvo la paciencia para escucharme e invitarme a hablar. Se convirtió en la única persona con quien me sentía cómodo charlando. Llegamos a tener pláticas tan profundas que nos hicimos grandes amigos. Pero cuando Ariadne abandonó la adolescencia, se convirtió en una de las mujeres más sensuales y hermosas que conocí, nuestras charlas intimistas se contaminaron por deseos corporales difíciles de contener. Mis instintos masculinos me consumían por ella, y aunque ella estaba enamorada de mí, de manera inexplicable (así de extraños e insondables son los caminos del cerebro humano), mi espíritu no la amaba como mujer. Teníamos una relación atrayente y repelente a la vez, como los cables de alto voltaje que, aislados, se complementan, pero que ante la más mínima fisura en su cubierta se queman y hacen explosión. Muchas veces pude embarcarme con ella en una aventura en la que, al menos, las ansias físicas de los dos se vieran satisfechas. Pero nunca quise. La respetaba de forma tajante, como se respeta a una hermana o a una madre. Era tanto mi cariño amistoso hacia ella que puse barreras para no vulnerar nuestra relación. Ella interpretó eso como desprecio y nuestra relación se dañó de todas formas.

      Dejamos de vernos por largo tiempo. Supe que tuvo varios noviazgos infructuosos. También supe que en una junta de exalumnos encontró a mi amigo Salvador, con quien comenzó a salir. Se hicieron novios. Tal vez Salvador le recordaba algo de mí, o tal vez ella halló en él lo que yo nunca le quise dar.

      La última vez que vi a Ariadne y a Salvador fue en su boda. Me invitaron, creo que por compromiso. Yo estaba recién casado con una mujer maravillosa que ha sido mi compañera desde entonces. Aunque asistí a la boda de mis dos entrañables amigos de la juventud, no me pidieron que participara en la celebración. Ni mi esposa ni yo fuimos requeridos como padrinos, ya no se diga de arras, lazo o anillos, pero ni siquiera de cojines, arroz o recuerditos. Fui testigo de su casamiento y presencié la ceremonia con lágrimas en los ojos, conmovido de verdad, deseándoles que fueran felices como en los cuentos.

      Nunca volví a saber de Salvador y Ariadne. No los busqué jamás ni ellos a mí. Comprendía que había algo en mi persona que les incomodaba. Con toda seguridad, Ariadne le confesó a su esposo el amor que me tuvo; ese amor obsesivo compulsivo, casi tan enfermizo y anormal como el que yo le tuve a su compañera Sheccid. Y por eso quizá Salvador prefirió cortar nuestra amistad. Yo hubiera hecho lo mismo. Ariadne era una diosa, una mujer hermosísima e inteligente; y cualquier hombre que se hubiese casado con ella se sabría tan afortunado, que habría hecho lo posible por impedir que su esposa tuviera ojos para alguien más; ni siquiera de forma retrospectiva. Ese debió ser el final de la historia, de no ser por la llegada de esa extraña carta.

      Querido José Carlos:

      Mi abuelo falleció por el virus sars-cov2. Era un artista plástico excepcional. Sus pinturas y esculturas han dado la vuelta al planeta. A pesar de ser una persona pública famosa, tuvo un sepelio desierto y una cremación rápida, como si el mundo entero quisiera deshacerse cuanto antes de su cuerpo.

      No pudimos estar con él en sus últimos momentos, no pudimos abrazarlo ni darle el consuelo, ni el amor, ni el apoyo espiritual que merecía, y que él siempre nos dio.

      Este virus es así. Con algunos convive pacíficamente y a otros les arranca no solo la vida, sino la dignidad de la muerte.

      Ahora, en la casa de mi abuelo vivimos solo tres personas: mi padre, mi hermano menor y yo. La finca es enorme y cada uno está procesando el duelo de forma aislada. Eso hace que el sitio se sienta todavía más grande y frío.

      Ayer entré a la habitación de mi papá a llevarle su cena. Lo encontré debajo del escritorio. ¡Estaba hecho un ovillo con la cabeza pegada al suelo, metido en el hueco para las piernas! Me asusté. Le pregunté qué le pasaba y me di cuenta de que estaba llorando; no quiso hablar, ni moverse. Se encontraba sin energías… Nunca lo había visto desmoronarse así. Ni siquiera cuando murieron mi madre y mi hermano mayor. En aquella ocasión también a mi papá lo perseguía la culpa de no haber estado ahí; decía que él pudo haber evitado el accidente. Pero a pesar del remordimiento, logró recuperar la fuerza y levantarse.

      Ahora es distinto. Peor. De nuevo la culpa lo ahoga como si tuviese una losa de concreto encima, aunque esta vez, a su entender, él fue quien causó el accidente. No para de decir: “Yo traje el virus a la casa y contagié a mi propio padre”.

      Dejé su cena sobre la mesa y salí del cuarto mareada, confundida. Contagiada de un agotamiento físico y emocional que me llevó a los linderos del desmayo.

      Fui a buscar a mi hermano menor y me di cuenta de que no estaba. Tal vez había escapado de nuevo para emborracharse o drogarse. Entonces me desplomé en el sillón de la sala, sin poder llorar, pero ahogada por una profunda congoja. Apenas tuve fuerzas para tomar mi computadora y te busqué en internet.

      He leído varias veces tu libro en el que hablas de Sheccid y Ariadne. Sé de memoria cada detalle. Crecí enamorada del personaje principal, pero también enojada con él, porque se dejó despreciar por Sheccid y nunca le hizo caso a Ariadne (quien de verdad lo amaba). Aunque la historia sucedió hace más de cuarenta años, la forma como planteas el amor ideal entre los jóvenes sigue vigente. Tú has sido mi guía y mi inspiración durante mucho tiempo. Al igual que Ariadne, te amé en secreto y al igual que Ariadne, aprendí a olvidarte. Ahora, no sé por qué, me acordé de ti. Estoy viviendo una situación de extremo dolor.

      Entré

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