Te vi pasar. Guillermo Fárber

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Te vi pasar - Guillermo Fárber Minimalia erótica

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la cinta de apache en su cabeza, y el pulso, alterado menos por el esfuerzo que por la emoción, regresaba con disciplina a su fre­cuencia normal.

      Cuando Fernanda terminó el recuento descriptivo de sus dos engendros ahí presentes, irremediablemente comenzó el retrato épico del papá de los engendros, por fortuna ausente. Martín se quedó en que era un hombre divino, muy sencillo a pesar de su estirpe aristocrática, con cuatro larguísimos apellidos de tal abolengo que era imposible no decirlos completos. Por lo cual, sin un gesto que traicionara su pensamiento, bautizó in pectore al miserable, en ese momento y para siempre, como Rogelio Cuatro.

      Y así siguió Fernanda otro largo rato, en un tiempo agrade­cido por Martín, segundo a segundo, detallando el inventario de nimiedades que una mujer más o menos recién casada conside­ra definitorias de su existencia. Pero Martín puso oídos sordos a todo ese caudal informativo, y el único dato descriptivo que guardó del usurpador fue uno que ella no mencionó explícitamente, pero que se infería sin remedio: al canalla del marido se le salía el dinero por las orejas.

      Fue un parloteo, en suma, tan trivial que sólo impresionó a Martín por el tono socarrón de quien lo decía. Evidentemen­te algo valioso e inquietante latía por debajo de ese disfraz cotidiano y previsible. Había un espíritu por ahí, una rebeldía refrenada, algún anhelo en espera.

      Hasta que vino, como la apertura súbita de una ventana a la playa de un mediodía cegador, la oportunidad imprevista: ellos, dijo Fernanda, estaban provisionalmente en esa colonia, en el penthouse prestado por un amigo de su esposo, mientras los arquitectos terminaban de remodelar la casa familiar. ¿Por qué no iba cualquier día de éstos a cenar? Seguramente Rogelio y él se caerían bien, y a ella le encantaría recordar la época tan agradable que habían pasado juntos en la universidad.

      Sin confesar que la última frase él la habría por lo menos matizado con media docena de asegunes, Martín propuso, titubeante y puramente al azar, una fecha para una semana después, que ella aceptó con la parsimonia de quien se sabe dueño absoluto de su entorno.

      Al verla alejarse al frente de una estela de enigmas, Martín evocó la estrofa de Agustín el inmortal:

      Quisiera el sortilegio

      de tus verdes ojazos

      y el nudo de tus brazos,

      Señora Tentación.

      

      2

      En los años transcurridos desde aquel encuentro providencial, Martín los visitó con cierta frecuencia, siempre mediante invitación expresa y siempre procurando sepultar entre cinis­mos e indiferencias —y él invariablemente temía que sin éxi­to— las frenéticas turbaciones que la cercanía de Fernanda le despertaba sin remedio.

      A lo largo de esas visitas, paradójicamente, amistó con Rogelio y se estrelló con Fernanda. Él lo dejaba llegar; ella se parapetaba en su disfraz —que cada vez Martín sospechaba más falso y endeble— de señora-joven-tonta-pero-insulsa.

      En el decurso de ese paciente y solapado cortejo, varias veces la observó mientras estaba desprevenida y advirtió en ella algunas reacciones espontáneas, palabras sueltas, gestos distraídos, reveladores de una realidad abismalmente distinta de la máscara anodina que mantenía por educación, por cos­tumbre, por recelo, quién sabe por qué. Al instante retomaba ella su careta de insípida profesional, pero él fue guardando esos indiscretos atisbos en su memoria como indicios de que la hermosa mujercita no se agotaba en la trivial apariencia. Poderosas corrientes se agitaban en el fondo de ese aparente lago suizo, y el tufo abominable del desperdicio vital se insi­nuaba en Dinamarca.

      En virtud de esas señales dispersas —que él fue coleccio­nando cual codicioso gambusino de promesas enmascaradas, aparentando en todo momento una indiferencia que le producía un extraño deleite—, al cabo estuvo Martín convencido de la existencia, en las honduras de Fernanda, de un hervidero de ansiedades en espera de una grieta en la costra para derramarse como lava por la superficie del decoro y la formalidad.

      Eran esas ansiedades, quiso él creer, el origen de la orden escueta: “Ven”, y quiso en ese momento, extasiado, creer que en efecto:

      Si nos dejan,

      haremos un rincón

      cerca del cielo.

      

      3

      Con esa absurda idea, con esa loca esperanza en mente, mo­viéndose a velocidades desusadas en él, Martín se puso su mejor chaqueta de gamuza, sirvió en el patio la copiosa ración para el fiel de Schopenhauer, llamó por teléfono a Robelo para avisarle que una vez más lo iba a usar de tapadera con Gabrie­la, con quien era miembro fundador y presidente vitalicio de ammasijos: Asociación Méxicana de Matrimonios Sin Hijos, y garrapateó con su lasallista caligrafía de rasgos arcaicos una nota que fijó con un imán en forma de fresa en la puerta del refrigerador: “Fui con Robelo. Un enredo. Me tardo”.

      Nunca pudo imaginarse Martín cuán proféticas iban a resul­tar esas palabras, mientras cerraba con llave la puerta de la calle y tarareaba una deliciosa samba argentina que le ense­ñaron con aceptable puntualidad dos desinhibidas azafatas con las que había pasado hacía poco un alucinante fin de semana en ménage à trois:

      No tengo miedo al invierno,

      con tu recuerdo lleno de sol.

      

      4

      La “casa familiar” a que tan casualmente se había referido Fernanda en su primer encuentro, era una mansión colonial sobreviviente del pueblo de Tacubaya, oculta tras un espeso y alto muro forrado de hiedras añejas. La construcción, renova­da de piso a techo para conjugar los generosos espacios de los siglos pasados con las últimas comodidades tecnológicas, conservaba casi intacta el aura de tiempos más estables y felices, anteriores a la rebelión de las masas.

      Los contrastes resultantes de la remodelación eran eviden­tes. Desde el vetusto portón de entrada, sólido como para resistir embates de ariete, y que se abría con un mecanismo electrónico, todo parecía ideado para desconcertar al visitante habituado a que las cosas de un mismo lugar fueran congruen­tes con un solo tiempo. La pilastra-nicho plateresca, robada de algún convento de La Laguna, mostraba al exterior, tras unos gruesos barrotes previsores del vandalismo callejero, la escueta rejilla del interfón en el lugar donde antaño seguramente estu­vo una virgen de serena factura. La alberca con solarium, bajo su estructura de aluminio y cristal de plomo, resaltaba entre la minúscula capilla posa de la esquina, las verandas encortinadas del comedor y la fuente de piedra empotrada en forma de concha venera donde una sirena eternamente tocaba la guitarra entre foliaciones barrocas y tritones barbados. Allá en el fon­do, la cascada artificial conducía su danza de aguas purificadas entre enormes peñascos de utilería de concreto, musgos de vinil y palmeras de verdad. En el amplio vestíbulo de piso de Talavera, un robusto facistol de cuatro caras, robado de una iglesia del Bajío, ya no sostenía biblias ni misales sino revis­tas, periódicos, la correspondencia del día, la lista de las com­pras encargadas al chofer. Y detrás de las cornisas exteriores del segundo piso, semi-oculta entre la simetría de unos remates austeros y unas gárgolas estrictas, el inconfundible

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