Te vi pasar. Guillermo Fárber

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Te vi pasar - Guillermo Fárber Minimalia erótica

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que estaba acostumbrado Martín. Para él la mecánica del amor exigía perpetuarse en la refriega del balanceo a cualquier ritmo, con el sexo pausado de un dinosaurio, hasta que su compañera, saturada de crestas y valles de emo­ción, le suplicara entre quejidos lastimeros concluir por favor la tortura. Y aun entonces él se complacía en demorar el clí­max con saña de verdugo distraído, satisfecho de un dominio que en más de una ocasión le había dejado las rodillas irritadas por el frote excesivo con las sábanas.

      Era así como su marca, como de hierro al rojo, solía gra­barse en el alma de sus inspiraciones. O al menos eso prefería él creer.

      Y era así como Martín obedecía su vocación de apóstol del erotismo y de maestro de la dilación en un paraje estadístico donde tres cuartas partes de la población masculina en edad de merecer sufrían de eyaculación precoz.

      Fernanda, jadeante debajo de él, comenzó a pasar de la crispación al relajamiento. Su respiración se fue aquietando, y minúsculas gotas de sudor brillaron en su cuello y en sus axilas de durazno. Martín sentía su progresivo aflojamiento como un triunfo de la paz, en tanto que la espesura del vellón minucioso aprisionaba aún su heráldica con pastosa tenacidad. Era sorprendente la fuerza que tenía Fernanda en los músculos vaginales; no guardaba él memoria, en su extenso catálogo de nidos, de ningún otro nido tan vigoroso.

      Tampoco recordaba otro sabor íntimo como el suyo. La experiencia le había permitido verificar a Martín un conoci­miento confidencial transmitido con celo por los varones de su familia desde tiempos remotos, según el cual si las cosas se parecen a sus dueños y los perros se comportan como sus entrenadores, las vaginas exhiben a sus dueñas. Puesto en la fórmula escueta que utilizó su padre al comunicarle el secreto el día en que él cumplió 18 años: igual que su lubricante, es la mujer.

      Para Martín esa regla había demostrado ser artículo de fe. Como una denuncia insobornable, como una confesión bajo drogas, como una evidencia más fiel que una huella digital, así había llegado él a considerar al elíxir de bienvenida, que reve­laba la cruda verdad de su propietaria con un veredicto sin apelación. Amarga, ácida, dulce, agria, insípida, melosa, espesa, picante, tibia, escurridiza, generosa… Como fuera una, era la otra. Todo el secreto estaba ahí.

      Ese sencillo conocimiento ancestral le había ahorrado a Martín muchos desengaños, y gracias a él ahora estaba seguro de dos cosas: Fernanda era mucho más de lo que aparentaba ser, y no iba a desengañarlo. Su linfa era distinta a cuantas él recordaba. Grata y serena, incitante al olfato y placentera al gusto, tierna al tacto y sugerente a la vista, era una linfa hospi­talaria, amable y a la vez tentadora, de una feminidad altiva y confiada: la linfa de una real y apasionada dama. Tenía razón la serenata reiterada:

      Nuestras almas se acercaron tanto así,

      que yo guardo tu sabor

      pero tú guardas también

      sabor a mí.

      

      7

      Después de un largo rato de quietud sabiamente concedido a la sedimentación del amor, ella abrió los ojos, con indolencia suprema, y le sonrió como somnolienta. Tomó el rostro de él y lo besó suavemente en los labios. No parecía sorprenderle su breve desempeño. Quizá creía que siempre era así. Sin duda, con otro —¿o con otros?—, pero no con él. Ya se encargaría de desengañarla. Y se juró a sí mismo que la próxima vez, la próxima vez…

      Mientras tanto, una inquietud lo acosaba. Se apoyó en los codos para separarse unos centímetros de Fernanda y la miró a los ojos. La pregunta era obvia: ¿por qué él?

      “¿Por qué no?”, contestó ella. Era su primera vez, es decir, la primera ilegal, y muy probablemente la última, aunque no se arrepentía. No es que le diera culpa. Era algo que tenía que hacer desde hacía mucho. Se lo debía a sí misma. Además él y ella eran antiguos conocidos, y ella sabía que lo atraía. Además él era discreto. Y…, continuó con una sonrisa mali­ciosa, Rogelio le había dicho que tenía fama de buen amante.

      De modo, pensó Martín, que el miserable de Rogelio Cua­tro le había contado de él. ¿Qué más le habría dicho? ¿Que eran compinches del metódico libertinaje corporativo, pagado siempre por la constructora? ¿Que en sus fiestas privadas frecuentemente rivalizaban en la alfombra de la sala, entre el coro de aduladores, duraciones sobre sus respectivas cabalgaduras, y que casi siempre ganaba Martín? ¿Que en el asoleade­ro de algún penthouse ellos dos habían servido de panes del sándwich a cierta actricita que gustaba de actuar en esa clase de rodajes como rebanada de jamón? ¿Que una atlética negra fisicoculturista por poco estrangula a Rogelio con los muslos en una apartada playa de Oaxaca, mientras él y su vedette panameña los rociaban a chorros con champaña tibia? ¿Que en una suite de Cancún compartieron el mismo lecho con dos monumentales canadienses de ocho metros de altura, a las que montaron cuatrapeados sobre ellas mientras se saboteaban mutuamente el entusiasmo haciéndose uno al otro cosquillas en las plantas de los pies con plumas de ganso de un edredón destripado? ¿Le habría informado que esas experiencias eran divertidas, pero no excitantes? ¿Que eran más demostraciones de poder que búsquedas del placer? ¿Que el propósito de toda bacanal era alimentar el olvido y no la memoria, la trivialidad y no la hondura? ¿Que esos juegos tribales no alcanzaban la categoría de pecados sino, cuando mucho, de travesuras? ¿Podría adivinar Fernanda que en esos retozos simplemente no era posible alcanzar las conmociones telúricas que él acababa de experimentar con ella en ese lecho megalómano? ¿Qué tanto sabría ella, contado por Rogelio?

      Martín quiso saber si había estado a la altura de sus reco­mendaciones, y en respuesta la risa de Fernanda esta vez casi pareció franca y sonora. Para deleite de Martín, se confirmaban a gran velocidad sus hallazgos vaginales. Mientras la fingida pazguatez de ella para consumo social se desgarraba a jirones, Fernanda estaba revelando, minuto a minuto, facetas nuevas y fascinantes. Sobre todo, un agudo sentido del humor, la única cualidad que para Martín distinguía a los seres huma­nos de los primates y de las estatuas.

      Algún comentario hizo él en ese momento sobre la esceno­grafía de espejos, y ella le preguntó si le gustaba ver.

      El asintió con la cabeza, y entonces ella estiró un brazo hacia atrás. En una esquina de la cabecera un tablero mostraba varios controles manuales. Fernanda hizo girar una perilla para que todas las luces de la recámara disminuyeran de intensidad hasta casi desaparecer. Luego oprimió uno de los botones, y el gran espejo superior se iluminó desde su parte posterior con una enorme imagen de televisión.

      

      8

      Era una escena clásica de película porno. Mejor dicho, pensó Martín, era La Escena, la ineludible culminación de las pobrezas imaginativas de esa artesanía menor: un titánico pene profesional llenaba toda la pantalla y era masajeado con maes­tría por dos muchachitas rubias puestas de rodillas y destinadas sin remedio al inminente estertor pringoso del momento del aleluya. Una vez más observó él que para Fernanda sus ojos y el estímulo sexual tenían un pacto de no agresión, pues ella no le concedió a la fálica techumbre ni siquiera una ojeada de lástima. Así que de nuevo lo asaltó la pregunta: ¿de quién habría sido la idea de poner esa pantalla ahí?

      Nuevamente se esforzó por borrar esa inquietud recordando la receta preferida de ese inmenso bohemio que fue su padre: si quieres ser feliz, como me dices, no analices, no analices. Y recordó, como le ocurría con frecuencia en esos casos su­brepticios, el señero ejemplo de George Washington: primero en la guerra, primero en la paz, primero en el corazón de sus compatriotas y segundo

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