Te vi pasar. Guillermo Fárber

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Te vi pasar - Guillermo Fárber Minimalia erótica

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la sensación más fuerte y ambigua de su vida hasta ese momento. Durante los eternos minutos que tardó la núbil mulata tropical en salir de la ducha, secarse y vestirse —todo ello con una inmensamente provocativa dignidad natural—, un rudo turbión de emociones lo recorrió, desde el pasmo y la fiebre hasta la decepción y el ahogo. De ahí salió corriendo a mastur­barse con ferocidad en la paz de su baño privado, preguntán­dose confusamente cómo era posible que eso fuese todo. Tardó meses en digerir la experiencia, y años en aprender que en efecto eso era todo, pero que también era suficiente.

      Al regresar a la recámara luego de colgar el teléfono —un extraño aparatejo de muy trasnochada factura y seguramente genuino— Martín le preguntó a Fernanda si también esa reli­quia tenía un pasado de aristocracia. Ella le contestó que sí, desde luego, y muy ilustre: su propietario original había sido el conde de Revillagigedo.

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      Fue una noche indómita, y en ella pudo Martín demostrar hasta el límite sus legendarios poderes. Después de aquel primer clímax decepcionantemente breve, su natural temperan­cia de cavernícola fue reforzada por la determinación absoluta de probarle a Fernanda que también él era algo especial.

      Porque tuvo que reconocerlo: había en sus impulsos hacia ella algunas impurezas que ahumaban la nitidez de la experien­cia. La principal era una rebuscada sensación de desafío. Ella era para él en buena medida un reto, y los retos, reconoció, son para el esfuerzo y la conquista, no para el deleite y la entrega.

      Otra mancha en la experiencia era una cierta percepción irritante que no era exactamente rencor y no eran exactamente celos, sino más bien una especie de envidia, una opaca envidia hacia Rogelio por poseer no sólo a Fernanda sino al único mundo donde ella podía caber.

      Las mujeres como ella podían crecer en muchos huertos, se dijo, pero sólo se servían en restaurantes exclusivos. De ese modo, Rogelio no era simplemente un rival oficial más —de los cuales Martín ostentaba colecciones sin que ninguno le quitara un segundo de sueño—, sino el “indicado” para ella, el único titular posible en su tiempo legal.

      Ése era el origen de una envidia incongruente porque, a la vez, a Martín se le congelaba de horror la médula espinal ante la mera idea de cargar para siempre con alguien como Fernan­da o de ser alguien como Rogelio. De hecho, se le erizaba la piel ante la posibilidad de ser como cualquier otra persona que él conociera o pudiera imaginar, incluyéndose a sí mismo en tal recuento; pero en vista de que cada quien tiene que ser de alguna manera concreta, le parecía que lo menos repugnante en esta vida, para él, era ser como él, aunque tal manera de ser le pareciera casi tan detestable coma cualquier otra.

      Y aún había otras sombras entre él y Fernanda, pero eran menores y él no estaba en esos momentos para mucho autoaná­lisis. En todo caso lo haría, pero después, después, después, se dijo al extender la mano de náufrago hacia el vientre de terciopelo de Fernanda. Con la vista atornillada en la mortífera visión del cuerpo de Fernanda, en pose de mosquetero comenzó a deslizar lentamente su mano rumbo al pubis angelical y toda reflexión murió de muerte natural en esa prematura etapa y él no dijo una palabra más y olvidó su franca curiosidad y su incoherente envidia y su vago enojo y ella tampoco hizo más preguntas y aceptó la caricia y el fervor y fue resbalándose sobre sus codos y su rostro se concentró y levantó otra vez poco a poco la vista al techo y su piel volvió a llenarse de color y terminó por cerrar los ojos y balancear la cabeza y ondular el cuerpo y gemir y quejarse y jadear y gritar y clavar las uñas en las sábanas y en la espalda de él y en los giros de las columnas y él multiplicó su presencia y su vehemencia en las comarcas de ella y se abandonó a sus convulsiones y ambos casi fueron uno por instantes y él supo que podría posponer indefinidamente su segunda andanada sin perder un átomo de placer y por otro largo rato los únicos sonidos de la recámara fueron los rumores elementales de la única verdadera lucha por la vida: “De ti, por ti y en ti nos gozaremos”.

      Fue un momento típico de aquella noche gloriosa. Pleno, gozoso, redondo. Y como obsequio absolutamente inesperado del destino, por vez primera en muchos años Martín experi­mentó la casi olvidada sensación de habérselas no con un mero cuerpo ajeno, sino con una persona total. Era ésa una emoción inquietante y prodigiosa que sólo había conocido dos o tres veces antes, en un pasado inocente e irrescatable. En parte por lo inesperado, en parte por la falta de costumbre, y en parte por la ilusoria sensación de creerse ya inmune a los efectos telúricos del amor, la tremebunda fuerza expansiva de esa sensación inusitada le abrió a Martín un hueco de desamparo en el estómago.

      Pero nada es totalmente desafortunado en esta vida: ese apenas asomarse a las verdaderas profundidades del amor le ayudó a concluir ese nuevo encontronazo con varios orgasmos más en la cuenta de Fernanda, y el segundo suyo una vez más pospuesto. Era otra de las lecciones de su experiencia amato­ria: los sacudimientos del espíritu y los espasmos genitales se anulan mutuamente.

      Por la ubicua imagen en los espejos le vino de pronto a la mente la perfecta expresión “bestia de dos traseros”. Doblado por la cintura, con las piernas sobre la cama y la cara en el suelo, satisfecho de haber sobrevivido a otro asalto con la batería intacta, pensó que Shakespeare siempre había encontra­do la mejor forma de decirlo todo, sin dejar ya nada para nadie después de él.

      O en palabras de José Alfredo:

      Ya lo ves

      como un cariño

      nos arrastra y nos humilla.

      

      13

      Así fue toda la noche. En su labor de antropólogos recíprocos, no hubo resquicio de sus cuerpos que no fuera explorado por el otro. No hubo postura que no ensayaran. No hubo estímulo que no buscaran.

      Una vez pensó Martín en ciertos paquetitos que él sabía guardados por Rogelio en la caja fuerte de la biblioteca, pero descartó la ocurrencia. En realidad no le hacían falta, y tampo­co Fernanda los había necesitado para mostrar los prodigios de erotismo que tan cuidadosamente guardaba tras su fachada incolora. Porque a esas altura la vaga sospecha de Martín se había confirmado más allá de cualquier duda: dentro de la señora todaformas se escondía una gitana cerril.

      Nada podía compararse, pensó, a la dicha inicua e irrepeti­ble del descubrimiento mutuo. Así como nunca había una se­gunda oportunidad para causar una primera impresión, jamás el amor concedía segundas veces que merecieran recordarse. La primera vez podía durar días y quizá, en casos raros, hasta semanas, pero cuando se acababa, se acababa y ya no había más que hacer. Podía ser angustioso si uno, imprudentemente, se detenía a pensarlo en serio. Sin importar lo que ocurriera de ahí en adelante, nunca jamás era lo mismo entre dos, quienes fueran; y nunca jamás sería igual entre ellos. Esa ocasión sería única, y cada instante se fugaba para siempre. Por eso dijo el sabio cínico francés que no hay mujeres bellas, sino sólo muje­res nuevas.

      Después de esa noche, se dijo, sólo quedaría conversar, conversar y convivir por años en el empeño inútil y lastimoso de conciliar las dos galaxias distantes que forman cualquier pareja humana. Y en el trayecto ineludible hacia la frustración y la derrota final, sólo quedaba contemplar cómo todo lo demás —los afanes, las ilusiones, las pasiones, los agravios, los recuerdos, sobre todo los recuerdos— se iban diluyendo en el marasmo de lo diario,

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