Te vi pasar. Guillermo Fárber
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Pero en ningún rincón de la vasta despensa, en ninguno de los refrigeradores y en ninguno de los congeladores, había algo semejante a un pastel. Así que Martín improvisó una pasta de tierra, catsup, puré de papa, pasto y frijoles refritos. Escupió repetidas veces sobre la mezcla para infundirle aliento vital, y moldeó una pelota sobre la cual hizo sentarse a Fernanda para darle el toque maestro. Luego tomó el gran cirio que desde antes del génesis presidía el comedor, y lo clavó en la masa informe. Tras encenderlo, ella lo apagó de un suave soplo y él aplaudió y ambos bailaron un poco alrededor del pastel tomados de las manos y entonando los fragmentos que recordaban de canciones infantiles. Y fue al terminar esa danza cuando ella le confesó que le gustaba “estar batida”. Batida de todo, pero sobre todo de las tres eses: sudor, saliva, semen.
Así recorrieron la planta baja en su viaje de regreso a la recámara, profanando todo a su paso bajo bóvedas indiferentes, artesonados de inconcebible paciencia y cuadrifolias como ojos severos.
Otra vez en absoluto control de su potencia, como estaba acostumbrado, Martín la cabalgó innumerables veces sobre las alfombras de la Nao de China, junto a los bargueños toledanos, contra las consolas espejadas, sobre las credencias de marquetería, de pie en el escabel del bufón de Fernando VII, sentados en el taburete del piano, reclinados contra el atril del piano, arqueados en el teclado del piano, trepados encima del piano y encuevados debajo del piano (un Erard, la firma preferida de Liszt, traído por barco de Francia en 1832, le informó ella a sobresaltos entre arremetida y arremetida).
Poseídos por el enfebrecido deseo de desear, visitaron luego la sala de juegos, una especie de hangar ostentoso que nadie visitaba nunca. Sobre la anchurosa mesa de carambola ensayaron figuras clásicas y combinaciones insospechadas. En un alarde selvático en que estuvo a punto de desnucarse, él saltó sobre la mesa como gorila embravecido, se golpeó el pecho con ambos puños y se columpió de mala manera de la emplomada lámpara Liberty-Tiffany’s que pendía de una cadena milagrosamente resistente. Después ella le dibujó con tiza azul símbolos zulú en rostro y pecho, usando sus tetillas como ojos de espíritus benéficos.
De ahí pasaron al salón del ajedrez, dibujando en el piso grandes losas alternas de mármol blanco y negro. Las soberbias figuras de madera y latón dorado de un metro de alto reconstruían la posición decisiva de la partida que Carlos Torre ganó a Emmanuel Lasker, tras pulverizar el esquema defensivo del campeón mundial con su sagaz maniobra “La lanzadera”, en el mismo año de gracia de 1925 en que empató con los otros monstruos Capablanca y Alekhine (todo lo cual ignoraba Martín, pero constaba en una placa puesta en lugar destacado del salón para honrar “el momento supremo del ajedrez mexicano de todos los tiempos”).
Quizá por eso el ambiente de ese lugar le pareció a Martín decididamente esquizoide. Tanto, que decidió dar por lanza un taco de billar a Fernanda, se la montó en la espalda y la paseó como jinete vengador por todo el tablero, derribando impunemente y con una extraña seriedad las piezas del momento culminante del ajedrez nacional.
Una vez limpio de combatientes el campo de honor, Martín efectuó un sorpresivo enroque de bandos y comenzó a perseguir despiadadamente a la Reina con su alfil en ristre, cerrándole las salidas, ofreciendo gambitos y rehusando sacrificios, hasta propinarle en la casilla 8TD tal mate de bulto que a su juicio podía en justicia aspirar al premio de brillantez de la noche, aunque no alcanzara las alturas teóricas de la Lanzadera.
Milagrosamente, en su peregrinaje de estropicios sólo rompieron un jarrón chino de la dinastía manchú, de cierto valor, pero que Fernanda, según le confesó, siempre había considerado repulsivo.
De regreso a la recámara, Martín tarareó:
Luego en la intimidad,
sin complejos del bien
ni del mal…
11
Al término de esa excursión de recreo, y como fin de fiesta francamente teatra, iluminado por una luna llena que entraba a raudales a través de la ventanería provocando sombras góticas en la escalera, Martín subió de nuevo la majestuosa espiral con Fernanda en los brazos. Pero esta vez ella iba prendida de su cuello, ondulando grácilmente el cuerpo como delfín y emitiendo quejiditos de gratitud, acaballada a horcajadas sobre el eufórico, inexorable, indoblegable blasón. A lo largo de la ascensión triunfal, contemplado por la galería en pleno de los Ilustres Antepasados, Martín pensó que había muchas hazañas, aparte de las guerreras, merecedoras de investidura aristocrática. De hecho recordó un honor de caballería que él se estaba ganando con creces. Junto a hidalgos de privilegio, de ejecutoria y de solar conocido, existía un curioso rango en la nobleza española que parecía pensado específicamente para él: Hidalgo de Bragueta. Seguramente honraba méritos distintos, pero acaso pudiera reclamarlo por hazañas logradas en el campo de batalla.
De vuelta en la recámara, el nuevo aristócrata de la entrepierna pensó para su infinito contento que ese affaire inesperadamente iba para largo y que más le valía desactivar toda posible reacción de Gabriela Cro-Magnon. Así que la llamó (desde el teléfono del pasillo, para guardar cierta elemental delicadeza delante de Fernanda) y le explicó sin un titubeo en la voz que el asunto —mañana le explicaría qué asunto— se estaba complicando y que prefería no arriesgarse a salir a la calle tan noche. Ella no debía preocuparse: él se quedaría a dormir en casa de Robelo.
(Martín sabía que en su casa no había identificador de llamadas y que, aun en caso de haberlo, Gabriela tampoco se habría de molestar en consultarlo.)
Gabriela aceptó el cuento con su tranquilidad de costumbre y a su vez le platicó que Schopenhauer había destripado al gato del vecino, pero no al fino, sino al corriente menos mal porque además de bonito era carísimo de todos modos pobre qué asco había regado los intestinos por todo el patio y ella tuvo que levantar el cochinero claro que luego había barrido bien con la manguera aunque de todas maneras se veía la mancha de sangre pero ya se secaría con el sol y para colmo la sirvienta mandó decir con su tía la que trabaja a dos cuadras de aquí que no iría a trabajar al otro día ya sabes cómo son parece que esperan el día en que más las necesitas para dejarte tirada pero bueno ni modo eso era mejor que no tener nada y su hermana la que se estaba separando del marido le había pedido recoger las sábanas y el televisor y el compact-disc y algunas otras cosas de la casa de su ex pero ella no iba a poder hacerlo temprano porque se le andaba zafando el pedal del acelerador a Chomski y tendría que llevarlo primero al taller no fuera a ser que se le terminara de descomponer a media calle ¿te imaginas? lleno de cachivaches ajenos qué problemón mejor tomaba sus precauciones además debía de ser un desperfecto sin importancia barato de componer y de un ratito total el tipo no se iba a robar las cosas porque podía tener otros defectos pero no era ladrón .y tampoco le iba a pasar nada a su hermana si le llevaba sus cosas por la tarde en vez de al mediodía…
Etcétera, mientras Martín jugaba con el cordón del aparato, examinaba la casa desde esa perspectiva en picada y soltaba de vez en cuando por la bocina, estrictamente al azar, esporádicos ajás, mmms y aaahs.
Imaginó a Fernanda desnuda detrás de esa pared. Evocó la primera vez que vio una mujer en cueros, de cerca, de bulto, de cuerpo entero, de tiempo completo, desde una estratégica perforación hecha en