Te vi pasar. Guillermo Fárber

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Te vi pasar - Guillermo Fárber Minimalia erótica

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general, las mujeres que conocía en el sentido bíblico, seres esencialmente táctiles, no encontraban mayor excitación en contemplar imágenes, ya fueran fijas o en movimiento. Para él, voyeurista militante, eso era un perpetuo manantial de frustración. Pero Fernanda era el caso más grave de insensibi­lidad visual que había conocido. Para todo efecto práctico, la industria de la pornografía podía contabilizarla como ciega.

      En el cine cómico, se dijo, los gags eran esencialmente unos cuantos y se conocían todos desde la época muda. En el cine porno ocurría algo parecido. Las imágenes estimulantes eran unas pocas y se usaban completas, una y otra vez, en cada “nueva” producción. Ahí sí que se aplicaba la cretina frase: cuando has visto una, las has visto todas. Si hasta los penes eran los mismos; muy probablemente el colosal ariete que en el techo estaba a punto de estallar en una efusión de dólares por onza fuera el de John Holmes, estrella de la especialidad y, por supuesto, víctima del sida.

      Georges Simenon también acababa de morir, recordó Mar­tín, de puro viejo, en su cama. Según sus propias cuentas, el caudaloso novelista se pasó por las armas, a lo largo de su vida, a unas diez mil doncellas, casi todas ellas prostitutas, salvo su propia hija. Holmes presumía de tres mil de las mismas y murió antes de cumplir los cuarenta, de esa deplorable manera. Destinos distantes o la diferencia entre un garañón genial y un garañón nomás genital. Ahora ambos estarían quizá cumpliendo el resto de su tarea pendiente con las ochenta mil huríes que según la promesa islámica le tocaban a cada uno.

      Regresando a lo otro, pensó Martín que eso era lo único la­mentable del cine pornográfico: su reducido catálogo, su po­brísimo lenguaje, su tartamudez narrativa. Todo lo cual, con franqueza, a él le tenía perfectamente sin cuidado, pero sólo porque era un caso extremo de pornoconsumismo indiscrimi­nado, un fanático de la feminidad al natural como fuera y donde fuera. Reconociéndose como devoto voyeurista, aprecia­ba con igual fervor cualquier estampa obscena, exactamente de la manera en que una beata desconocedora de Mishima venera con idéntica unción catorce muy diferentes versiones de San Sebastián y las flechas.

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      No tuvo que preguntar por la ubicación del cuarto de baño. Todo en esa casa estaba donde naturalmente tenía que estar. Era una de las perversiones propias de la arquitectura de los antiguos, se dijo, obedecer al sentido común.

      En el camino, entre la penumbra y la gruesa alfombra que le hacía caminar como pelícano, estrelló un pie contra un objeto que casi derriba. Se quejó, doblado sobre sí mismo y sobándose el pie lastimado.

      Fernanda lo contemplaba sonriendo mientras arriba el olvi­dado superfalo profesional, como estaba previsto desde el principio de los tiempos, rociaba en technicolor el rostro de las dos candorosas muchachitas con su abundoso manantial de promesas despilfarradas. Es correcto, diría tal vez un cosmetó­logo: es un buen nutrimiento para el cutis.

      El objeto causante del tropiezo de Martín, recitó ella de corridito, emulando el tono de los guías de turistas, era un aguamanil o lavamanos o más propiamente jofaina, voz árabe desde luego, cuyo uso era evidentemente la higiene corporal en las épocas sin agua corriente; montada en un mueble tripié de ébano, que es una madera dura oriunda de África, la palangana es de cerámica poblana y los percheros colocados en su parte superior servían para sostener los retazos de tela basta empleada entonces como toalla, invento éste, por supuesto, muy posterior; de elevado precio, había pertenecido al virrey Mel­chor Portocarrero y formaba parte del patrimonio familiar desde hacía poco más de dos siglos.

      Martín miró un momento el trebejo con evidente admiración y en seguida con gran formalidad, descansó cuidadosamente en el piso el pie lastimado y orinó sin miramientos en el tesoro familiar.

      Desde ese instante, declaró al terminar su desahogo en la palangana de cerámica invaluable, el trasto quedaba elevado a la categoría de bacinica real.

      Ella frunció divertida los labios en un mohín despreocupado y comentó que, conociendo la estirpe de locos dueña de esa antigüedad, podía asegurarle que no era el primero en hacer eso, o algo peor.

      Martín no le contestó porque estaba levantando la ropa del suelo. Era una de sus manías. No podía soportar ver ropa fuera de lugar, en el cuerpo o fuera del cuerpo. La suya, menos que ninguna otra. Así que tomó varios ganchos del clóset de Fernanda y fue colgando en ellos las prendas que había botado antes por la alfombra, en el arrebato de la pasión.

      De su ropa, sólo valían la pena tres cosas: la chaqueta, el calzoncillo y los calcetines. La chaqueta, por gusto, porque eran su debilidad; el calzoncillo y los calcetines, por precau­ción. Era otra sabia lección de su padre. “Totalmente vestido o totalmente desnudo —le había dicho muchos años atrás—, uno no tiene problemas. Ya está uno en lo que está y tiene o no tiene con qué responder. El riesgo está entre ambos estados, en lo que pasas de uno al otro.” Analizando el asunto, Martín había llegado a la conclusión de que el momento cru­cial en esos casos, el momento más vulnerable, era al quedarse uno en calzoncillos y calcetines. Un hilo suelto, el más mi­núsculo agujero en la tela, un estilo demodé, un color estrafa­lario, cualquier cosa podía ahogar en el ridículo o en la vulga­ridad la más prometedora aventura. Y como uno nunca sabe al despertar qué le depara el destino, él toleraba camisas, panta­lones, zapatos, cinturones y corbatas de discutible calidad, pero en materia de calzoncillos y calcetines era intransigente: sólo lo mejor de lo mejor. Y hasta entonces nunca había tenido razones para arrepentirse de tan básica precaución.

      Al levantar de la alfombra la túnica de ella, Martín vio que le cabía en un puño. Un puño de seda de levísimas crepitacio­nes que guardaba, reconcentrado, el aroma penetrante de la promesa cumplida. Y pensó que estaba ya viejo para volverse fetichista a esas alturas, pero con tales señuelos cualquier cosa era posible.

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      Luego, porque Fernanda naturalmente había licenciado a la servidumbre, se ocuparon de los detalles prácticos. Bajaron desnudos a cerrar la puerta principal y las ventanas de las salas, encendieron las luces exteriores y las lámparas fluores­centes para achicharrar insectos voladores, activaron el sistema de riego del jardín y soltaron a los perros. Luego ajustaron al alza el termostato que regulaba la temperatura de toda la casa, pues no pensaban ponerse un trapo encima durante muchas horas. Finalmente asaltaron el refrigerador y comieron angulas con totopos en la mesa de la cocina.

      A manera de postre, Martín le vació a Fernanda en el pecho una lata de caviar negro que lamió en seguida con inhumana lentitud y puntillosa avaricia. Ella replicó dándole un enérgico masaje en el cuello con paté de ganso que le dejó puesto a manera de collar africano. El contestó armando en el minucio­so vellón de Fernanda una naturaleza muerta de calamares y ostiones ahumados, que con un generoso esfuerzo de la imagi­nación podían representar una familia de cuervos en su nido. Ella contraatacó cubriendo la heráldica de Martín con una capa de mayonesa que sorbió luego hasta la última gota. El realizó una maniobra envolvente atándole con una ristra de chorizos los tobillos a una pata de la mesa. Ella inició una ofensiva por los flancos, arrancándole vellitos de las axilas con los dientes, de uno en uno. Entonces él comprendió que era necesaria una acción táctica definitiva y tomó con la mano una buena porción de margarina blanda sin sal que untó de un manotazo certero en la retaguardia de Fernanda, quien ensayó, al ser curvada sin contemplaciones sobre el horno de microondas, una tímida e infructuosa protesta de inmediato ahogada por el sordo gritito de congoja que le produjo la desalmada penetración contrana­tura de un Martín de nuevo en posesión de todas sus facultades.

      Pero interrumpió

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