A Roma sin amor. Marina Adair

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mi Anh-Bon —dijo Clark en voz baja. Tiempo atrás, que la llamara así hacía que revolotearan mariposas en su corazón. Hoy le provocaba ganas de vomitar—. Siempre recordándome mis errores. Sin ti, jamás habría abandonado mi fase egoísta.

      Annie se echó a reír ante la ironía.

      Al ser la hija adoptiva de dos célebres psicólogos, y la única que desentonaba en su entorno, Annie había adquirido la curiosa capacidad de identificar y mitigar los miedos de los demás. Encontraba una solución antes incluso de que la mayoría de la gente fuera consciente del problema. Por eso era tan buena en su trabajo. Y tan fácil que se abrieran con ella.

      Las enfermeras del hospital la habían apodado «Dra. Freud».

      Annie era una buena chica con un buen trabajo que lograba atraer a buenos chicos con opciones de ser algo más en lo que al amor se refería. Su existencia había sido una sucesión de hombres monógamos, todos con una tara terrible que les impedía encontrar al amor de sus vidas. Durante la mayoría del tiempo que estaban con Annie, creían que era ella. Al final, sin embargo, Annie los ayudaba con sus taras emocionales para que otras mujeres fueran muy felices con ellos.

      En su ADN llevaba grabado «esposa en prácticas». Tenía el don de ayudar a sus novios a superar sus problemas. Cuatro de los cinco últimos habían conocido a sus mujeres al cabo de pocos meses de romper con Annie. El quinto se había casado con su amor del instituto, Robert.

      Y entonces llegó Clark. Un caballero muy metódico con bata de quirófano, con una familia increíble, un plan de vida sólido y unos cimientos inamovibles. Fue el primero en ponerse de rodillas y decirle a Annie que, para él, la búsqueda había terminado.

      Se lo creyó como una tonta.

      Y cuando Clark se desdijo y le confesó que lo de casarse no iba con él, y que no era ella sino él, también se lo creyó. Hasta que a las pocas semanas de dar por zanjado su compromiso le puso un anillo en el dedo a Molly-Leigh, así, a lo Beyoncé.

      —Muchas cosas tengo que recordarte. Empecemos por el dinero del vestido, que ahora me debes.

      —¿Cuánto? —Clark suspiró, alto y claro.

      —Cuatro millones de dólares.

      —Venga ya, por el amor de Dios.

      —No, Clark, por el amor del vestido de mi abuela. De mi abuela. —Se le rompió la voz, y también el corazón.

      —Anh-Bon… —La empatía de Clark parecía sincera. Por desgracia, la condescendencia que traslucía también, maldito fuera.

      —Cinco millones. ¡El precio acaba de subir! Y antes de que me vuelvas a llamar Anh-Bon, no te olvides de que también me debes la mitad del precio de la tarta, de las trescientas cincuenta invitaciones —de las que solo cincuenta eran para invitados de ella— y la fianza que adelanté para que nos reservaran el sitio. —Como era una novia muy independiente, Annie insistió en pagarlo ella. No quisiera Dios que diera la imagen de ser menos que él en su inminente unión—. Y como no he recibido nada del Hartford Club, deduzco que el cheque te lo han mandado a ti, ¿no?

      Era la única razón que se le ocurría para explicar por qué su cuenta marcaba diez mil dólares en números rojos. Diez mil dólares que necesitaba desesperadamente.

      —Reenvíame el cheque y punto —siguió—. Supongo que sabes cómo asaltar mi lista de contactos y encontrar mi nueva dirección, ¿verdad?

      —No tengo que asaltar nada si la propietaria me da acceso —la pinchó Clark. Annie no rio—. Vamos, Annie, no seas así. Ahora mismo te mando por PayPal la mitad de la tarta y después de la boda te devuelvo la fianza del sitio.

      —¿Que me la devuelves? —El agarre de Annie se relajó y el vestido de seda estuvo a punto de caerse al suelo, pero lo cogió justo a tiempo—. ¿Qué me tienes que devolver? La organizadora me dijo explícitamente que, si otra pareja reservaba ese mismo sitio, nos enviaría un reembolso. Y lo reservaron hace más o menos un mes. ¿Dónde está el reembolso, Clark?

      —Es que Molls y yo quedamos allí para comer con mis padres. Es que es un sitio tan bonito... —Hablaba con nostalgia—. Histórico pero con todas las modernidades. Íntimo pero lo bastante grande para que quepa todo el mundo. Elegante pero no demasiado caro.

      «Perfecto pero no para mí», pensó Annie.

      —Al grano. El reembolso.

      —Es que cubría todas nuestras necesidades, incluso más. Cuando mi madre les preguntó por la disponibilidad, nos dijeron que para ese fin de semana seguía reservado para nosotros.

      —Imposible. Mi madre me dijo que canceló la reserva. —Su afirmación precedió el silencio—. No la canceló, ¿a que no? Por eso el vestido de mi abuela seguía en Bliss.

      —Me dijo que tenía la esperanza de que lo solucionáramos. —Las palabras de Clark dieron paso a una larguísima pausa que hizo que las entrañas de Annie hirvieran de vergüenza. «No puede ser». Una reacción que a menudo acompañaba los intentos de su madre por encontrarle pareja—. Creí que, en estas circunstancias, sería una pena desperdiciar la reserva de un sitio tan bonito.

      El presentimiento se había movido de su barriga, había ascendido por su pecho y ahora se había enroscado en su garganta.

      —Lo que es una pena es que me pasara dos años esperando ir a ese sitio. Que la mitad de mi presupuesto para la boda lo invirtiera en reservar ese sitio. —Su mano aferró con fuerza la seda que le cubría la cintura y la presión arrugó la tela—. Clark, por favor, dime que no le has prometido mi sitio a Molly-Leigh.

      —No sabía qué hacer. Es que miró por los ventanales y dijo que la luz del sol de media tarde iluminaba el recibidor como si de mil velas se tratara. ¿Qué querías que le dijera?

      —Que gracias pero no, que habías plantado a tu otra novia y que ese sitio estaba prohibido.

      —Lo intenté, pero me dijo que, después de vivir en primera persona la magia del Hartford Club, no se imaginaba un lugar mejor donde casarse.

      La frustración le ardía en la garganta y la rabia se extendió, ocupándolo todo a su paso e impidiéndole respirar. Annie temió que fuera a desmayarse. Se llevó las manos a la espalda y desató dos corchetes del corsé para que sus pulmones se expandieran lo suficiente para hincharse de aire.

      Como no lo consiguió, desató un tercer corchete.

      —Coge papel y lápiz —le ordenó, la voz teñida por la furia que sentía—. Porque se me ocurren mil lugares donde casarse. ¿Estás preparado? Genial. Pues apunta. «Cualquier lugar que no sea el lugar con el que te ibas a casar con otra mujer». O qué tal esto: «Buscar un lugar que no implique que mi ex me haga de banco». Es mi colchón para emergencias, Clark —enfatizó—. Lo necesito.

      —Seguro que encuentras un colchón de segunda mano, pero te prometo que te lo devolveré después de la boda. Así será más fácil y menos confuso.

      —¿Para quién? —preguntó ella.

      Clark se quedó en silencio. Su completa indiferencia despejó a Annie.

      —Es el día que se casaron mis abuelos.

      —Lo sé

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