A Roma sin amor. Marina Adair

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intimidar o seducir con un simple movimiento de labios. Y la sonrisa de ella era una promesa de guerra…, dolorosa y sangrienta.

      Así pues, Emmitt le regaló una de las suyas, de oreja a oreja, idéntica a la del gato de Cheshire, con la cantidad justa de amabilidad impostada para que Annie se estuviera quieta, y aprovechó la ocasión. Sin darle tiempo a reaccionar, hizo una rápida maniobra y la apretó contra la pared adyacente, las manos sujetas por encima de su cabeza.

      Con un jadeo de desconcierto, Annie lo fulminó con unos ojos del tono de marrón más oscuro que Emmitt había visto.

      —Suéltame —gritó, con la respiración entrecortada. Cada vez que inspiraba aire, el encaje del corsé interior de ella le rozaba el pecho a él, recordándole así que entre ambos llevaban la cantidad de tela exacta para usarla como hilo dental.

      —¿Ya has acabado? —replicó Emmitt. Cuando Annie volvió a entornar los ojos, Emmitt le arrebató el mando y lo lanzó sobre una silla. Le apretó la muñeca como última advertencia—. ¿Estamos en paz?

      Annie asintió.

      —Te tomo la palabra. —Emmitt estudió la arruguita de tozudez de la barbilla de Annie, sus labios carnosos y esos ojos peligrosamente oscuros, sugerentes y tentadores por los que un hombre perdería el juicio. Annie significaba problemas. Y, ¡madre mía!, cuánto le gustaban a él los problemas…, casi tanto como las mujeres—. Como traiciones mi confianza e intentes lanzarme algo que no sean tus braguitas, te voy a aplastar contra el suelo. ¿Queda claro, Anh Nhi Walsh?

      Ella se quedó helada al oírlo pronunciar su nombre. Y sí, a él le había encantado. Salió de sus labios más como una promesa que como la amenaza que pretendía. Pero bueno, no hay mal que por bien no venga. Lo que sus calzoncillos ocultaban le pedía que repensara su idea de alejarse de las mujeres.

      —Con Annie basta. Y mis braguitas no se van a ninguna parte.

      Emmitt se quedó mirándola durante un largo minuto antes de soltarle las muñecas. Pero no se movió. Podría aplastarla contra el suelo, pero estaba casi seguro de que tenía una tienda de campaña entre las piernas y no quería que se le notara más aún.

      Annie debió de darse cuenta, porque sus mejillas adoptaron un rubor muy sexy.

      —Pues Annie. —Emmitt miró hacia la alarma de su casa. La luz roja parpadeaba. Estaba activada—. Y ahora, ¿me vas a decir cómo has pasado por el sistema de seguridad?

      Ella abrió la boca para volver a gritar —a Emmitt no le cabía ninguna duda—, así que le puso un dedo sobre los labios. Una palabra más y los martillos neumáticos que ocupaban su cabeza se abrirían paso por todo su cráneo.

      —Bajito. Dímelo bajito.

      —Pues he metido el código de seguridad —masculló ella entre dientes—. Tu turno. ¿Cómo has entrado tú?

      —Abriendo la puerta que puse cuando compré la casa. —Hizo un gesto con la barbilla hacia la llave que colgaba de la cerradura, y fue entonces cuando reparó en el cielo estrellado que enmarcaban las ventanas. Estaba tan oscuro como cuando había cerrado los ojos hacía un rato—. ¿Qué hora es?

      —Las ocho y media.

      A duras penas había dormido unas pocas horas. Normal que estuviera hecho un desastre. Tenía sed, estaba cansado y necesitaba mear. Había llegado el momento de decirle a Ricitos de Oro que empezara a buscarse otra cama, porque la suya, a pesar de ser estupenda, no admitiría a nadie en todo el verano.

      —Oye, ha sido muy divertido —dijo mientras se recorría la cara con una mano. Al llegar a su mandíbula, se detuvo. Volvió a tocársela y notó la barba descuidada que le pinchaba la palma—. ¿Qué día es hoy?

      —Miércoles.

      —Dios. —Había dormido veinte horas, no dos, y perdido un día entero.

      A paso lento, se dirigió a la cocina, abrió la nevera y cogió una cerveza.

      —¿Emmitt Bradley eres tú?

      —Es la primera vez que oigo mi nombre como si fuera una acusación, pero sí. —Abrió la botella, le pegó un buen trago y a punto estuvo de escupir el líquido en el interior.

      Deberían despedir al que hubiera pensado que (leyó la etiqueta) el kiwi combinaba bien con el lúpulo. Con una mueca, bajó la botella y se encontró delante de Annie, que se había tapado el conjunto de antes con una bata azul de médico.

      —Emmitt el de «hola, Emmitt, soy Tiffany» —dijo ella con un tono de perfecta embriaguez formado por tres partes de helio y una parte de telefonista de línea erótica—. «Más te vale que me llames cuando vuelvas. Me ha tenido que soplar Levi que te fuiste sin darme más que un besito». —Annie puso los ojos en blanco y recuperó la voz grave y rasposa que a él le gustaba más—. Tiffany con y griega. No la confundas con Tiffani con i latina, que no volverá hasta que caigan las hojas de los árboles, pero quería que supieras que piensa en ti.

      Reprimiendo una sonrisa, Emmitt se secó la boca con una mano y dejó la botella en la isla de la cocina.

      —¿Cómo sabes tú eso?

      Los pies descalzos de ella se acercaron al teléfono. Junto al aparato había una pila de pósits. Annie rebuscó un poco y levantó uno.

      —Esta es Tiffany con y griega. —Se aproximó a Emmitt y le estampó la nota en el pecho desnudo—. Esta, Tiffany con i latina. —Otro golpe—. Y luego están Shea, Lauren y Jasmine.

      Pam, pam, pam.

      —Rachelle y Rochelle.

      —Solo me has dado un golpe. —Le dedicó una sonrisa—. ¿Quién era? ¿Rachelle o Rochelle?

      —Las dos —le espetó Annie—. Cuando se te llenó el buzón de voz, se presentaron aquí. Las dos juntas. —A medida que la sonrisa de él se ensanchaba, los labios de ella se apretaban para formar una fina línea—. Por no hablar de Chanelle, Amber, Ashley, Nicole, la dulce P y Diana. —Lo miró a los ojos—. Que me hizo prometer que apuntaría «Diana la salvaje». Me dijo que sabrías a qué se refería. —Esta última provocó un gran golpe.

      —Au —murmuró él, pero no parecía demasiado preocupado.

      —Toma. —Le dio las notas de la pila restantes.

      Emmitt las fue pasando una a una para dar con el único mensaje que le importaba. En cuanto perdía el interés en ellas, las tiraba al suelo. Cuanto más avanzaba, más empeoraba su dolor de cabeza, hasta que incluso con los ojos entrecerrados se le hacía insoportable.

      —¿Podrías buscar la de la dulce P? —Le devolvió las notas.

      —No soy tu secretaria.

      —Anda, pues esa es otra faceta de Annie que me gustaría ver. Con gafas y falda de tubo. —Soltó un silbidito, a lo que ella respondió cruzándose de brazos.

      El movimiento ahora le tapaba el pecho, pero dejaba a la vista de Emmitt mucha piel más abajo. Era un conjunto bastante menos transparente que el que vestía hacía un minuto, pero casi le gustó tanto el disfraz de enfermera calentorra como el de estríper.

      Casi.

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