A Roma sin amor. Marina Adair
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—Seis semanas.
—¿Has hecho todo esto en seis semanas?
Su cabaña, un espacio sobrio, estaba decorada con muebles minimalistas, con emoción minimalista y con esfuerzo minimalista. Solo quería vivir en una calle tranquila con vistas directas a la naturaleza. Era el único lugar del planeta en el que se relajaba y encontraba paz y equilibrio.
Y ahora no había ni rastro de esa paz. Todas las superficies estaban ocupadas por marcos de fotos o por montañas de libros viejos. Su colección de jarras de cerveza estaba escondida detrás de unas brillantes copas de vino. Y al habitual aroma a cedro lo había sustituido algún tipo de vela floral. Seguro que eran las violetas que ardían en la repisa de la chimenea, debajo de su cabeza de alce.
Emmitt parpadeó. Dos veces.
—¿Desde cuándo tengo una repisa?
Annie se encogió de hombros.
Por no hablar de su sofá, de un cuero muy masculino, hecho para ver partidos de hockey y las aventuras del superviviente Bear Grylls; ahora su sofá estaba casi oculto debajo de 137 cojines decorativos y una manta azul a juego.
Y no se trataba de un azul oscuro masculino, no. Ni de un azul de superhéroe. Qué va, la gigantesca y mullida atrocidad era del mismo azul clarito que las cajitas de las joyas por las que las mujeres se vuelven locas. Y que nadie le preguntara sobre las luces titilantes que pendían de las astas de Toro.
Como apenas había caminado erguido desde que había llegado del aeropuerto, Emmitt no había visto los cambios. Pero ahora lo asaltaban con tanta violencia que la migraña lo estaba acechando.
—No es permanente. Cuando me largue, todo se largará conmigo.
Por lo menos era sincera con los crímenes que había cometido. Otra gente, gente a la que él había conocido de primera mano, haría casi lo imposible por disimularlos.
—Pues leerme un mensaje es lo mínimo que puedes hacer por haber castrado a Toro —señaló al alce— y violado la intimidad de mis mensajes.
—Por lo visto, tu buzón de voz está lleno, de ahí que empezaran a llamar aquí. El teléfono no paraba de sonar y sonar a cualquier hora de la noche, así que me puse a anotar los mensajes. Y lo castraste tú cuando pegaste su cabeza en la pared como un trofeo. —Annie cogió el montón de pósits y buscó, sin dejar de resoplar en todo momento. Al final, le entregó una nota—. Toma. La dulce P.
—Toro no es de verdad, y fue un regalo. ¿Me lo podrías leer en voz alta? —La arruguita de tozudez de su barbilla reapareció—. No llevo las lentillas y no sé dónde he puesto las gafas —le mintió.
Con un suspiro de exasperación, Annie agarró la nota.
—Te ha llamado un millón de veces (sus palabras, no las mías) sobre el vestido que necesita sí o sí. También sus palabras, no las mías. —Para alivio de Emmitt, Annie no se había puesto a interpretar a una telefonista de línea erótica—. Te reserva el primer baile para ti. Qué mona. —Levantó la mirada—. Pero me apuesto lo que quieras a que a Tiffani no le hará ninguna gracia ser la segunda.
«Mierda». Llevaba mucho tiempo esperando con ganas el baile, y le daría mucha rabia habérselo perdido.
—¿Te dijo cuándo era el baile?
—No. Oye, ¿algo más? ¿O también quieres que te cante su número?
—Ya me lo sé.
—¿Te sabes el número de todas? —Annie lo miró fijamente.
—No. —Emmitt sonrió—. Solo el de la dulce P.
El de Paisley era el único que le importaba.
—Quizá deberías decírselo a las demás, para que dejen de llamar. La ambigüedad lleva a malentendidos —dijo Annie, con tono pretencioso.
—Los prejuicios, también —le respondió sin mayor explicación, impresionado por su habilidad para poner una mueca acusadora y arrepentida al mismo tiempo.
No era culpa de él que Annie hubiera sacado sus propias conclusiones. Emmitt se había esforzado muchísimo para asegurarse de que, en lo que a la persona más importante de su vida se refería, jamás hubiera ni un solo malentendido: Paisley Rhodes-Bradley era su mundo. Una maravillosa sorpresa en forma de hija que le había robado el corazón.
—¿La mujer que ha secuestrado un vestido de boda me va a juzgar a mí?
—¡Es. Mi. Vestido! —Volvió a estamparle el mensaje en el pecho.
—Eso has dicho antes. Pero no creo que Clark lo haya pillado. —Cogió un pósit en blanco y se lo pegó en la clavícula—. A lo mejor se lo tendrías que escribir.
Annie se quedó observando la nota antes de mirarlo a los ojos con las cejas arqueadas. Ninguno de los dos cedió un milímetro, hasta que la tensión entre ambos se volvió feroz. Y entonces ella sonrió, una sonrisa en plan «que te den» que, curiosamente, era muy excitante.
—Muy buen consejo, Emmitt. —Cogió un bolígrafo, garabateó unas palabras y le enseñó la nota.
—¿«Vete a la mierda»? —leyó con una risilla—. Sencillo, directo, sin ninguna posibilidad de malentendidos. Te lo apruebo. ¿Necesitas un sobre y un sello?
—Te lo he escrito a ti. —Intentó pegárselo en la frente, pero era demasiado bajita, así que se conformó con estampárselo en el mentón. La barbita descuidada de él era un rival demasiado poderoso para el pegamento, y los dos vieron cómo la nota aleteaba hasta el suelo—. Eso no se lo diría nunca a un amigo.
—Pues deberías probarlo. Porque a mí me da la impresión de que muy buen amigo no es.
—Solo porque resulta que no es para mí no significa que sea mal tío —dijo para intentar defender algo que, para Emmitt, era indefendible. Pero él había aprendido a base de palos, y ella iba a tener que llegar a esa conclusión por su cuenta.
—Yo solo digo que es imposible ser amigo de un ex.
—¿Y qué me dices de todas esas? —Annie señaló la montaña de pósits—. A mí me han parecido de lo más amigables.
—No son ex. Son amigas. —Levantó una ceja y ella le golpeó en la mano, tirando al suelo las notas que él tenía en la mano.
—Y ¿por qué no llamas a una de ellas y le preguntas si quiere compartir su cama contigo? Porque yo no quiero, y la tuya venía incluida en el contrato de alquiler.
Emmitt se ahogó con las burbujas residuales que le atestaban la garganta.
—¿Cómo?
—Oh, sí —ronroneó Annie—. Si quieres, te escribo qué día vence el contrato. Así sabrás cuántas amiguitas necesitas haciendo cola. Te lo leo en voz alta y todo.
Emmitt casi nunca estaba más de unas pocas semanas en Roma. De hecho, desde que compró la casa,