Posontológico, posfundacional, posjurídico. Óscar Mejía Quintana

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más adelanta elementos puntuales de su Ontología del ser social será en sus famosas conversaciones con varios profesores: Holz, Kofler y Abendroth (1971), que fueron publicadas en español bajo el título Conversaciones con Lukács. Lukács plantea allí la importancia de la ontología: las diversas formas del ser se interrelacionan en nuestra vida cotidiana y constituyen su base primaria. El ser y las transformaciones del ser son lo fundamental. Esa organización del ser es la base de la ontología social.

      Desde Lukács, la ontología tiene lo existente como su objeto de análisis, postulado desde el cual el ser no es una construcción acabada, dado que está rodeado de unas condiciones históricas que imposibilitan su conocimiento pleno y evidencian su complejidad. Propone como estructura del ser tres grandes dominios: inorgánico, orgánico y social, que se encuentran en interdependencia y relación de reciprocidad permanente. La ontología exalta el carácter complejo de la vida cotidiana, de los problemas que la atraviesan y la base ontológica para su resolución, aunque en principio ello pase desapercibido.

      Lo anterior hace incuestionable que la ontología se sobrepone a las ciencias particulares en cuanto ciencia básica, y que su tarea adicional es llenar los resquicios entre las diferentes disciplinas y fungir como mediadora entre ellas, por medio de la modelación de esquemas de representación que posibilitan la interpelación recíproca de los conocimientos para abordar la constitución del ser desde las especificidades de las ciencias, pero integrándolas en el análisis para permitir la asunción de la totalidad del ser.

      El trabajo ocupa en la ontología de Lukács un papel vertebral. La dimensión del trabajo, que mejor habría que definir como productividad humana en el sentido más amplio del concepto, pone de presente la cuestión de la utilidad, del valor que le conferimos a la realidad circundante. La vida humana introduce algo que no existía en la naturaleza: la oposición entre lo valioso y lo no valioso, de lo cual surge una de las categorías más relevantes de la ontología social, esto es, el carácter de sentido o sinsentido de la existencia, que determina la individualidad y la personalidad humana en el marco de las relaciones de complejidad que operan en la cotidianidad.

      Con el retroceso de lo natural frente al incremento de la humanización surge una paradoja referida al incremento paralelo de formas más acusadas de inhumanidad. El avance histórico ha confirmado dicha paradoja, que además no parece que pueda desmontarse en un futuro próximo. Depende del ser humano impedir que la humanización constante traiga consigo la máxima deshumanización y, en su lugar, optar por la plenitud total del hombre.

      La afirmación de que los hombres son los que hacen su historia debe entenderse referida a que lo hacen en condiciones que no son escogidas por ellos, y de esto se deriva otro de los rasgos ontológicos centrales de la vida social: el hombre es un ser que responde. El ser humano reacciona ante las diferentes alternativas que la realidad le presenta. En ese orden,

      […] la libertad en sentido absoluto […] no ha existido jamás. La libertad, por el contrario, existe en el sentido de que la vida le plantea al hombre alternativas concretas. Creo que ya he empleado antes la expresión de que el hombre es un ser que responde: su libertad estriba en que tiene que elegir entre las posibilidades contenidas en un margen de oscilación y en que puede hacerlo. (Lukács, citado en Holz, Kofler y Abendroth, 1971, p. 37)

      Heidegger: la existencia auténtica

      Para Martin Heidegger, se trata de reformular la pregunta mal planteada desde Sócrates: esencia y existencia constituyen dos dimensiones diferentes de una misma realidad, pero la existencia es el fundamento de la esencia. El giro ontológico heideggeriano reside en últimas en la preeminencia de la existencia frente al pensar, lo que sitúa al ser humano como ente situado que pregunta por la totalidad del ser sin que la cuestión epistemológica del cogito determine de entrada sus posibilidades. En ese orden, el dasein que interpreta el mundo tiene dos opciones: una interpretación auténtica que abre la posibilidad de una existencia auténtica y una interpretación inauténtica que, al contrario, determinará una existencia inauténtica.

      Solo la existencia auténtica puede vislumbrar el horizonte del ser. Esta será la existencia que no teme a la muerte, que la encara y que desde la identidad colectiva logra visualizar su destino. Al contrario, la existencia inauténtica es una existencia alienada, deyectada, sumida en la cotidianidad sin sentido ni significado. Mientras que la primera logra identificarse con el destino histórico de un pueblo la segunda se extravía en la banalidad del día a día.

      Para Heidegger (1974), por tanto, la hermenéutica responde a la propia esencia interpretativa de la existencia. El sentido del hombre es interpretar el ser que se revela a través de la historia: comprender su situación en el mundo es alcanzar la intelección de su historicidad constitutiva y del propio sentido de su momento histórico. Heidegger entra a profundizar y definir, posteriormente, algunas de las categorías más significativas de la intelección. La primera es la estructura circular o círculo hermenéutico que connota toda interpretación, que supone que la comprensión de la parte solo es posible en la medida que se entiende el todo y viceversa, lo cual se sustenta en una intelección originaria, por la cual, sostiene Heidegger, se entiende previamente lo que se pretende interpretar.

      Estas afirmaciones remiten directamente a otro concepto heideggeriano cardinal, inspirado por Husserl, cual es el de la estructura de horizonte de la intelección. Profundizando ese concepto de horizonte en sentido existenciario, Heidegger afirma que la comprensión está mediada por el marco general que proporciona el ser del hombre en el mundo, es decir, los conocimientos y experiencias individuales con los que se aborda, en primera instancia, toda nueva experiencia o todo objeto de estudio.

      Solo la existencia auténtica vive y comprende la historia, solo ella capta el estrecho e íntimo vínculo entre individualidad e historicidad colectiva y solo desde esta identidad histórica puede rasguñarse el sentido del ser. La existencia cotidiana vive solo en la trivialidad, en el miedo, en la rutina y la preocupación, y es incapaz de percibir el significado del ser. El giro ontológico se manifiesta así en la preeminencia que la existencia auténtica le da a la identidad colectiva, frente a la individualidad deyectada y alienada, pues solo así capta y aprehende el sentido del ser a través de la historia.

      Ágnes Heller: ontología de la vida cotidiana

      Los desarrollos teóricos de Ágnes Heller (1994), discípula de Lukács, referidos a las estructuras de la vida cotidiana, permitirán enriquecer la problemática que nos ocupa. La vida cotidiana es la vida donde vivimos, y es allí donde el ser realmente se expresa y manifiesta. Ese es el dominio básico del ser –como Janke ya lo sugería–, y, por tanto, de una posontología, al menos en términos críticos y materialistas, en oposición a una eventual (pos)ontología idealista.

      Pero la vida cotidiana no es un caos. Aunque es heterogénea tiene sus pautas de orden y homogeneidad, su jerarquía espontánea, como plantea Heller (1972), en todo caso condicionada históricamente. No es un dominio amorfo y sin sentido: posee sus instancias, sus procesos, sus niveles de producción de significado y productividad material, sus polos en tensión en los que descollan el hombre particular y su grupo, el hombre particular y la masa, el hombre particular y la comunidad, en el marco de lo cual se va configurando la conciencia del nosotros (Heller, 1994).

      En este tránsito de la cotidianidad a la genericidad varias instancias institucionales son decisivas: en la perspectiva marxista, por supuesto, el trabajo, el entendido como work y como labour; la moral y la religión; la política; el derecho; el Estado; pero también la ciencia, el arte, la filosofía, y, necesariamente, la libertad (Heller, 1994) moldean nuestro ser en el mundo por medio de pautas y regulaciones que definen lo que somos y lo que queremos ser, es decir, nuestro marco estructural de la vida cotidiana, que discurre por la dinámica de las objetivaciones, que determinan nuestra inserción en la cotidianidad (Heller, 1994) por medio de los usos, el hábito, e instrumentos, en el contexto de normas y pautas regulares y repetitivas.

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