Luna azul. Lee Child
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Todo lo cual hicieron. Sin notar un par de cosas importantes. Más adelante en la calle siguiente había una grúa, mirando hacia el otro lado, aparcada, pero en marcha y con las luces de marcha atrás encendidas. Y más o menos a la misma altura de la grúa, en la otra acera, había un hombre con una gabardina negra, andando deprisa hacia ellos. ¿Qué significaba? No se lo preguntaron. Eran lugartenientes con antigüedad, en busca de una vida tranquila.
Se separaron a la altura del capó del coche, el copiloto yendo para un lado y el conductor yendo para el otro. Abrieron las puertas, no exactamente sincronizados, pero casi. Miraron a su alrededor, todavía de pie, una última vez, mentones arriba, por si alguien dudaba de a quién le pertenecía la manzana.
No se dieron cuenta de que la grúa se empezaba a mover, despacio, marcha atrás, directa hacia ellos. No se dieron cuenta de que el hombre de la gabardina se bajaba de la otra acera, en diagonal, directo hacia ellos.
Se deslizaron en sus asientos, culos, rodillas, pies, pero antes de que pudieran cerrar las puertas una silueta se había desprendido de las sombras de un lado, y el hombre de la gabardina había llegado por el otro, los dos con pistolas semiautomáticas pequeñas calibre 22 en la mano, las dos pistolas con silenciadores robustos atornillados a los cañones, que sonaron blat blat blat mientras les disparaban múltiples cartuchos de cerca a las cabezas sentadas, que estaban justo allí a la altura de la cintura. Los dos tipos del coche cayeron hacia delante y hacia dentro, en dirección contraria a las armas. Las cabezas destrozadas chocaron entre sí, cerca del reloj del salpicadero, como si se estuviesen peleando por el espacio.
Después las puertas fueron cerradas de un golpe. La grúa dio marcha atrás. La silueta en las sombras y el hombre de la gabardina se acercaron corriendo a la grúa. El conductor se bajó de un salto. Juntos se encargaron de enganchar el coche a la grúa. Los tres se subieron. Se alejaron, despacio y tranquilamente. Algo cotidiano. Un vehículo averiado, poco digno, remolcado al revés por las calles sobre sus ruedas delanteras, con la parte de atrás arriba en el aire. Por encima de la línea de la ventanilla no había nada visible. La gravedad se estaba encargando de eso. Para entonces los dos tipos estarían apiñados en los huecos de los pies. Blandos y flojos. El rigor estaba todavía a unas horas de distancia.
Fueron directos hacia el desguace. Desengancharon el coche y lo dejaron en un lugar del terreno empapado de aceite. Se acercó una retroexcavadora. En lugar de cucharón tenía un montacargas delantero gigante. Levantó el coche y lo llevó hasta la trituradora. Lo dejó sobre un suelo de acero en una caja de tres lados no mucho más grande que el coche. Se alejó de allí marcha atrás. El cuarto lado de la caja subió y se quedó en posición. La parte de arriba bajó.
Los motores retumbaron y las hidráulicas resonaron y los lados de la caja apretaron aplastando hacia adentro, implacablemente, chirriando, crujiendo, arañando, rompiendo, ciento cincuenta toneladas de fuerza detrás de cada uno de los lados. Después se detuvieron, y volvieron ruidosamente adonde habían comenzado, y un pistón sacó hacia afuera un cubo de metal aplastado de más o menos un metro de lado. Durante un momento se quedó sobre una parrilla de hierro pesado. Para que drenaran los líquidos. Gasolina y aceite y líquido para frenos y lo que hubiera en el aire acondicionado. Más otros líquidos, en esta ocasión. Después vino una hermana de la primera retroexcavadora. En lugar de montacargas tenía una garra delantera. Recogió el cubo y se lo llevó y lo apiló en un muro de otros cien cubos.
Justo entonces el hombre de la gabardina llamó a Dino. Éxito total. Dos por dos. Estaban igualados. Habían intercambiado efectivamente el negocio de préstamos de dinero por el circuito gourmet. Lo cual a corto plazo era una pérdida, pero quizás a largo plazo una ganancia. Era un pie en la puerta. Era una zona de aterrizaje que se podría primero defender, y después expandir. Por encima de todo era una prueba de que se podía volver a trazar el mapa.
Dino se fue a dormir contento.
A Reacher le había alegrado el taxi de la suerte en el aparcamiento del supermercado. En parte por el tiempo que se había ahorrado. Había asumido que los Shevick iban a estar inquietos. Y en parte por el esfuerzo que se había ahorrado, especialmente en ese momento, golpeado y maltrecho. Pero no le había ayudado en nada. Le había dejado encogido. Su caminata de vuelta a la ciudad fue difícil.
El sentido de la orientación le dijo que la mejor ruta era la que ya conocía. De nuevo pasar por el bar, pasar por la terminal de autobuses y seguir hasta la calle Center, donde estarían todas las cadenas hoteleras juntas, quizás un poco al sur, todas en una o dos manzanas. Conocía las ciudades. Anduvo más rápido de lo que quería, y le prestó atención a su postura, cabeza erguida, hombros hacia atrás, brazos sueltos, espalda derecha, localizando todos los dolores y padecimientos, combatiéndolos, expulsándolos, sin ceder nada.
No había nadie en la calle fuera del bar. Ningún coche aparcado, ningún matón insolente. Reacher retrocedió y miró por la ventana mugrienta. Del otro lado de las harpas y los tréboles polvorientos. El tipo pálido todavía estaba en la esquina de atrás. Todavía luminiscente. Estaba solo. Ningún cliente desgraciado en el hoyo.
Reacher retomó la marcha, soltándose más, andando mejor. Salió de las manzanas viejas donde el semáforo de la intersección, y siguió andando y pasó por la terminal de autobuses, mirando arriba hacia el cielo en busca del brillo de un neón. En busca de edificios altos con nombres encendidos. Que podían ser bancos o compañías de seguro o televisión local. U hoteles. O todo lo anterior. Había en total seis. Seis torres, erguidas con orgullo. El núcleo del centro de la ciudad. Una declaración audaz.
La mayor parte del brillo estaba en su mitad izquierda, que era al sur del oeste. Decidió cortar la esquina e ir directo hacia allí. Dobló una vez a la izquierda y cruzó la calle Center, una arteria central que en esencia no era mejor que la calle del bar, pero en la que se había invertido mucho dinero, y estaba muy bien arreglada. Las farolas funcionaban. El ladrillo estaba limpio. No había ninguna tienda tapiada. La mayoría eran oficinas de una u otra clase. No necesariamente proyectos comerciales. Mayormente causas dignas. Servicios municipales y cosas así. Un consejero familiar. La sede central local de un partido político. Todas estaban oscuras, salvo una. Cruzando la calle, en la esquina más alejada del bloque. Estaba muy iluminada. La habían reconstruido como un viejo escaparate tradicional. Tenía un cartel en la vidriera. Impreso en el cristal, con letras grandes, en un estilo anticuado, como las máquinas de escribir del Cuerpo de Marines de cuando Reacher era joven. El cartel decía: Proyecto Pro Bono.
Son tres, había dicho la señora Shevick.
Tres hombres jóvenes y agradables.
Del otro lado de la vidriera había un espacio de trabajo en madera de tonos claros, atiborrado de carpetas y papeles anticuados blanco y caqui. Había tres hombres sentados en escritorios. Jóvenes, definitivamente. Reacher no podía saber si eran agradables. No estaba preparado para arriesgarse opinando. Iban todos vestidos iguales, con pantalones chinos marrones y camisas azules con botones en el cuello.
Reacher cruzó la calle. De cerca vio lo que eran presumiblemente sus nombres, impresos en el cristal de la puerta. El mismo estilo de máquina de escribir, pero más pequeño. Los nombres eran Julian Harvey Wood, Gino Vettoretto e Isaac Mehay-Byford. Algo que a Reacher le pareció que eran demasiados nombres, para solo tres tipos. Todos tenían muchas letras después de sus nombres. Toda clase de doctorados. Uno de Derecho en Stanford, otro de Harvard, otro de Yale.
Tiró de la puerta y entró.
ONCE
Los tres levantaron la vista, sorprendidos. Uno era moreno, otro era rubio, y otro estaba en el medio. Todos parecían tener poco menos de treinta años. Todos parecían cansados. Trabajo