Luna azul. Lee Child

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Luna azul - Lee Child

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con paredes encaladas grises por el tiempo y la humedad. A algunos les arrancaban los ojos con una cuchara, y a algunos les habían hecho cortes con una sierra eléctrica, cada vez más profundos, y a algunos los habían quemado con una plancha, y a algunos los habían taladrado con herramientas eléctricas inalámbricas, que aparecían en las fotos como una prueba, amarillas y negras, pesadas en la parte de arriba y bamboleantes, con las brocas de dos tercios enterradas en la carne blanda.

      Bastante feo.

      Pero no lo peor que Reacher hubiera visto.

      Aunque quizás sí lo peor que había visto todo junto en un solo teléfono.

      Lo entregó de vuelta. El tipo pulsó un poco otra vez por los menús, hasta que llegó adonde quería. Asuntos serios ahora.

      —¿Entiendes los términos del contrato? —dijo.

      —Sí —dijo Reacher.

      —¿Los aceptas?

      —Sí —dijo Reacher.

      —¿Número de cuenta?

      Reacher le pasó los números de Shevick. El tipo los escribió, allí mismo en el teléfono, y después pulsó un rectángulo verde grande en la parte inferior de la pantalla. El botón de transferir.

      —El dinero va a estar en tu banco en veinte minutos —dijo.

      Después pulsó iconos a través de más menús, y de repente alzó el teléfono en función de cámara, y le sacó una foto a Reacher.

      —Gracias, señor Shevick —dijo—. Un placer hacer negocios. Le veré otra vez exactamente en una semana.

      Después se dio un golpecito en su cabeza hirsuta con su dedo blanco hueso, el mismo gesto que antes. Algo acerca de recordar. Alguna clase de insinuación amenazadora.

      Como quieras, pensó Reacher.

      Se puso de pie y se alejó andando, cruzó la puerta, salió a la oscuridad. Había un coche junto al bordillo. Un Lincoln negro, con el motor en marcha a la espera, y el conductor a la espera al volante, recostado en su asiento, la cabeza contra el respaldo, codos bien separados, rodillas bien separadas, como los chóferes de todas partes, tomándose un descanso.

      Había un segundo tipo, en el exterior del coche, apoyado contra el guardabarros trasero. Estaba vestido igual que el conductor. Y que el tipo del interior del bar. Traje negro, camisa blanca, corbata negra de seda. A modo de uniforme. Tenía las rodillas cruzadas, y los brazos cruzados. Estaba esperando. Tenía el aspecto que tendría el tipo de la mesa de la esquina, después de más o menos un mes al sol. Blanco, no luminiscente. Tenía el pelo pálido rapado casi al ras del cuero cabelludo, y la nariz rota, y tejido de cicatrices en las cejas. No era un gran peleador, pensó Reacher. Obviamente le habían pegado mucho.

      —¿Eres Shevick? —dijo el tipo.

      —¿Quién pregunta? —dijo Reacher.

      —La gente que te acaba de prestar dinero.

      —Suena a que ya sabes quién soy.

      —Te vamos a llevar a tu casa en coche.

      —¿Y qué tal si no quiero que me lleven? —dijo Reacher.

      —Es parte del trato —dijo el tipo.

      —¿Qué trato?

      —Necesitamos saber dónde vives.

      —¿Por qué?

      —Como garantía.

      —Búsquenme.

      —Ya lo hicimos.

      —¿Y?

      —No estás en la guía. No tienes ninguna propiedad a tu nombre.

      Reacher asintió. Los Shevick habían dado de baja su teléfono de línea. El título de la casa ya había pasado a manos del banco.

      —De modo que tenemos que hacer una visita personal —dijo el tipo.

      Reacher no dijo nada.

      —¿Hay una señora Shevick? —preguntó el tipo.

      —¿Por qué?

      —Quizás también la podríamos visitar un poco a ella, mientras miramos dónde viven. Nos gusta tener a nuestros clientes cerca. Nos gusta conocer a la familia. Nos resulta provechoso. Ahora sube al coche.

      Reacher negó con la cabeza.

      —No te enteras —dijo el tipo—. Esto no es una elección. Es parte del trato. Te prestamos dinero.

      —Tu amigo blanco leche del interior me explicó el contrato. Repasó todos los términos, con un detalle considerable. La tasa administrativa, la tarifa dinámica, las sanciones. En cierto momento incluso se sirvió de ayuda visual. Después de lo cual preguntó si yo aceptaba los términos del contrato, y yo dije que sí, así que en ese momento el trato estaba cerrado. No pueden empezar a añadir cosas después, sobre llevarme a casa y conocer a mi familia. Tendría que haber aceptado eso por anticipado. Un contrato es una cosa de dos. Sujeto a negociación y consentimiento. No se puede hacer de manera unilateral. Es un principio básico.

      —Te crees inteligente.

      —Tengo esa esperanza —dijo Reacher—. A veces me preocupa ser solo un pedante.

      —¿Qué?

      —Puedes ofrecerte a llevarme, pero no puedes insistir en que acepte.

      —¿Qué?

      —Me has oído.

      —Vale. Me estoy ofreciendo a llevarte. Última oportunidad. Sube al coche.

      —Por favor.

      El tipo hizo una pausa muy, muy larga. Dijo:

      —Por favor sube al coche.

      —Vale —dijo Reacher—. Dado que lo has pedido de manera tan amable.

      OCHO

      Poco más o menos la manera más segura de transportar un rehén indócil en un coche particular era hacerle conducir sin el cinturón de seguridad puesto. Los tipos del Lincoln no hicieron eso. Optaron en cambio por la segunda mejor opción convencional. Pusieron a Reacher atrás, detrás del asiento delantero vacío del copiloto, con nada a su frente a lo que atacar. El tipo que había hablado se subió a su lado, de la otra parte, detrás del conductor, y se sentó medio girado, atento.

      —¿Adónde? —dijo.

      —Da la vuelta —dijo Reacher.

      El conductor giró en U a través del ancho de la calle, rebotando hacia arriba con la rueda delantera derecha en el bordillo más alejado, y bajando el bordillo de nuevo con un palmetazo.

      —Sigue

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