Luna azul. Lee Child
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Luna azul - Lee Child страница 12
—Ahí está —dijo—. Los ucranianos están interviniendo parte de los negocios albaneses. Ahora les toca tratar con gente nueva.
—¿Pidieron los mil dólares extra?
—Están mirando hacia delante, no hacia el pasado. Están dispuestos a condonar los viejos préstamos de Fisnik. Todos o parte de ellos. Porque es lo que les toca. No tienen opción. No saben lo que debe cada persona. No tienen la información. ¿Y además por qué no los condonarían? No era dinero suyo. Quieren sus clientes. Eso es todo. Para el futuro. Quieren cubrir sus necesidades durante los próximos años.
—¿Pagó al hombre?
—Me preguntó cuánto debía y yo me arriesgué y le dije que mil cuatrocientos dólares. Miró a la página en blanco y asintió solemnemente y coincidió. Así que le pagué mil cuatrocientos dólares. Momento en el cual dijo que me podía ir y confirmó que el préstamo estaba pagado en su totalidad.
—¿Dónde está el resto del dinero?
—Aquí mismo —dijo Reacher. Sacó el sobre del bolsillo. Apenas más delgado de lo que era antes. Todavía había doscientos once billetes en el sobre. Veintiún mil cien dólares. Lo puso en la mesa, en el medio, equidistante. Shevick y su esposa lo miraron fijamente y no dijeron nada.
Reacher dijo:
—Este es un universo arbitrario. Una vez por cada luna azul las cosas salen bien. Como ahora. Alguien inició una guerra y ustedes son el opuesto exacto de daño colateral.
—No si Fisnik aparece la semana que viene queriendo todo esto más otros siete mil dólares.
—Eso no va a suceder —dijo Reacher—. Fisnik fue reemplazado. Algo que viniendo de un gánster ucraniano con tinta carcelaria en el cuello casi seguro significa que Fisnik está muerto. O incapacitado de alguna otra forma. No va a aparecer la semana que viene. Ni ninguna semana. Y ustedes están en orden con los tipos nuevos. Eso es lo que dijeron. Están fuera de peligro.
Durante un largo rato se quedaron en silencio.
La señora Shevick miró a Reacher.
—Gracias —dijo.
Entonces sonó el teléfono de Shevick. Se fue renqueando hasta el pasillo y atendió la llamada. Reacher oyó un leve graznido plástico que salía del auricular. Una voz de hombre, le pareció. No pudo entender lo que decía. Un flujo largo de información. Oyó cómo respondía Shevick, alto y claro, a tres metros de distancia, balbuceando un consentimiento que sonó agotado y poco sorprendido, y así y todo decepcionado. Después Shevick formuló lo que fue inconfundiblemente una pregunta.
—¿Cuánto? —dijo.
Respondió el leve graznido plástico.
Shevick colgó el teléfono. Se quedó quieto por un momento, y luego regresó a la cocina renqueando y se volvió a sentar a la mesa. Cruzó las manos delante de sí. Miró el sobre. No con una mirada fija, tampoco contemplativa. Más bien agridulce. Equidistante. A la misma distancia de todas esas maneras de mirar.
—Necesitan otros cuarenta mil dólares —dijo.
Su esposa cerró los ojos y se apretó las manos contra la cara.
—¿Quién los necesita? —dijo Reacher.
—Fisnik no —dijo Shevick—. Tampoco los ucranianos. Ninguno de ellos. Es absolutamente el otro extremo de este asunto. La razón por la cual tuvimos que pedir el dinero prestado.
—¿Les están chantajeando?
—No, nada de eso. Ojalá fuera así de simple. Lo único que puedo decir es que hay unas facturas que tenemos que pagar. Una acaba de vencer. Ahora tenemos que encontrar otros cuarenta mil dólares. —Le volvió a echar un vistazo al sobre—. De los cuales una parte ya la tenemos, gracias a ti. —Hizo el cálculo mentalmente—. Técnicamente tenemos que conseguir otros dieciocho mil novecientos dólares.
—¿Para cuándo?
—Mañana por la mañana.
—¿Pueden conseguirlos?
—No podríamos conseguir ni dieciocho centavos.
—¿Por qué tan pronto?
—Algunas cosas no pueden esperar.
—¿Qué van a hacer?
Shevick no respondió.
Su esposa se quitó las manos de la cara.
—Pedirlos prestados —dijo—. ¿Qué otra cosa podemos hacer?
—¿A quién se los van a pedir?
—Al hombre del tatuaje carcelario —dijo—. ¿Qué opción tenemos? En todos los demás lugares estamos en números rojos.
—¿Los van a poder devolver?
—Nos ocuparemos de eso a su debido tiempo.
Ninguno habló.
Reacher dijo:
—Siento no poder ayudarles más.
La señora Shevick lo miró.
—Sí puede —dijo.
—¿Puedo?
—De hecho lo va a tener que hacer.
—¿Sí?
—El hombre del tatuaje carcelario cree que usted es Aaron Shevick. Va a tener que ir a pedir el dinero por nosotros.
SIETE
Lo discutieron durante otros treinta minutos. Reacher y los Shevick, de un lado y del otro. Algunos hechos quedaron establecidos al principio. Los puntos fijos. Las cuestiones no negociables. Necesitaban el dinero sí o sí. Sin duda posible. Sin discusión posible. Lo necesitaban para la mañana siguiente sí o sí. Sin ningún margen. Sin ninguna flexibilidad.
De ninguna manera iban a decir por qué.
Ahorros ya no les quedaban. La casa ya no era de ellos. Habían acordado recientemente una venta de la nuda propiedad para personas mayores, por medio de la cual se les permitía vivir allí por el resto de sus vidas, pero el título de propiedad ya había pasado a manos del banco. La abultada suma que habían recibido ya la habían gastado. No se podía recaudar más. Sus tarjetas de crédito estaban en números rojos y habían sido canceladas. Habían pedido dinero usando como garantía sus pagos de jubilación de la Seguridad Social. Habían cobrado sus seguros de vida y habían dado de baja su teléfono de línea. Ahora que no tenían el coche ya habían vendido todas las cosas de valor. Lo único que les quedaba eran objetos personales. Entre sus propias cosas y las de la familia tenían cinco alianzas de nueve quilates, tres pequeños anillos de diamantes y un reloj de pulsera chapado en oro con una rajadura en el cristal. Reacher se figuró que en el día más feliz de su vida el prestamista más bondadoso del mundo les podría haber