Luna azul. Lee Child
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—Quizás los persiguieron en esa dirección. O los llevaron hasta ahí engañados. Después se chocaron y se salieron de la carretera. Está bastante desierto por ahí de noche.
—¿Crees que fue Dino?
—Uno no puede evitar preguntarse: ¿por qué ellos dos en particular? Quizás los siguieron desde la puerta del bar. Lo cual sería apropiado. Porque quizás Dino está queriendo decirnos algo con esto. Le robamos su negocio. Esperábamos algún tipo de reacción, después de todo.
—Después de que se diera cuenta.
—Quizás ya se ha dado cuenta.
—¿Cuánto más va a querer decir?
—Quizás esto es todo —dijo el tipo—. Dos hombres a cambio de dos hombres. Nosotros nos quedamos con el negocio de préstamos. Se estaría rindiendo con honor. Es un hombre realista. No tiene demasiadas opciones. No puede empezar una guerra, con los policías vigilando.
Gregory no dijo nada. La sala se quedó en silencio. Ningún tipo de sonido, salvo un parloteo apagado de la radio de los taxis en la oficina delantera. A través de la puerta cerrada. Solo ruido de fondo. Nadie le prestó ninguna atención. Si lo hubieran hecho, habrían escuchado a un conductor que llamaba para decir que había dejado a una señora mayor en el supermercado, y que iba a usar el tiempo en el que ella hacía las compras para ganar algún dólar extra llevando a un pasajero a su casa, hasta la vieja urbanización de casas idénticas al este del centro de la ciudad. El hombre estaba a pie, pero tenía un aspecto razonablemente civilizado y tenía dinero en efectivo. Quizás se le había averiado el coche. Eran seis kilómetros de ida y seis kilómetros de vuelta. Iba a haber terminado incluso antes de que la señora mayor saliera del sector de panadería. Si no hay daño, no hay delito.
En ese momento Dino estaba recibiendo una instantánea incompleta y mucho más temprana de una parte de las noticias. Había tardado una hora en viajar hasta la parte superior de la cadena. No incluía nada acerca del accidente automovilístico. La mayor parte del día la había invertido en deshacerse de Fisnik y de su mencionado cómplice. La reorganización se había dejado para muy tarde. Casi una idea del último momento. Habían enviado un reemplazo al bar, para retomar el negocio de Fisnik. El hombre al que eligieron había llegado allí un poco después de las ocho de la noche. Nada más llegar había visto a unos matones ucranianos en la calle. Custodiando el lugar. Un Lincoln Town Car, y dos hombres. Había ido a escondidas hasta la salida de incendios de la parte de atrás del bar, y había echado un vistazo al interior a escondidas. En la mesa de Fisnik en la esquina de atrás al fondo había un ucraniano, hablando con un tipo grande, con aspecto desaliñado y pobre. Obviamente un cliente.
En ese punto el reemplazo elegido se reorganizó y se retiró. Avisó. El tipo al que avisó llamó a otro tipo. Que llamó a otro tipo. Y así. Porque las malas noticias viajaban despacio. Una hora después Dino escuchó al respecto. Llamó a sus cabecillas, al almacén de maderas.
Dijo:
—Hay dos escenarios posibles. O la cuestión de la lista del comisario general de policía era verdad, y de manera oportunista y desleal usaron el desorden para meterse en nuestro negocio de préstamos de dinero, o no era verdad, y esto fue algo planeado desde el principio, y de hecho nos engañaron para que les despejáramos el camino.
—Supongo que tenemos que tener la esperanza de que sea la primera —dijo su mano derecha.
Dino se quedó en silencio por un largo rato.
Luego dijo:
—Me temo que tenemos que fingir que fue la primera. No tenemos otra alternativa. No podemos empezar una guerra. No ahora. Vamos a tener que dejar que se queden con el negocio de préstamos de dinero. No tenemos una manera práctica de recuperarlo. Pero lo vamos a entregar con honor. Tiene que ser dos a cambio de dos. No nos podemos permitir hacer menos. Maten a dos de sus hombres, y así quedamos en igualdad.
—¿Cuáles dos? —preguntó su mano derecha.
—No me importa —dijo Dino.
Después cambió de parecer.
—No, elegidlos con cuidado —dijo—. Tratemos de encontrar una ventaja.
NUEVE
Reacher bajó del taxi en la casa de los Shevick y recorrió el sendero estrecho de cemento. La puerta se abrió antes de que pudiera tocar el timbre. Shevick estaba allí de pie, con la luz detrás de él y el teléfono en la mano.
—La transferencia del dinero llegó hace una hora —dijo—. Gracias.
—De nada —dijo Reacher.
—Llegas tarde. Pensamos que quizás no regresabas.
—Tuve que hacer un pequeño desvío.
—¿Adónde?
—Entremos —dijo Reacher—. Tenemos que hablar.
Esta vez usaron el salón. Las fotos en la pared, la televisión amputada. Los Shevick ocuparon los sillones y Reacher se sentó en el sofá.
Dijo:
—Fue bastante parecido a como fue entre tú y Fisnik. Salvo que el tipo me hizo una foto. Lo cual podría ser algo bueno, al fin y al cabo. Tu nombre, mi cara. Un poco de confusión nunca hace daño. Pero si yo hubiera sido un cliente de verdad, no me habría gustado. Ni un poco. Habría sido como un dedo huesudo tocándome el hombro. Me habría hecho sentir vulnerable. Después salí y había más. Dos tipos, que me querían llevar a casa, para ver dónde vivía, y con quién vivía. Mi esposa, si tenía. Lo cual era otro dedo huesudo. Quizás toda una mano huesuda.
—¿Qué ocurrió?
—Entre los tres negociamos un arreglo distinto. Para nada relacionado ni con tu nombre ni con tu dirección. De hecho bastante confuso en cuanto a lo que sucedió exactamente. Quise algo de misterio alrededor. Sus jefes van a creer que hay un mensaje, pero no van a estar seguros de parte de quién. Van a pensar que es de los albaneses, lo más probable. No tuyo, desde luego.
—¿Qué les sucedió a los hombres?
—Fueron parte del mensaje. Como diciendo esto es América. No envíes a un imbécil que en su última aparición quedó séptimo en las peleas de fondo de algún club de lucha en un sótano de Kiev. Al menos tómatelo en serio. Muestra un poco de respeto.
—Vieron tu cara.
—No se van a acordar. Tuvieron un accidente. Quedaron todo estropeados. Van a perder una o dos horas de memoria. Amnesia retrógrada, lo llaman. Bastante común, después de un trauma físico. Es decir, eso si no mueren antes.
—¿Entonces está todo bien?
—En realidad no —dijo