Luna azul. Lee Child
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—¿Cómo les van a devolver el dinero?
No respondieron.
—Necesitan veinticinco mil dólares, en una semana a partir de ahora. No se pueden retrasar. También me enseñaron fotos. Las de Fisnik no pueden haber sido peores. Necesitan alguna clase de plan.
—Una semana es mucho tiempo —dijo Shevick.
—En realidad no —dijo Reacher otra vez.
—Podría llegar a suceder algo bueno —dijo la señora Shevick.
Nada más.
Reacher dijo:
—De verdad que tienen que decirme qué es lo que están esperando.
Tenía que ver con su hija, inevitablemente. La mirada de la señora Shevick deambuló por las fotos de la pared mientras contaba la historia. Su hija se llamaba Margaret, abreviado a Meg desde la infancia. Había sido una niña brillante y feliz, llena de encanto y energía. Le encantaban los demás niños. Le encantaba la guardería. Le encantaba la primaria. Le encantaba leer y escribir y dibujar. Sonreía y parloteaba todo el tiempo. Podía convencer a cualquiera de que hiciera cualquier cosa. Le podría haber vendido hielo a los esquimales, dijo su madre.
También le encantó el instituto, en todas sus etapas. Era popular. Caía bien a todo el mundo. Montaba obras de teatro y cantaba en el coro y corría en el equipo de atletismo y nadaba. Se sacó el graduado de secundaria, pero no fue a la universidad. Era buena en los estudios, pero esa no era su principal fortaleza. Tenía el don de gentes. Necesitaba ir de acá para allá, sonriendo, charlando, encantando a las personas. Sometiéndolas a su voluntad, para ser sinceros. Le gustaba tener un propósito.
Consiguió un empleo de nivel básico como representante empresarial, y brincó por toda la ciudad de una oficina de relaciones públicas a otra, haciendo para establecimientos locales cualquier cosa para la que tuvieran presupuesto. Trabajaba duro, y consiguió reconocimiento, y la ascendieron, y para cuando tenía treinta años ganaba más dinero del que su padre jamás hubiera hecho como maquinista. Diez años después, a los cuarenta, le seguía yendo bien, pero sentía que su trayectoria se había ralentizado. Su aceleración se había mitigado. Podía ver el techo que había por encima de ella. Se sentaba en su escritorio y pensaba: ¿esto es todo?
Decidió que no. Quería un último gran logro. Más grande que grande. Estaba en el lugar equivocado, lo sabía. Se iba a tener que mudar. San Francisco, probablemente, donde estaba el dinero de la tecnología. Donde se necesitaban personas para explicar las cosas complicadas. Antes o después se iba a tener que ir allí. O a Nueva York. Pero no se decidía. El tiempo pasaba. Entonces, sorprendentemente, San Francisco fue a ella. Por así decir. Más tarde supo que había un juego perpetuamente en curso, alimentado por gente de los negocios inmobiliarios y contables del sector de las tecnologías, en el que el premio era prever de manera correcta cuál sería el Silicon Valley que vendría después del anterior. Con el objetivo de adelantarse. Por algún motivo su ciudad natal cumplía con todos los requisitos secretos. En plena revitalización, con la clase correcta de personas, los edificios correctos, y energía eléctrica, y una buena velocidad de internet. Los primeros exploradores ya andaban husmeando.
Meg consiguió que un amigo de un amigo le presentara a un tipo que conocía a un tipo, que arregló una entrevista con el fundador de una nueva empresa. Quedaron en una cafetería del centro de la ciudad. Tenía veinticinco años y acababa de bajar del avión que lo había traído de California. Una especie de genio de los ordenadores nacido en el extranjero. Con algo nuevo que tenía que ver con software médico y aplicaciones en los teléfonos de la gente. La señora Shevick admitió que nunca había estado del todo segura de qué era el producto, salvo que sabía que era la clase de cosa que hace rica a la gente.
A Meg le ofrecieron el trabajo. Vicepresidenta superior de Comunicaciones y Asuntos Locales. Era una empresa emergente y primeriza, con la tinta fresca, por lo que el salario no era grandioso. Apenas un poco más de lo que ya estaba ganando. Pero había un paquete entero y gigante de beneficios. Acciones, un plan de jubilación astronómico, un seguro de salud de los mejores, un coche cupé europeo para conducir. Más otras cosas raras de San Francisco, como pizza gratis y golosinas y masajes. Le gustaba todo. Pero las acciones eran lo más importante con diferencia. Un día podía ser multimillonaria. Literalmente. Así era como sucedían estas cosas.
Al principio anduvo bastante bien. Meg hizo un gran trabajo manteniendo los tambores en redoble, y dos o tres veces durante el primer año pareció que podían llegar a la cima. Pero no fue así. No precisamente. El segundo año fue lo mismo. Todavía brillante y glamuroso e innovador y la próxima gran empresa, pero no pasó nada. El tercer año fue peor. Los inversores se pusieron nerviosos. El caudal de dinero que entraba se redujo mucho. Pero no flaquearon. Alquilaron dos pisos de su edificio. No más pizza ni golosinas. Las camillas de masajes se plegaron y se guardaron. Trabajaban más duro que nunca, mano a mano en espacios reducidos, todavía decididos, todavía seguros.
Entonces a Meg le dio cáncer.
O, más exactamente, descubrió que tenía cáncer desde hacía aproximadamente seis meses. Había estado demasiado ocupada como para ir al médico. Pensaba que el peso que estaba perdiendo era porque trabajaba demasiado. Pero no. Era un mal diagnóstico. Era un cáncer agresivo, y estaba bastante desarrollado. El único rayo de esperanza era un puñado de tratamientos nuevos. Eran caros y exóticos, pero las pruebas habían sido prometedoras. Parecían funcionar. Su tasa de éxito estaba aumentando. No había otra opción, dijeron los doctores. Se despejaron las agendas y a Meg le dieron turno para la primera sesión a la mañana siguiente.
Que fue cuando empezaron los problemas.
—Algo fallaba en su seguro —dijo la señora Shevick—. Su número de cuenta daba error. Se estaba preparando para quimioterapia, y había gente que entraba y salía preguntándole su nombre completo y la fecha de nacimiento y su número de Seguridad Social. Fue una pesadilla. Estaban al teléfono con la aseguradora, y nadie sabía qué era lo que estaba pasando. Podían ver su historial y sabían que era cliente. Pero el código no autorizaba. Hacía aparecer un mensaje de error. Decían que era un problema del sistema. Nada importante. Decían que al día siguiente estaría solucionado. Pero el hospital decía que no podíamos esperar. Nos hicieron firmar un formulario. Decía que nosotros pagaríamos los gastos si la aseguradora no respondía. Decían que era solo un formalismo. Decían que hay problemas en los sistemas todo el tiempo. Decían que todo se iba a arreglar.
—Imagino que no fue así —dijo Reacher.
—Llegó el fin de semana, lo cual eran dos sesiones más, y después ya era lunes, y entonces nos enteramos.
—¿Se enteraron de qué? —preguntó Reacher, aunque tuvo la sensación de que lo podía adivinar.
La señora Shevick negó con la cabeza y suspiró y agitó la mano frente a su cara, como si no pudiera formar las palabras. Como si ya hubiera terminado de hablar. Su marido se inclinó hacia delante, con los codos en las rodillas, y siguió el relato.
—El tercer año —dijo—. Cuando los inversores se pusieron nerviosos. Era incluso peor de lo que sabían. Era peor de lo que nadie sabía. Había cosas que el jefe no contaba. A nadie, incluida Meg. Detrás de bastidores todo se estaba viniendo abajo. No estaba pagando las cuentas. Ni un centavo. No renovó el plan de salud de la empresa. No pagó las cuotas. Simplemente las ignoró. El número de Meg daba error porque la póliza estaba cancelada. En su cuarto día de tratamiento nos enteramos de que no estaba asegurada.
—No