Ciudadanía global en el siglo XXI. Rafael Díaz-Salazar

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Ciudadanía global en el siglo XXI - Rafael Díaz-Salazar Biblioteca Innovación Educativa

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una idea de la escala que han alcanzado las dinámicas extractivistas hay que recurrir al Panel Internacional de Recursos de las Naciones Unidas, un panel que evalúa las cinco décadas trascurridas desde 1970 a 2017 en 191 países. Solo así podremos percatarnos de la dimensión física de la economía mundial. Dicho panel estima que alrededor de 90.000 millones de toneladas son extraídas cada año. Ahí se contabilizan las toneladas extraídas de biomasa —que incluye materiales como la madera, los cultivos alimentarios o los materiales de origen vegetal—, combustibles fósiles —carbón, gas y petróleo—, metales —preciosos y no preciosos, como el hierro aluminio o cobre— y minerales no metálicos —básicamente arena, grava y piedra caliza usadas en la construcción y en los procesos industriales—. Aunque el extractivismo se asocia habitualmente con la minería y la extracción de hidrocarburos, los datos anteriores muestran también que las explotaciones agrícolas, ganaderas y forestales en forma de monocultivo, así como las piscifactorías y camaroneras orientadas a la exportación deben ser consideradas parte del mismo proceso.

      El extractivismo despliega un amplio abanico de consecuencias económicas, ecológicas, sociales y políticas sobre los territorios por los que se expande. Tiene importantes consecuencias en el modelo de desarrollo económico porque profundiza el subdesarrollo y la condición periférica de los países donde se desarrolla la actividad extractiva. Tiene también un importante impacto ecológico al no contemplar la naturaleza como lo que verdaderamente es, un entramado de vida, sino como un stock de recursos que se pueden extraer, incorporar a los mercados y valorar monetariamente en cuanto que insumos para la producción industrial.

      Esta apropiación y transformación de la naturaleza conduce a la destrucción de las funciones y servicios ambientales cruciales para la vida y hace colapsar a los ecosistemas. De todo ello no dejan de desprenderse importantes consecuencias sociales, entre las que cabe destacar la destrucción que el extractivismo inflige a pueblos indígenas y comunidades campesinas al depender su existencia de la salud de unos ecosistemas a los que acceden, por lo general, como recursos de uso común gestionados colectivamente. En el plano político las consecuencias no son menores. En este tipo de desarrollismo es habitual que las empresas trasnacionales adquieran un protagonismo inusitado y que su influencia en la política sea enorme, debilitando la vida democrática y capturando las instituciones del Estado y muchos de sus principales contrapesos, como por ejemplo los medios de comunicación.

      Estas dinámicas, emanadas de unas estructuras económicas y de unas instituciones políticas, hacen posible el modo de vida imperial, así denominado al descansar en la apropiación a escala planetaria de los recursos naturales, la explotación a esa misma escala de la fuerza de trabajo y la externalización de los costes sociales y ecológicos a terceros. A través de este modo de vida arraigan y se hacen cotidianos, en sectores amplios de la sociedad adquisitiva mundial, ciertos comportamientos característicos de la civilización industrial como el uso del coche, el consumo de carne, la compra de electrodomésticos o, en general, el paquete estándar de bienes consumo. Pero la extensión de los patrones de producción y consumo que disfruta una parte de la población mundial empeora las condiciones de vida de toda la humanidad, amenazando de forma inmediata la vida de los más pobres. El modo de vida imperial es un modelo que genera bienestar a unos pocos a costa del malestar de la mayoría. Es un modo de vida que revela las profundas relaciones existentes entre la riqueza del Norte y de los ricos y el deterioro de las condiciones de vida de los pobres y los conflictos en el Sur (Brand y Wissen, 2019). Es un modo de vida que expresa una enorme injusticia social y ambiental.

      El ecologismo de los pobres

      Aún hoy un amplio porcentaje de la población de la periferia de la economía mundial es rural en el sentido estricto de dedicarse a actividades de apropiación de la naturaleza —agricultura, ganadería, pesca, recolección o silvicultura—. Hacen lo que hasta hace poco hizo siempre la humanidad a lo largo de su historia: recolectar y cultivar alimentos. Y lo hacen de una manera tradicional, en el marco de lo que podemos denominar el modo agrario tradicional o campesino, caracterizado por la producción a pequeña escala orientada al autoconsumo o a los mercados locales, con empleo de energía solar —músculo humano o animal, agua, viento y biomasa— y recursos autóctonos. Son ecologistas, aunque no sean conscientes de ello, pues organizan sus vidas a partir de los recursos bióticos presentes en su territorio, siguiendo un modelo de desarrollo acorde con la naturaleza, concebida no solo como el hogar que proporciona los recursos necesarios para su reproducción, sino también como la maestra que enseña a manejarlos.

      En un momento en que la civilización industrial capitalista nos coloca frente al colapso ecológico, estos pueblos se organizan comunitariamente y ofrecen un modo de vida íntimamente ligado a la naturaleza a través de sus cosmovisiones, conocimientos y prácticas productivas, manteniendo una relación profunda y sabia, en el orden material y espiritual, con su territorio. Mientras la crisis ecosocial representa la principal amenaza existencial de la actualidad, el ecologismo popular de los pueblos y comunidades que viven armónicamente en sus territorios desde tiempos inmemoriales representa la lucha frente a las dinámicas ecocidas y una reserva de sabidurías y enseñanzas capaz de iluminar una auténtica ciudadanía global. ¿Por qué? Porque a diferencia del modo imperial de vida, el modo de vida de los pueblos y comunidades que practican el ecologismo desde antes de que se inventara el término es el único capaz de universalizarse y garantizar la sostenibilidad sin necesidad de exclusiones.

      Ciudadanía global

      Vivimos con la sensación de caminar sobre una superficie que se resquebraja. A esta fragilidad se suma la incertidumbre ante unos procesos que parecen fuera de control y sobre los que nuestro conocimiento resulta muy parcial. La inseguridad y el miedo que se desprenden de esta fragilidad e incertidumbre deberían conducirnos a interrogarnos sobre cuestiones que, solemnemente, podríamos denominar esenciales, como ocurre en el plano personal cuando experimentamos situaciones cercanas a la enfermedad o a la muerte. Pero, por el momento, no hemos sido capaces de destilar la suficiente sabiduría como para proporcionar respuestas en positivo. Antes bien, predomina la reclusión en comunidades cerradas, la obsesión por trazar fronteras y por individualizar la gestión de unos riesgos cuya naturaleza es marcadamente global con la vana ilusión de que así se logrará la protección necesaria. Unas respuestas que no hacen sino profundizar el autoengaño.

      Podemos enunciarlo de forma muy sintética: las respuestas individuales y los repliegues nacionales no son la solución a unos problemas que son globales y cuyas causas son estructurales; necesitamos con urgencia construir ciudadanía global, una ciudadanía que, en coherencia con los que venimos diciendo, debe estar bien informada, ser radical, resaltar su dimensión política y moral y beber de todas las fuentes de sabiduría a su alcance. Una ciudadanía bien informada con los conocimientos que proporciona la ciencia para ser conscientes de que la acción humana no está a la altura de la complejidad que ella misma genera. Las enormes capacidades productivas que otorgan la economía y la tecnología se han utilizado sin plena conciencia de las consecuencias que conjuntamente tienen sobre la naturaleza y el funcionamiento del planeta Tierra.

      Una ciudadanía bien informada científicamente para romper con la ignorancia interesada y con la indiferencia general convertida en el principal peso muerto de la historia. Una ciudadanía radical en la medida en que no desatiende las raíces culturales y económicas de la crisis ecosocial actual. Una ciudadanía que realza su dimensión poliética (Fernández Buey, 2003) porque es capaz de fusionar la responsabilidad moral de nuestros actos con la política, desvelando cómo se articulan y apoyan entre sí los sistemas de dominación capitalista, patriarcal y colonial. Una ciudadanía que se nutre de la sabiduría de los pueblos originarios, de las culturas campesinas y de las experiencias de cuidado que han practicado tradicionalmente las mujeres, que alcanza a reconocer que la humanidad depende de la naturaleza de la que forma parte, que somos naturaleza y que esta ecodependencia es constitutiva de nuestra condición humana, de modo que negarlo implica negarnos a nosotros mismos, mientras que reconocerlo supone asumir responsabilidades.

      Capítulo cuatro

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