Engaños inocentes. Liz Fielding

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Engaños inocentes - Liz Fielding Jazmín

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mañana.

      «¿La señorita Garland?» ¿No sabía que era ella? Amanda sonrió, encantada.

      –¿Y de quién debo decirle que es el mensaje?

      Daniel miró por el retrovisor para ver su cara. Solo por ver aquellos labios merecía la pena cualquier cosa. Eran rojos, brillantes y sensuales como el demonio.

      –De Daniel Redford. A su servicio.

      –Se lo diré, señor Redford. Mientras tanto, ya que está a mi servicio, ¿le importaría hacer todo lo posible para que llegue a tiempo al seminario?

      –Lo intentaré –dijo él, pisando el acelerador–. He oído que esa señorita Garland es una vieja insoportable.

      –¿Ah, sí? –la joven de los labios preciosos parecía sorprendida–. ¿Y quién le ha dicho eso?

      –Eso es lo que dicen. Insoportable y eficiente con mayúsculas. ¿Es usted nueva en la agencia?

      –Pues… no –contestó la «vieja insoportable», preguntándose cuál sería su reacción si le dijera la verdad. Pero aquello era más divertido–. Llevo con ella mucho tiempo.

      –Ah, entonces la conocerá bien. ¿Cómo es?

      –Creí que usted lo sabía todo sobre ella.

      –Solo cotilleos –se encogió él de hombros.

      –¿Y los cotilleos dicen que es una vieja insoportable? No, espere, una vieja eficiente.

      –Y muy rica, me imagino, si contrata un coche con chófer para que se desplacen sus secretarias.

      Se lo estaba inventando, pensaba Amanda. Solo para hablar de algo. El descubrimiento la hizo sonreír.

      –La señorita Garland exige un nivel muy alto en todo.

      –Ah, entonces supongo que no aprobaría que una de sus chicas charlase con un simple chófer, ¿no?

      –¿Es usted simple? –bromeó ella.

      ¿Que si era simple? No era la respuesta que Daniel esperaba, pero era la que se merecía. Esa clase de comentario haría que cualquier chica se sintiera incómoda. No era forma de tratar a una cliente, aunque fuera otra persona quien pagara la factura.

      Además, su pasajera no era ninguna niña, era una mujer muy hermosa y segura de sí misma, demasiado madura como para contestar a una insinuación tan rústica. Tendría que ser original para captar su atención. Y se le ocurrió pensar que había pasado mucho tiempo desde la última vez que había conocido a una mujer capaz de captar la suya.

      –No sé si soy simple. Lo que sí sé es que, de niño, era un simple gamberro –sonrió.

      –¿En serio?

      –Sí. Pero ahora soy un ciudadano modelo.

      –Ya.

      Ese «ya» estaba lleno de dudas y Daniel soltó una carcajada. Flirtear era como montar en bicicleta; al principio uno se encontraba un poco incómodo, pero después resultaba fácil.

      –¿Y usted?

      «Bonitos dientes», pensó Amanda, mirando el reflejo en el retrovisor. Después se regañó a sí misma por fijarse demasiado.

      –¿Que si soy una ciudadana modelo?

      –Eso lo doy por supuesto. Después de todo, es usted una chica Garland, muy capacitada, muy eficiente y guapísima.

      Amanda sonrió. Las relaciones públicas de la agencia funcionaban. Era esa imagen de calidad la que pensaba explotar al máximo para sus planes de expansión.

      –La señorita Garland es una mujer muy exigente.

      –Las viejas insoportables suelen serlo –dijo él. Daniel observó por el retrovisor que ella estaba a punto de formular una protesta, pero pareció pensárselo mejor y sonrió como si, secretamente, estuviera de acuerdo con la opinión sobre su jefa, aunque no quisiera decirlo en voz alta–. ¿Cómo llegó a ser una de las famosas chicas Garland?

      Amanda sonrió de nuevo. Garland era el apellido de su madre y ella misma había sugerido que lo usara en lugar de Fleming, por si las cosas no iban bien con la agencia. Al principio, le había molestado su falta de confianza, pero poco después una periodista había usado el término «chicas Garland» para describir a las educadas, profesionales y cualificadas secretarias que ella entrenaba y el nombre había empezado a hacerse conocido.

      Aunque no pensaba contarle aquello a su sonriente chófer. Por muy atractiva que fuera su sonrisa, por muy bonitos que fueran sus ojos.

      –Estudié secretariado para ayudar a mi padre y, cuando él dejó de necesitarme, busqué trabajo en la agencia –contestó. Y era, en parte, verdad.

      –Supongo que si hay que trabajar para alguien, lo bueno es trabajar para el mejor.

      –¿Incluso si la jefa es una vieja insoportable? –preguntó ella, mirando los ojos del hombre por el retrovisor.

      –¿No tiene otras ambiciones, además de ser secretaria?

      –¿Usted siempre ha querido ser chófer? –devolvió ella la pregunta.

      Se lo merecía, pensaba Daniel. En realidad, los dos trabajaban para otros a tanto la hora.

      –En mi trabajo se conoce gente interesante.

      –En el mío también.

      Había algo en su voz, algo suave y cálido que le llegaba dentro. Volvió a mirar en el espejo, pero lo único que podía ver eran sus labios generosos, brillantes y muy besables.

      ¿Besables? Aquello se le estaba escapando de las manos. Daniel se puso unas gafas de sol y decidió que era más inteligente concentrarse en el coche que tenía delante.

      –A veces incluso me dicen su nombre –dijo, sin embargo.

      –¿Ah, sí? –Amanda se había preguntado cuánto tiempo tardaría en preguntarle su nombre y estaba deseando decirle: «Soy Amanda Garland, la vieja insoportable». Pero no lo hizo–. Me llamo Mandy Fleming.

      –¿No es ese el nombre de la vieja? –preguntó. Él sabía quién era, pensaba Amanda. Y le había estado tomando el pelo–. ¿No es el nombre de su jefa? Mandy es el diminutivo de Amanda.

      Amanda suspiró, aliviada. Aunque no sabía por qué.

      –Todo el mundo la llama señorita Garland –contestó. Excepto Beth, la primera secretaria que había contratado para su agencia y que pronto se había convertido en su mano derecha.

      –Nadie se atreve a llamarla Mandy, ¿eh?

      –En la oficina, no.

      Daniel dejó de hablar durante un rato y se concentró en salir de Londres a la mayor velocidad posible. Amanda encendió el ordenador y se dispuso a trabajar, pero le resultaba difícil concentrarse.

      Miró

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