Engaños inocentes. Liz Fielding
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Un traje que, a Daniel Redford, le quedaba perfectamente. Su pelo castaño claro estaba muy bien cortado y tenía un bonito perfil. Mandíbula cuadrada, pómulos altos y nariz imperfecta, pero muy masculina. Sus manos eran grandes, de dedos largos y uñas cuidadas. Sujetaba el volante con ligereza, pero parecía un hombre capaz de controlar cualquier cosa que tocara…
–¿Trabaja para la compañía desde hace mucho tiempo? –preguntó, para cambiar la extraña dirección que estaban tomando sus pensamientos.
–Veinte años.
–¿De verdad? –preguntó. El hombre sonrió. Era un rompecorazones, de eso estaba segura–. Debe de gustarle mucho su trabajo.
–Sí. Además, se reciben buenas propinas. El otro día me dieron dos entradas para el nuevo musical que se acaba de estrenar en el teatro.
–Eso sí que es una buena propina. He oído que las entradas están a precio de oro –dijo Amanda. Enseguida pensó que parecía que lo estaba animando a invitarla. Y quizá lo estaba haciendo….–. ¿Y qué tal, le gustó?
–No tengo ni idea.
–¿No le gusta el teatro?
Quizá era a su mujer a quien no le gustaba. No llevaba alianza, pero Amanda dudaba de que un hombre tan atractivo como él estuviera soltero.
–Las entradas son para la semana que viene –contestó él–. ¿A usted le gusta el teatro?
–Me encanta –contestó. Daniel empezó a hablar sobre una obra que había visto el mes anterior–. Yo también la vi. Un montaje estupendo, ¿verdad?
Hablaron durante un rato sobre el teatro y Amanda se dio cuenta de que sus gustos eran muy similares. Sería un ex gamberro, pero parecía un hombre educado.
–Fui al concierto de Pavarotti en el parque el año pasado –dijo él poco después–. Estuvo lloviendo toda la tarde, pero mereció la pena. ¿Le gusta la ópera?
–Sí. Yo también estuve en ese concierto. ¿Y el ballet?
Él arrugó la nariz.
–No. Lo siento. En la ópera hay pasión, en el ballet…
–Quizá no ha visto el ballet adecuado –dijo ella.
–Es posible. ¿Le gusta el fútbol?
–Prefiero el ballet.
–Quizá no ha visto el partido adecuado.
Touché.
–¿A su mujer también le gusta?
No había querido preguntar eso. Le había salido sin darse cuenta.
–¿Mi mujer? –repitió él.
–Sí. ¿Le gusta el fútbol? –preguntó Amanda, con el corazón absurdamente acelerado.
–Nunca he conocido una mujer a la que le guste el fútbol –contestó el hombre, evasivamente–. Bueno, ya estamos llegando.
–Estupendo –dijo Amanda. Perfecto, maravilloso. Seguía pensando adjetivos, cada vez más subidos de tono. Adjetivos que Beth no habría aprobado en absoluto.
Estuvieron en silencio durante los cinco minutos siguientes. Amanda, buscando algo que hacer con las manos, se colocó el pañuelo de seda que llevaba al cuello y apagó el ordenador. Cuando Daniel paró frente a uno de los hoteles más exclusivos de Londres, estaba preparada para salir del coche y desaparecer. Solo la determinación de probarse a sí misma que no estaba asustada la mantenía en el asiento, esperando que él le abriera la puerta.
Daniel se quitó las gafas de sol y salió del coche para ayudarla a salir. Amanda puso su mano en la del hombre y se irguió con el estilo de una modelo. Todo parte del entrenamiento de una «chica Garland», por supuesto.
–Hemos llegado con dos minutos de adelanto. La vieja no podrá echarle una regañina.
–Gracias.
–De nada, señorita Fleming –sonrió él–. Nos veremos esta tarde.
–¿Ah, sí?
–Vendré a buscarla a las cinco.
Por supuesto. ¿Por qué iba a verla si no? Estaba casado. Pero daba igual. Ella no lo necesitaba para nada. Lo único que tenía que hacer era chasquear los dedos y la mitad de los hombres de la ciudad se pelearían para darle su brazo y cualquier otra cosa que quisiera.
Desgraciadamente, ella nunca había sentido mucho entusiasmo por los hombres que acudían a su llamada como cachorros, con la lengua colgando.
–Intentaré que no tenga que esperarme –dijo, antes de dirigirse hacia el hotel, sin mirar atrás.
Daniel observaba alejarse a Mandy Fleming con una sonrisa en los labios. La forma de caminar de una mujer decía mucho sobre su carácter. La forma de caminar de Mandy Fleming decía que era una mujer segura de sí misma, elegante… pero también le decía otra cosa: se sentía decepcionada porque él no la había invitado al teatro. Ella habría dicho que no, por supuesto, pero quería que se lo pidiera. Daniel sonrió. Las mujeres son como el perro del hortelano, pensaba. Su sonrisa se amplió mientras entraba en el coche.
La mañana parecía no terminar nunca y la tarde fue aún peor. Amanda tenía dificultades para concentrarse en su discurso sobre los beneficios de la contratación temporal. En cuanto estaba un poco distraida, su mente volvía a aquellos ojos azules, los anchos hombros, las manos grandes y la sonrisa de pirata, todo colocado sobre dos largas y fuertes piernas.
Dos piernas largas, fuertes y «casadas».
Capítulo 2
DANIEL fue a buscar a un cliente al aeropuerto, lo llevó a su hotel en Piccadilly y volvió al garaje. Era como si llevase puesto el piloto automático; solo podía pensar en Mandy Fleming.
Aquella señorita Fleming era una mujer muy especial. Aquellas piernas. Aquellos labios…
Daniel recordaba su ropa. Tenía gustos muy caros para ser una secretaria. Incluso para ser una de las famosas chicas Garland.
Había algo en su voz, en su sonrisa, que le ponía la piel de gallina. Y el aire se había cargado de electricidad cuando tomó su mano para ayudarla a salir del coche.
Daniel frunció el ceño. Mandy Fleming no era la clase de mujer que se interesaba por un simple chófer. Bien educada, encantadora, era la clase de secretaria que se fijaría en su jefe, no en un empleado. El pensamiento lo hizo sonreír. No pensaba decirle quién era en realidad.
–¿Hay noticias del hospital, Bob?
–Sí, ha sido niña. Y el parto ha sido fácil.
No había nada extraño en sus palabras, pero el tono lo alarmó.